ESTOCADA TRAPERA

Entraste de la noche con lágrimas en los ojos. Aventaste tu bolso al piso. La luna asomó en el espejo. Esta vez la estocada había sido artera: la sangre de tu alma se vaciaba entre tus piernas.

 FRENTE AL OJO DEL TELEVISOR

Irrumpe sudorosa. Le da un beso frío en la mejilla. Él la envuelve con sus brazos pegándola a su cuerpo. Ella se laxa, se anima: la dura faena no la ha hecho olvidar su feminidad. Se entrega. Nada más romántico que hacer el sexo frente al ojo del televisor.

 ENTRE EL OMBLIGO Y LA CINTURA

Eres verdad en un cuerpo que pretende eternizar la juventud, pero que no logra esconder los relieves que se asoman incrédulos, bajo la holgada blusa, entre el ombligo y la cintura: dona de chocolate.

 SIN EMBARGO, LO ESPERABA

Lo oye cruzar la noche tañendo cascabel infame. En unos minutos más su nauseabundo aliento impregnará su cuerpo. ¿Qué espera de un hombre acostumbrado a la violencia? Las heridas del día anterior aún le arden.
           Cada vez está más cerca. Los niños duermen. ¿Cuántas veces ha querido huir? Derrama la sopa sobre la mesa. ¡Dónde está la maldita jerga! Asga un trapo cualquiera para limpiar y no se percate de su torpeza. Sus gritos despertarán a los vecinos y sus hijos se ampararán bajo las sábanas impotentes ante la barbarie.
           Se abre la puerta. Su corazón acelera. La noche, pozo de pirañas que devoran el silencio. La flama de la estufa danza en sus ojos. Su cabello yace entre sus manos. Aprieta el dolor con dientes para no gritarlo. La sangre escurre en sus labios. Una pausa y luego la bestia la llama al sexo: la profana, es un perro fornicando su dignidad. Rasguña su entraña la muerte. Se siente sucia… sin embargo lo esperaba.

 RECADO PÓSTUMO

Me tengo que marchar de ti, para no envejecer de amor.

 EL TIGRE

─De vez en cuando, el rugido del tigre debe cimbrar a su hembra. Dijo un sujeto ufano de su hombría. Otro le responde:
─Pero cuando ella lo subyuga con su indiferencia, entonces, éste se da cuenta que no es tigre.

 CUANDO DIOS ADMIRÓ SU OBRA

Cuando Dios abrió los ojos y se vio flotando en el vacío, sin nadie con quien dialogar o nombrar, se sintió solo. Para apaciguar su soledad, tomó un poco de barro de sí mismo y con él germinó la primera estrella. Para poder observar su obra requería de una casa. Con otra porción de barro hizo la Tierra y cada planta y especie que la habitan; para que subsistieran, con su aliento y su saliva, los dotó de agua y oxígeno. Al ver que en lugar de agradecerle la vida, tiritaban de frío, forjó el sol, y una vez que flora y fauna se calentaron le agradecieron haberlos creado, y posteriormente se adueñaron del mundo.
Dios admiró su obra un segundo, que en realidad son millones de años, y se alegró, pero algo le faltaba, y entonces desprendiendo otro pedazo de barro, forjo a la mujer, y luego de uno de los sueños de esta, al que llamó amor, moldeó a el hombre. Fue así que Dios, sin proponérselo, concibió el proceso con el que compartiría el privilegio de ser dador de vida.
Durante un tiempo Dios se sintió feliz de habitar el mundo, pero cuando la mujer dio a luz, se alarmó. Entonces se percató de lo que su soledad había engendrado e intentó revertirlo, retornarlo a la materia. Pero la había horneado tan perfectamente, tan a su semejanza, que le fue imposible aniquilarlos. Ellos se reprodujeron hasta sobre poblar el planeta. Descubrió que les había inoculado el portento de la imaginación, pues hombre y mujer se dieron a la tarea de imaginar, e imaginaron cosas buenas, pero también la muerte, y junto con ella la guerra, la ambición y la avaricia, y todos los sentimientos que han hecho de estos los más implacables devoradores de sí mismos.
Así fue como Dios comenzó a llorar y a llorar tan amargamente, que provocó un diluvio. Era tal su tristeza, que un día deprimido y decepcionado de lo que había labrado, decidió marcharse. Ya lejos de la Tierra, y otra vez aposentado en la nada, escuchó un lloro: era el de su padre, que desconsolado le recriminaba su proceder. Dios no supo que decir y humildemente le pidió perdón. Entonces cerró de nuevo los ojos para volver al barro que lo creó.

 EL ARDID DE ZEUS

El barco proveniente de Grecia encalló en el puerto de Veracruz, con su cargamento de rarezas  y piezas mitológicas, que serían exhibidas en el Museo Nacional de Antropología e Historia. Los museólogos que esperaban ansiosos su arribo y los tesoros, abordaron la nave para revisarlos antes de que los descargaran, para verificar que se encontraran en buenas condiciones, que el largo viaje no los hubieran estropeado.
            En cuanto Hera, curadora a cargo del proyecto, desempacó la primera reliquia, se maravilló a tal grado, que en vez de ordenar a sus colaboradores hacer lo mismo, abrió cada una de las numerosas cajas, hasta llegar a una que permanecía en lo más apartado de la bodega. Se apresuró a destaparla, y para su sorpresa encontró dentro de ella una fragante y verde lechuga, de la cual se enamoró al instante.
            Sujetó la lechuga, y sin importarle la presencia de sus colaboradores, excitada, la pasó por sus senos, sus nalgas y su vulva en un sin igual frenesí erótico, que dejó pasmados a todos.
            Después de varios orgasmos e incontrolables gritos de placer, sus ayudantes, al percatarse de sus poderes afrodisíacos, y para que Hera no pereciera de concupiscencia, le arrebataron la lechuga. Hecho esto, Hera cayó rendida al suelo y aun así seguía quejándose dulcemente. El efecto del estimulante le tardó varias horas, durante las cuales sus auxiliares desembarcaron la preciada carga.
            Cuando Hera preguntó por la lechuga, ésta misteriosamente había desaparecido de su caja. Quedó muy triste y ordenó que la encontraran a como diera lugar.
            Pasado el tiempo, Hera despertó una noche con unas ganas incontenibles de vomitar. Cuando lo hizo, sobre donde había expelido se encontraba un hermoso efebo de ojos negros y bucles rojizos. Lo tomó amorosamente con sus manos; el sol ya retozaba en la ventana, y un colibrí revoloteaba. Hera comprendió entonces: era Zeus que había llegado para conocer a su retoño.

 EL NACIMIENTO DE LAS FRONTERAS

Babel era una ciudad próspera porque todos sus habitantes hablaban una misma lengua y acordaban lo que era mejor para ellos. Pero al percatarse de ello, y de sus intenciones  de edificar una torre que llegara al cielo, Yave, al fin dios, receloso de que cumplieran su propósito y se establecieran en sus dominios, para evitarlo, confundió su lengua, fragmentándola en idiomas incomprensibles los unos de los otros. Esto propició su dispersión, dando pie al nacimiento de las fronteras, y con ello las razas y la guerra. Pues al no entenderse se pensaba mal del vecino, generando magros entendimientos y relaciones, que concluían en rupturas lamentables.
            Esto motivo a algunos sabios a buscar formas de entendimiento para acabar con el sufrimiento que dejaban las cruzadas, teniendo como premisa que alguna vez habían hablado la misma lengua, y que juntos construyeron una torre tan alta que podían caminar sobre la luna.
            Determinados por estos datos, los sabios, concluyeron, que las suyas tenían su raíz en la lengua antigua de la gran Babel, no les sería difícil comprenderlas y parlarlas. Fue así como nacieron los primeros traductores, quienes al darse cuenta del poder que habían obtenido (pues muchos de los negocios y tratados que se firmaban pendían de sus interpretaciones), lo usaron para su provecho y así acumular enormes fortunas. Fue así como surgieron los cónsules, quienes a espaldas de sus reyes, intrigaban en la corte, produciendo resentimientos tales, que dieron paso al surgimiento de la guerra.
            Luego cuando los reyes descubrieron que no eran reyes sino vasallos, mandaron ejecutar a los cónsules: fue así como se originó el cuento de nunca acabar… que en realidad es lo que Yave quiso engendrar.

LA NIÑA Y SU HIPOTENUSA

 La sonrisa murciélago de Armando Duvalier*, apareció de pronto en mi habitación. Cargando en sus hombros a la niña y su hipotenusa (niña harina, niña de vainilla, niña de clorofila, niña brisa, niña de anilina; niña de trementina). Plantándose bajo la bombilla, comenzó a meroliquear:

-¡Damas y caballeros! Les presento al joven dinosaurio el 26 de agosto. ¡Saluda! Así… ahora brinca… enséñales la pata de pescado. Ponte el frack de merolico y la cresta de roja cacatúa. Camina en zancos. Cloc… cloc…cloc… ¡Eres tan ave, tan eléctrico, tan lancha! Un… dos… un… dos… Mira, aquí hay un niño floreciendo, famélico, quemado. No lo despiertes que se le hizo tarde.

Después de su soliloquio, me sorprendió con su canto de marimba, con sus kakekotobas, sus makurakotobas, sus tankas y con sus hai kais, y dejando a la niña y su hipotenusa sobre el sofá, lloró amargamente.
-Sí, se lo voy a contar porque estoy un poco triste:

Hermosa era mi novia
quemando su petróleo de taberna;
yo adoraba sus ostiones sin ombligo,
sus gatos y sus muelas,
sus fósforos de vidrio
y me alegra que se sepa: hasta sus piojos.
Sí, mi novia fue una bicicleta náutica
(sollozó desanimado):
¿Ve ésta carta con nenúfares callados
a la orilla anocheciendo de mis válvulas?
Todavía tienen agua las esponjas
y se abren las compuertas,
pero no me pregunte cuando fui zapato
porque no voy a sollozar por cualquier motocicleta.

Dicho esto, se alegró y comenzó a cantar:
“¡Naranja dulce, limón partido dame un abrazo que yo te pido!”…
            La niña y su hipotenusa, se incorporó del sofá y sujetando mi mano me convido bailar. En la ventana, fisgoneaba la Luna, deseosa de entrar para disfrutar también de la fiesta. Como estábamos demasiado contentos, ante nuestra desatención, la Luna, enojada, se elevó como un globo por el aire y dándonos la espalda dejó de alumbrar. Eso a nosotros nos importó un comino, y seguimos divirtiéndonos hasta que nos cansamos de tanto brincar. De repente la voz de una maribámba, marimbámbala, marimbambá resonó en mis oídos. Y él volvió a despepitar:

            Hermano grillo, dame tu rueda enamorada
            para dársela a los niños.
            Hermano erizo, dame tu cajita
            de música ambidextra
            para dársela a los niños.
            Hermano mirlo, dame tu estufa cornamenta
            para dársela a los niños.
            Hermano cocodrilo, dame tu sonaja cebollera
            para dársela a los niños.
            Hermano chivo, dame tu pistola con aire motorista
            para dársela a los niños.

            Entonces dejó de cantar. La niña y su hipotenusa, liberó mi mano y dando un salto se acomodó de nuevo en los hombros de aquel poeta. Y antes de sumergirse en la noche, recitó su despedida:

            Ya no escuchéis mis cantinelas tristes
            ni los cuentos que he aprendido en las tabernas;
            poned jacintos a las válvulas del vértice
            y carbón al mastuerzo de la flauta;
            ¡volad a la patria de la nube,
            del pájaro y la nieve,
            la estrella y la esperanza!

            Al amanecer miré a un colibrí tejiendo con hilos de aire su nidito. Entonces me trepé a mi caracol y me fui a perseguir lampos de sol en el jardín.

*Poeta chiapaneco contemporáneo de Rosario Castellanos.

 REGALO DE NAVIDAD

En una esquina solitaria afuera del metro Santa Anita de la Ciudad de México, me encontré con un viejo bolero amable y servicial, que ganaba de 80 a 150 pesos diarios: “Porque usted ha de saber, que mi mujer y yo tenemos el mal gusto de comer”. Este viejo trailero, quien ya no solía manejar, me aseguró tener un mal cerebral causado por un golpe que se propinó hace 40 años, cuando se desgajó el cerro, que hizo rodar cuesta abajo la maquina que manipulaba.
            “Somos mi esposa y yo, y bueno las boleadas apenas me dan para comer. Gracias a Dios”. Antes de concluir su labor conmigo, se acercó otro viejo, vestido con traje azul, zapatos duros y portafolios color café. Colgaban sobre su pecho un par de mariposas de distinto material acerado. “¡Buenas tardes!”, exclamó. “¡Buenas tardes!”, le respondimos. “¡Siéntese en el banco!”, le sugirió el bolero. “¿Soy banquero?” o “¿Barquero porque hace barquillos?”, bromearon ambos. “En un instante lo atiendo”, “Gracias”.
            “¿Entonces tiene cinco hijos?, pregunté para retomar la charla en la que estábamos. “Sí”. “¿Y no le apoyan con nada?”. “¡Huy, señor, estos hijos ya no son como los de antes!”. “Hace poco tuve un desaguisado fuerte con mi hija -se entrometió el del traje azul-; me dijo que cuando muriera, ni siquiera me iba a enterrar. Todo porque en mi casa el Museo de la Plancha. El día de la riña, empezó a lanzar mis planchas, y por poco mata con una de ellas al niño de una mujer que pasaba por ahí… Es verdad, lo que dice aquí el señor, los hijos ya no son como los de ayer… Y eso que es licenciada en Relaciones Internacionales… ¿Dónde quedó su educación?... Ahora sólo sirve para lucrar… Sólo les enseñan a lucrar; nada de ética y moral”.
            Terminando conmigo el bolero, el de traje azul se sentó en la silla y me preguntó: “¿Quiere que haga volar una mariposa en su mano?”. “¡Sí!”, respondí. Abriendo el portafolios extrajo un sobre: “Abra su mano…”, ordenó. Yo la abrí, y extrayendo algo del sobre, lo colocó en mi mano. Repentinamente, de la palma de mi mano floreció una mariposa, que me maravilló haciéndome reír: “¡Qué buen regalo de navidad me ha dado!”, exclamé. Y miren que me lo vino a dar justo en el momento en que mi alma zozobrada más lo necesitaba. Así es el amor que la vida tiene para nosotros. Aunque lo ignoremos siempre aparece. La mariposa voló hacia el cielo y yo la seguí con la mirada lleno de alegría. Cuando bajé la mirada para agradecer el gesto, los ancianos ya no estaban, sólo el brillo de sol refulgiendo en mis zapatos.

FE QUE OBRA

Una noche cualquiera de lluvia y prisas en la región más terrible del aire —quiero decir en la antes ciudad más transparente— abordé un taxi para ir al otro extremo del Valle. No bien había cerrado la portezuela y empezado a acomodarme en el asiento, tras hacer lo propio con portafolio y demás pertenencias, el taxista, como suelen hacer algunos de los trabajadores del volante, no sé si por curiosidad, rutina o simplemente para combatir el aburrimiento, comenzó a hacerme plática:
— ¿Ya de chambear?
— No.
— ¿Entonces...?
— Voy a una reunión.
— ¿A una reunión? Ah… Cuando yo viví en los Estados Unidos me mandaron a muchas reuniones... es que bien seguido la policía me agarraba emborrachándome en la calle… y allá eso está muy penado… me decían: “Te vamos a mandar a las reuniones, a ver qué aprendes”. Y así me la pasé ocho meses. Cuando me llamaron para que les contara lo que había aprendido, contesté que nada. Luego, luego me ladraron: “¡¿Pero, por qué?!” Pues era sencillo: ¡por que yo no sabía hablar inglés!
— Ajá… —musité, con más resignación que interés. El taxista, lejos de desistir, continuó entusiasmado su relato.
—“¡Oh, no! ¡Tienes razón! ¡Aquí no hay grupos donde se hable español!”, dijeron… Y que se les prende el foco y me dicen: “¿Por qué no creas uno? Nosotros te apoyamos”. Y entonces me mandaron a formarlo. ” ¿Y yo qué chingaos sé de cómo hacerlo, de qué voy a hablar, o qué voy a decir?”. Pensaba… aunque ya había leído el Libro Azul —es el libro donde algunos compañeros que han salido del alcoholismo cuentan sus experiencias, desde cómo se enlodaron, y luego cómo dejaron de beber—, aun así se me dificultaba. Pero ni modo, ésa era mi condena y tenía que cumplirla. Las autoridades me dieron un localito. Los primeros días no acudió nadie… y para no estar ahí de a solapa, invité a mi compadre Chava. Nos la pasábamos “chupando”. Pero conforme pasó el tiempo, y casi sin darnos cuenta, empezamos a hacer otras cosas… comenzó a llegar gente. Mi compadre Chava me preguntó que cómo le íbamos a llamar al grupo. A mí se me ocurrió: “La fe que obra”. ¡Ándale, que así se llame!, me dijo, y así le pusimos.
Hoy “La fe que obra” es una de las organizaciones de Alcohólicos Anónimos más fuerte en los Estados Unidos, y mi compadre Chava, que era un vago, un golfo que cuando se embriagaba se dormía en su propia mierda, ahora es su presidente.
— ¿Por qué “La fe que obra? -le pregunté al taxista.
— Porque en el Libro Azul que le decía, el de las experiencias de compas que han dejado de beber, leí que para lograr eso hacía falta mucha fe… y… pues… cuando la gente deja de beber, lo que obra es la fe. Por eso me gustó ponerle “La fe que obra”.
Asentí con la cabeza. Le indiqué girar en una avenida para evitar el congestionamiento vial del centro. El hombre continuó con su narración:
— Cuando las autoridades se dieron cuenta de que el grupo estaba funcionando, nos mandaron gente de Nueva York, de Arizona, de California… y luego, de todo el país. Llegaba mucha gente muy madreada por el alcohol y las drogas. Así fue como conocí a Paul y al Gitano. El Gitano era un tipo que conocía todo en la vida: el infierno y el placer. Había estado en lo más podrido, en la mafia, en el estiércol. Cuando hablaba y nos contaba sus experiencias nos hacía llorar a todos. Decía las cosas tal y como son: “¡No se hagan, hijos de la chingada… no me quieran ver la cara de pendejo… ustedes saben que la coca, que el alcohol son peor que el puto diablo. Díganmelo a mí, que le he metido a todo, y que por hacerlo he perdido la dignidad… he sido un culero con mi familia; por seguirme drogando, un día le pegué a mi madre… para quitarle los pocos dólares que tenía, para comprar droga… es más, he dado las nalgas por una pizca de algo; de marihuana o cerveza… sí, me han cogido… ¡Y no se hagan pendejos, que a ustedes también se los han cogido…! y si alguno lo niega, ahorita mismo le hacemos la prueba de la harina, y verán cómo le salen más de quince pliegues.”
— ¿Y en qué consistía la prueba de la harina?
— Te hacían sentar el culo desnudo en un monte de harina… no había falla… cuando el culo está limpio se forman tres o cuatro pliegues; pero si no… es señal de que ya has dado las nalgas para seguir la peda… El Gitano nos hacía llorar a todos, pero la que más nos zarandeaba era la madrina Aurora, ésa sí que era claridosa: “¡No se crean tan buenitos; todos ustedes son una basura, unos ojetes… igual que yo! ¡Tú, mamón, crees que no me doy cuenta cuando te robas las aportaciones de los compañeros para comprarte la mierda y hartarte de ella!”. La madrina Aurora se prostituía en el Bronx para conseguir lo suyo; no le importaba que se la cogieran en la calle o en el auto… donde fuera, con tal de conseguir unos dólares para la botella.
Ahí en “La fe que obra” vi y conocí muchas cosas, muchas historias, como la de Paul, que estaba en la Death Rowt, “la fila de la muerte”. Ese güey decía: “mejor no hubiera tragado la piedra, entonces no estaría aquí en la Death Rotwt: yo pensé que nada más me iban a dar los noventa días de costumbre, pero cuando me dijeron la sentencia, que estaba en la fila, dije que por qué si yo no había hecho nada; yo sólo recordaba que mi esposa y yo discutíamos, y que una día la amenacé con un sable, pero nada más para asustarla. No recordaba haber cumplido mis amenazas… y allí me dijeron: ¡Pues sí, lo hiciste, la destazaste! ¡También mataste a tus hijas, a tu suegra; y tu suegro murió camino al hospital! ¡En total mataste a ocho… y tu sentencia es la muerte!
Cuando me regresé a México, por que murió mi madre, el Paul ya estaba casi al final de la Death Rowt. Seguramente ahorita ya lo inyectaron… En “La fe que obra”, el principio fue muy duro, pero luego empezaron a llegar los dólares y ya no dependíamos del pan gratis: porque allá en los Yunaites hay tiendas donde te puedes llevar todo el pan que quieras sin pagarlo, siempre y cuando te lo comas. La última historia que supe de “La fe que obra” fue la del Mauricio y su esposa: era Navidad, y ellos se atascaron de “piedra”. El Mauricio le dijo a su vieja: “¡Vamos a festejar la Navidad!” Entonces se pusieron a preparar el pavo, le pusieron especias y un montón de cosas. Ahí estaban los dos, muy contentos dándole a la cocinada. Prendieron el horno, y cuando estuvo listo, metieron el pavo… Al rato llegó la policía. Los vecinos la habían llamado por que de la casa salía un olor muy extraño y ¿qué cree?, ¡que el pavo era su bebé…! ¡Estos cabrones hornearon a su hijo! ¿A qué olerá la carne humana cuando se está quemando? ¿Quién sabe?
A éstos nomás les dieron tres años de cárcel, porque los jueces dijeron que eran men’s laugther, que no sabían lo que hacían… Oye compa, ¿y cómo se llama el grupo donde te reúnes?
—No, yo no pertenezco a ningún grupo de alcohólicos, voy a una reunión con unas amistades.
— ¡Ah, bueno! ¡Tú me dices dónde te dejo!

DECEPCIÓN

 Tacones rojos, minifalda, escote amplio. Bajo un sol abrazador. Ella iba a lo que iba y no se le escaparía. Estaba hermosa, excitante. Su boca en llamas, sus ojos chispeantes, su celo álgido.
Miró su reloj y dijo: “aún no es hora”. A los pocos minutos su sonrisa se iluminó cuando lo vio llegar. El reencuentro fue lascivo. Se acariciaron, restregaron sus cuerpos. Los tacones rojos de puntitas. La minifalda descarada. El escote resonando de suspiros. ¡Vaya momento! El pasó sus manazas sedientas por sus nalgas, por su espalda, por sus hombros.
¡Vamos! Dijo ella. El detuvo un taxi y lo abordaron. Al otro día lo encontraron muerto en un hotel: con un tacón en los testículos y otro en el corazón. Y una frase escrita en su pecho: “Por qué nunca me dijiste que eras estéril”.  

UN ANGEL NOCTURNO EN EL ZÓCALO

“La muerte no existe”. Dijo aquel hombre, quien hasta el momento había permanecido abstraído en la lectura, mientras un par de obreros discutía acaloradamente, acerca de la posibilidad de que el gobierno los reprimiera por el plantón frente a catedral. Luego, cerrando las pastas de su pesado libro, comenzó a contar una historia con la cual justificó su dicho: Era una noche como la de hoy. Yo regresaba del trabajo. Para llegar a mi casa tengo que cruzar un puente. A mitad de éste un par de tipos se interpuso en mi camino amagándome con una pistola. Danos lo que tengas si no te lleva la chingada. Me dijeron. Como en esa ocasión no me encontraba de humor para entregar lo que me había costado tanto esfuerzo, les contesté: Pues quítenmelo si pueden.
Las soeces de los ladrones subieron de tono, y el de la pistola la puso en mi cabeza. ¡No te hagas el pendejo y dame lo que tengas! Por mí puedes disparar si quieres, además la muerte no existe. Al escuchar esto, el tipejo volvió a exclamar: ¡Pues ya te llevó la chingada! Y apretó el gatillo del arma, que cebó su disparo. Fueron varias veces las que intentó detonarla, pero en todas se frustró.
Ya les dije que la muerte no existe. Y no sé qué vieron en mí que les dio por echar a correr. Cansado por el azogue terminé de cruzar el puente y llegando a mi casa me tumbé sobre la cama para dormir a pierna suelta.
Una vez que terminó su historia aquel hombre de gabardina negra, se incorporó y despidiéndose de nosotros se internó en la noche, en la cual se esfumó como el aroma de un fantasma.












































Comentarios

Entradas populares de este blog

LAS CUITAS DE UN AJOLOTE: RAYMUNDO COLIN AXOLOTL

DANIEL MANRIQUE/PERIÓDICO EL DÍA