LAS CUITAS DE UN AJOLOTE: RAYMUNDO COLIN AXOLOTL

LAS CUITAS DEL AJOLOTE

                 RAYMUNDO COLÍN CHÁVEZ "AXOLOTL"            


 

PRELUDIO AL AJOLOTE

 El llano se encontraba dentro de una cuenca oscura. A los lejos se veía la ciudad de México; oasis de luz en el desierto, espejismo al que todos los días millones de sobrevivientes asisten para alumbrar sus sueños. La esperanza se percibía borrosa. Distante se vislumbraba el tiempo en el que las casuchas y sus moradores tuviesen un lugar donde la flor emergiera del fango y del salitre. Ahí sólo crecían hambre y degradación, dramas cotidianos y jiotes en carne y alma. Panorama de perros pudriéndose bajo el sol; perros radiográficos y sarnosos alucinando su alimento en las piernas de la gente; perros dislocados por la rabia y la canícula, perseguidos por colonos infrahumanos para lincharlos a palos y así escarmentar a los demás perros, los cuales se escurrían como ánimas en pena hacia los jacales.
         Odio y agresión eran algo cotidiano en aquella cuenca. ¡Cuánta muerte dejaron a su paso! Esto sucedía en aquel llano atestado de pobreza, donde las almas pululaban cremando su impotencia, maldiciendo haber sido marcados por el abandono. Amamantados por un matriarcado constructor de un pueblo que le aúlla a la vida.
         Entonces comíamos los desechos que arrojaban de los mercados de San Juan y la Romero. Como pordioseros, sacando lo comestible para acallar nuestras lombrices. Tragábamos los restos de botana en las pulquerías, también algunas veces anélidos de agua puerca y renacuajos de los charcos, que sabían salados, a carne de ostión. Recogíamos huesos de perro putrefacto y alambres en los baldíos –les raspábamos la herrumbre con los dientes para verificar si era cobre-, latas de aluminio, cartón, fierro, papel, vidrio y como onagros, cruzábamos las dunas de los camellones, cargando sobre nuestras espaldas los costales con la pepena del día: del Bordo de Xochiaca a las Fuentes, de las Palmas a la Fuentes, bajo el pesado sol y entre densas tolvaneras; sudando por la frente y por el ano, para ganar unos quintos con Don Chucho, quien nos pagaba a mitad de precio lo recolectado, pues según él, los niños no requieren más dinero que un adulto.
         A veces, en lugar de ir recoger basura, lustrábamos zapatos o vendíamos chicles o paletas en las calles y en los chimecos; o bien, pepinos, naranjas, jícamas, roña de rábano y de zanahoria sobre una mesa a la puerta de mi casa.
         Era la manera de ayudar a mi madre, para que no se moliera en el lavadero y dejara de guiñar el ojo al tendero; o para no verla abordar el guajolotero a la Merced, y entre diablos, cargadores y marías, dejara de esperar a mi padre, que cada tercer día le aventaba una limosna para los gastos domésticos. Así se enfrentaba la vida en la “Panza del Coyote”.

         Con un palo abría el estiércol que arrojaban del establo para ver bullir los pinacates, quienes al ser descubiertos, se volvían a enterrar. Los pinacates son insectos negros a los cuales se les confunde con las avispas, cuyo piquete es doloroso. Cuando columbraba un pinacate trepando por mi cuerpo, lo tiraba y lo machacaba repugnándome de su pestilencia.
         El excremento de vaca, como el lodo que pisaba cotidianamente en las calles de mi infancia, se amoldaba a mis zapatos. Al buscar a los pinacates, se adherían a mi ropa gusanos de la muerte: miles de gusanos espumando en la mierda y en la carne descompuesta de perros. Una ciudad de gusanos, y yo, un pinacate más.
         El olor a pinacate destripado es insoportable. Mas los gusanos de la muerte no me causaban tanto asco como los frascos de lombrices que exhibían los merolicos en la plaza de la Soledad.
         A veces los perros hambrientos tragaban restos de su especie, que en esos años había por montones en baldíos y camellones. Sus hocicos se recubrían de gusanos y como si reprocharan mi intromisión, gruñían para darme a entender su apetencia desesperada.
         Cierto día una pareja de borrachos se acercó al montón de basura donde yo me encontraba. Buscaron en ella, sacando una bolsa con sobras. Se me quedaron viendo. No hice caso. Uno de ellos rompió la bolsa impacientado y zampó los desperdicios; el otro se la arrebató e hizo lo mismo. Me acordé de los perros. El primero levantó un papel y limpió su boca, el otro lo imitó. Trastabillando se alejaron de la basura, bajo la mirada desaprobatoria de la gente.
Con el costal lleno de pepena sobre mis hombros, me perdí en la llanura borrosa por la tolvanera, pensando que a la noche miraría las estrellas.


 EL NACIMIENTO DEL AJOLOTE

El último transporte de la noche avanza dando tumbos sobre la terracería, perseguido por una turba de ladridos.
-¡Hazle la parada, viejo!
El camión se detiene y la pareja trepa acomodándose al fondo.
-¡Cierra la ventana pa’que no me pegue el frío, Pedro! Ordena la mujer. Pedro obedece y sentándose a su lado, pregunta:
-¿Cómo te sientes, gorda?
Regados en los demás asientos, varios obreros del tercer turno rumbo a las fábricas, dormitan sus cabezas en los cristales. El chimeco vuelve a detenerse, para que lo aborden un par de parranderas, luego continúa su viaje. Las noctámbulas ríen y alburean. Sus risotadas irritan a los trabajadores, quienes pretenden callarlas. Pero las mujeres no hacen caso y prosiguen con su bullicio. Los asalariados, más cansados que molestos, guardan sus reclamos.
         El vehículo se zarandea y la mujer grita apretando su vientre:
-¡Yo creo Flaco, que ya no llego al hospital!
-¡No le hagas Gude, pérate que arribemos a la Zaragoza y a’i tomamos un taxi que nos lleve al sanatorio, pa’ que te atiendan los doctores!
Una de las noctívagas, al escuchar la plática, se entromete:
-Sí, seño, amáchese un poquito. ¡A ver mana, pásame la botella pa’que aquí la amiguita se eche un pegue y se le duerman los dolores.
Gudelia contesta:
-Muchas gracias, señora, pero ‘orita no puedo beber.
-Ta’ suave mi reina, tú sabes lo que sientes.
La ebria, después de sorber de la botella, se aleja. La embarazada aprieta los dientes; Pedro toma su mano y se la acaricia. La charchina brinca sobre las piedras, y a cada reparo, el cuerpo de Gudelia se contrae dejando escapar fortísimos pujidos que tensan el ambiente.
-¡Pídele al chofer que vaya más despacio, viejo! ¡Que este chamaco ya tiene muchas ganas de nacer!
El viento se columpia en la telaraña de alambres que se extiende en la colonia, crujiendo los postes. Mientras los gatos llaman a las gatas al sexo doloroso en las azoteas. La música y el ambiente jocoso de quienes se divierten en una fiesta, llaman la atención de las damas de la francachela:
-Mira nomás que bailongo se traen esos mana.
-La pachangueada que se están dando.
De pronto Gudelia sueltan el alarido:
-¡Ay, Virgencita Santa, Ay, ay, ay,ay...
Todos los pasajeros miran hacia donde se encuentra la pareja. La gestante se retuerce en el asiento.
-¡Deténgase señor, que mi vieja ya va a dar a luz!
El conductor oye las súplicas y detiene el camión. Pedro extrae su paliacate y con el limpia el sudor que se precipita en la frente de su esposa. Sobrepuesta de la impresión, una de las trasnochadoras se acerca a socorrerla:
-¡Cálmate, chulita, ‘orita yo te ayudo, pero cálmate!
Todo sucede en una partícula de eternidad, ante la mirada absorta de los que se hallan en el autobús.
-Ten, empújate un trago pa’que se te aletargue la punzada.
Con las piernas bien abiertas, Gudelia puja y puja hasta que la mollera del pequeño se deja ver. Entonces la teporocha lo jala. Ya a la intemperie, planta una nalgada al recién nacido, haciéndolo llorar.
-A ver hombre, dame tu chamarra pa’ tapar al guachi. Pedro obedece. La ajumada envuelve con ella al escuincle y lo entrega a su madre. Esta, al ver que el cordón umbilical aún cuelga de la panza de su hijo, ordena a su esposo:
-¡Córtale con tu navaja la tripita y luego fájalo con tu paliacate pa’ que no se lastime!
La parrandera se retira con la botella de licor pegada a su boca. Una vez de hacer lo que su mujer pidiera, Pedro enciende un cigarro y lo chupa con desesperación. El bebé se comienza a contorsionar en los brazos de su madre. Uno de los obreros, al verlo, exclama:
-¡Mírenlo como se retuerce, parece un ajolotito.


TENÍA TERNURA POR EL OJO DE VIDRIO

Cuando mis padres colonizaron Nezahualcóyotl, la imaginación era entonces algo esencial para no aburrirse ante la falta de otras distracciones. Nos pasábamos la noche a la luz de las velas, escuchándola narrar invenciones fantásticas que recreaban la soledad de nuestras vidas incrustando los personajes en estos llanos. Cuántas leyendas de aparecidos nos contaba ella, en un esfuerzo por arrebatarnos el hastío.
         Todavía al acordarme me da miedo la leyenda de La Llorona, que se le apareció a mi tío Luis, una noche en que este andaba de borracho. La historia del Charro Negro, que se dejaba ver en los barrancos y era el diablo. El mito del arcoiris, o pacto de Dios con los niños para que no cayera otro diluvio: éste me lo contaba mi madre, cuando caía una tempestad sobre la colonia. La leyenda de La casa de la víbora chupachichis, o el cuento de bruja que se quitaba los miembros y se convertía en pájaro malo para chupar la sangre a los niños.
         Mi madre suspiraba profundamente mientras perdía su mirada en la nostalgia, en un intento por retener un origen que se le desgarraba cada vez más.
         Un día mi abuelo le compró una radio de pilas, y de nueva cuenta la ficción fue protagonista: imaginar a Julián Gallardo el redentor, cabalgando en su leal caballo Rayo de Plata, combatiendo la injusticia. Mi madre me chanceaba diciéndome que era yo vástago de Kalimán: una semana me la pasé presumiendo de ojos azules.
         Aunque era un malvado, tenía yo ternura por El Ojo de Vidrio, que temía más a su esposa que a la ley misma; ante ella su chaleco de malla era un simple trapo.
         El domingo era día de escuchar a Cri-cri e ir a la iglesia, después la función en el cine Lago: Capulina, El Santo, Blue Demón y Huracán Ramírez, Tin Tán, entre otros antihéroes, pero a mí me seguía gustando más lo que brotaba de mi fantasía. De niño no me percataba de la miseria ni de la condición social en la que vivíamos, a todo le encontraba goce. En los charcos pesqué lo mismo microbios que ranitas, y construí cuevitas en la tierra para mis trenecitos de piedras; la imaginación… fue mi niñez.
         Un día mi hermana Guadalupe, apretándose la tripa, dio el enganche para una televisión. Yo tenía once años y me gustaba jugar timbiriche con Lilia. Con la tele entraron a mi casa Cachirulo y el Chocolate Expréss de Caqui la Ratita. Entonces ya no me dio por soñar locuras, ni volar papalotes o irme a revolcarme echando cascarita con mis amigos, sólo cambié la fantasía por la televisión.


 EL CHICHARRONERO

Antes de caer el sol, se instalaba en chicharronero en la esquina de la calle. Una multitud de infantes se le arremolinaba. El viejo los miraba indiferente, sentado en un huacal tembleque, debajo de su sombrero de paja decolorada; con sus ojos café oscuro pequeñitos, de grillo acongojado, parpadeando en su rostro requemado y campesino.
         Pensarían los vecinos que este tenía buena venta, por el alboroto de los niños, que latosos, se empujaban y se decían majaderías. Pero no era para comprar, sino para poder competir en el concurso que consistía en aguantar tres coscorrones del anciano, a cambio de un tronador preparado con chile piquín nadando en jugo de limón podrido.
         El chicotear de los árboles por la tolvanera, el rugir de los chimecos, la algarabía de los casacareros en el camellón marcaban el ambiente.
         Uno por uno fueron pasando los escuincles, agachando la testa y cerrando las pestañas, para que el malora de Don Dial les estrellara el puño en su piojera; pocos soportaban los punterazos del vejete, pues este poseía un uñón de miedo, parecido a una piedra negra y puntiaguda, enterrada en su pulgar derecho, que al golpear los cráneos, se asemejaba al aguijón de una abeja por el dolor que producía. Poco a poco menguaba la fila; aunque algunos declinaban antes, al observaban como los que ya habían sido aguijoneados se retorcían en la acera ante la mirada de placer de aquel decrépito verdugo.
         El vendedor, sin remordimiento alguno, machacaba las pelusas de los mocosos, pero cuando tocaba el turno al Ajolote, este cambiaba la expresión, pues conocía muy bien la resistencia del chamaco. La mano del chicharronero se levantaba y ya con suficiente impulso, el necesario para hacer mella, asestaba su uña negra en las liendres del flacucho; este sólo apretaba los dientes esperando el siguiente cocotazo. Enojado por el aguante del Ajolote, Don Dial tomaba más impulso y como si fuese un enjambre de abejas le soltaba de corrido seis piquetes más, y el chaval, ¡cómo si nada! Los demás niños le echaban porras, lo que molestaba al ruco, pues entendía que se burlaban de él. Entonces se erguía sobre su huacal para que el cachiporrazo cayera con mayor fuerza en la tatema del acuoso. Con la expectativa general en su punto ¡zaz! Caía el marrazo, y el costroso como si nada. La euforia de los párvulos era total y el Ajolote, en su imaginación se sentía el Vengador Descalzo que derrotaba a la temible Momia chicharronera, azote de los hambrientos niños de los llanos.
         -¡A’i que muera!- decía el chicharronero, aceptando que con la sesera del antihéroe no podía. -¡Agarra los que quieras y ya déjame vender, que ni siquiera he podido reponer el dinero de los cueros que te tragas!
         Acercándose al canasto, el Ajolote afianzaba varios chicharrones, los demás críos intentaban quitárselos pero el jiotudo se les escabullía y echaba a correr hacia su casa para compartir el premio con sus carnales, quienes le arrebataban la comida que devoraban a dentelladas. Al verlos zampar el Ajolote se envanecía, y amarrando un cacho de cobija a su cuello, a modo de capa, con un palo de escoba en la mano izquierda, trepado sobre una silla lanzaba su grito de batalla: ¡Chile, tortillas, frijoles, chín chín pa’ todos los cabrones! Pues sabía bien que ningunas uñas negras, ni tampoco verdugos encajosos impedirían que llevara de yantar a sus hermanos.



EL MISTERIO DEL VIOLÍN

No sé si era un Stradivarius o uno de esos violines toscos y rayados que suelen pulsar los músicos de pueblo. Yo nunca lo miré personalmente, pero me hacían creer que se encontraba en ese cuarto de vecindad que solía ocupar mi padre en sus ratos de descanso, después de comprar la mercancía para su negocio: “Siempre que puede, lo toca”, me decía la viejecita merolica que resguardaba la entrada de la vecindad. Yo, conociendo como era mi padre, me negaba a creerle que tuviera ese don, pues este era un hombre hosco que no mostraba ni una pizca de sensibilidad; un individuo al que sólo le incumbían los asuntos y las cosas que le dejaran plata: en verdad ni por aquí pensé que le gustara el arte –en la adolescencia, cuando le enteré de mi interés por dedicarme a la música, este me gritó enojado: ¡De mariachi te vas a morir de hambre!-.
         Bueno, el caso es que me sorprendió tanto lo del violín, que por poco le pregunto de que si era verdad lo que me platicaba la vieja de él. Pero reculé previendo un “que te importa” de su parte.
         Transcurrió el tiempo, y en mi cerebro me daba vueltas lo del violín, las características que tenía, su color, la sonoridad que producía… En mis sueños veía a Pedro Paganini dando un gran concierto en el patio de mi casa. Tal era mi delirio por conocer aquel violín que hasta enfermé un día.
         Hoy que vuelvo a ver a mi padre, después de tantos años de ausencia, me parece mirar la ventana del cuarto de vecindad, donde me contaban que este, al tocar el violín, se transformaba en el ser sensible que jamás pude conocer.


 EL SUAVECITO

La Terminal se encontraba abarrotada y los murmullos de los beodos invadían los oídos de los transeúntes. En el apartado de mujeres se dejó escuchar la voz de La Señorita:
--La verdad muchachas es que yo ni a señorita llego. Me pusieron ese apodo porque desde que enviudé siempre visto de luto y con mi chuchito al pecho, pa’ que me cuide y no me carguen los demonios. Todos dicen que soy muy beata, pero ni les crean, pues yo también, como todas ustedes, he tenido mis aventuritas.
         El Ajolote, sentado en el mosaico aserrinado, paraba oreja mientras su madre y la Picochulo atendían a la confesión de su amiga, a la par que bebían un rico caldo de oso curado con alfalfa. El chimuelo masticaba barrilitos de anís, obsequio del jicarero por cada tanda de pulque que consumían las mujeres.
         --Sí muchachas, yo también he tenido mis deslices, pero sólo un hombre me ha robado el corazón.
         A La Señorita se le quebró la voz al decir esto, y sus ojeras se encharcaron. La madre del Ajolote la consoló:
         --Ya mana, no te agüites, anda, bebe tu palquito pa’ que no se te seque el gaznate y nos sigas contando.
         --¡Sí, niña, dinos tus penas, pa’ que no te las tragues tú solita! Exclamó Picochulo palmeándole la espalda. La Señorita, apartando el lloro de sus rostro, continuó sus cuitas:
         --Vivíamos allá en la Aurora, en un terreno que nos agarramos con los paracaidistas. Él era muy leña conmigo. Teníamos un jacalito que me fincó porque me quería: “¡Ándele mi Rosita, mire nomás que chulada de casa le estoy parando, pa’ que no diga que no la amo”. Me decía brillando un diente de plata en su sonrisa. Era a todas emes conmigo. En las tardes cuando regresaba de chalanear me llegaba con palquito y guachiringa, dizque pa’ que se me chapearan los cachetes como a La Valentina.
         Los domingos nos íbamos de pata de perro a visitar las sietes casas; yendo de pulcacha en pulcacha, tomando neutle y bailando pegaditos al son de la sinfonola. Me abrazaba suavemente, volando sus manos callosas sobre mi cintura, como si no quisiera tocarme o estuviera hecha de papel de china o de alas de mariposa. Yo sentía re-bien bonito, como una princesa moviendo el bote con su príncipe.
         Él era muy galán conmigo, por eso le puse El Suavecito, nunca me pegó y cuando algún briago se quería pasar de listo conmigo, él se encanijaba y se lo ponía parejo, pues decía ¡Aunque borrachos, a las damas se les respeta! Así era mi Suavecito, un hombre respetuoso y gallo pa’l trompón. Lo quería yo mucho, como nunca he querido ni querré a otro. Él era mi viejo, mi pior es nada, mi consuelo pa’ las penas de este charqueral.
         La Señorita interrumpió su monólogo al instante que de sus párpados caían gruesas gotas de llanto; las demás hembras, absortas, esperaban el desenlace de su relato y restregaban sus manos en la mesa. La Señorita, alargó el suspenso al beber del jarro de tlachicotón para bajarse el nudo del sentimiento que no la dejaba terminar. Un borracho entró al apartado balbuciendo clemencia:
         --Disculpen la molestia, madrecitas, pero ya ando bien briago, ¡disculpen!, y si no se enojan quisiera de favorcito me regalen una moneda, pa’ jambarme otro palquito
         La Picochulo metió mano a su monedero, sacó un peso y lo entregó al naufrago. Éste apretó la moneda y agradeciendo, salió del apartado. Fue entonces que La Señorita dejando el jarro sobre la tabla, con voz grave, volvió al hilo de su pasado:
         --Así era mi Suavecito, un chavo bien chiro, de esos que ya hay pocos, pero me lo mataron, muchachas, me lo mataron unos jijos allá en la Perla; lo cocieron a puñaladas los desgraciados porque se quisieron pasar de tueste conmigo y mi viejo no los dejó. Los muy perros se dieron a la fuga y él se quedó tirado en el piso, desangrándose a borbotones. Yo me abracé a su cuerpo. Él me miraba como si estuviera muy cansado, como si hubiera velado durante años. Se moría. Yo gritaba enloquecida: ¡No se muera mi Suavecito, no se muera! ¡Que si se muere, después con quién voy a empujarme mis pulques! Pero él ya estaba en las últimas y apenas alcanzó a decirme: ¡A’i le dejo el jacalito, mi Rosita, pa’ que no ande de arrimada y a los tres días apeste; a’i se queda usté solita, pero nunca deje que nadie la maltrate, porque aunque probes también valemos!
         Mi Suavecito tragó una última bocanada de aigre, recargó su cabeza sobre mi pecho y murió el pobrecito.
         Las lágrimas de las tres mujeres llovían copiosamente sobre la mesa. Un largo silencio marcó la pausa a tan dramático recuerdo. Las señoras, sin cruzar palabra, entrelazaron sus manos como signo de que el dolor nada podría contra ellas. Entonces La Señorita, momentáneamente sobrepuesta a su amargura, levantó el jarro. Las otras la imitaron. Entonces dirigiéndolo al pedazo de cielo que asomaba en el respiradero, brindo sonriente:
         --¡Brindo por ustedes, muchachas, que como yo andan de borrachas para no acordarse de sus penas, y por mi Suavecito, que yo sé que allá en la gloria, ‘orita se ha de estar echando sus pulques con San Pedro! ¡Salú, mi Suavecito!



EL ACCIDENTE

Ahora sí ya tengo una tumba para llorar
            (Chachita: Nosotros los Pobres)

Como todas las mañanas, el Ajolote y sus hermanos esperaban a que su madre regresara de la María Elena con el pan, para devorarlo reblandecido en café o en té de hojas de naranjo que a falta de leche, les servía en el desayuno.
         Doña Gude ya se había tardado más de lo normal, y las tripas del Ajolote y las de sus carnales gruñían como si fuesen cocodrilos. El flacucho, desesperado, se levantó para ir en busca de la doña, y apurarla por si echaba perico con alguna de las vecinas; pero apenas dio unos pasos y ella entró al jacal, pálida, con el rostro desencajado. El charal preocupado, le preguntó:
         --¿Y ora qué tienes, jefa?
         Doña Gude, con los labios temblorosos, exclamó:
         --¡Mataron al hijo de doña Imelda. Fue un chimeco. Ahí está tirado cerca de la panadería con la cabeza destrozada. Iba a trabajar, pero al intentar treparse al camión, se le atoró el pantalón en una de las llantas arrastrándolo varias cuadras. Quedó mal herido, pero el chofer regresó el carro y lo remató! ¡Desgraciado!, como uno vale menos muerto. Pobre Doña Imelda, está toda loca, si no le hubieran quitado al cafre seguro que lo despelleja. Rompió toditos los vidrios de la charchina. Pobrecita, es lo único que pudo hacer, porque de seguro el asesino de su hijo dando lana sale de la cárcel. Acuérdate de la chiapaneca; a uno de sus niños también lo amoló un chimequero y hasta la fecha no le han dado un solo peso, ni el entierro pagaron, y dicen que él que lo atropelló anda muy campante, mientras ella sigue peleando para ver si le dan algo; con eso de que aún debe lo del funeral se las está viendo pero si renegras.
         El Ajolote corrió al lugar del accidente y quedó impávido al mirar el cuerpo de su amigo Quico, prensado entre las llantas traseras del autobús. La impresión le duró toda su infancia.


 BAÑEN AL GENERAL

Todas las tardes, con su cobija al modo gaucho, llegaba a la casa del Ajolote. Después de vaciar sus intestinos, se lo pasaba sentado en una piedra, meditando quién sabe que cosas hasta ya entrada la noche.
         Doña Gude lo consentía, más por compasión, ya que el General, además de mal hablado hendía a muerto, ¡Nunca se bañaba! Y cuando la doña lo conminaba a hacerlo, el anciano, gorgoreaba mentadas de madre y se escabullía apresurado hacia la calle.
         --¡Viejo cochino! Le gritaba enojada la señora. ¡Pero a la otra no lo dejo entrar!
         Sin embargo la nobleza de Doña Gude era enorme, y el General volvía a entrar al jacal con todo y su pestilencia. Aunque ella no reculaba en intentar persuadirle que se bañara. Un día, cansada de rogarle tanto al anciano, ordenó al Ajolote y al Cola de Burro que lo bañaran. Los pícaros obedecieron de plácemes.
         Antes de que arribara el cacahuatero, metieron cubetas con agua al baño y se parapetaron dentro para esperarlo, y cumplir con la encomienda que su madre les había impuesto.
         El General entró apresurado al excusado y bajando sus pantalones se sentó en la taza: sólo se percató de la presencia de los chamacos cuando estos rezongaron por el olor nauseabundo de su deposición.
         --¡Trinche General, quítale las plumas al pollo antes de comértelo!
         El vejete, sorprendido por la presencia de los diablillos, arqueando sus cejas, preguntó qué se les había perdido. Estos no le respondieron, y sin más ni más le arrojaron un jicarazo de agua. El General intentó huir, pero el Ajolote aprisionándolo con sus brazos lo inmovilizó, pidiéndole que no intentara nada porque sino lo amarrarían. El anciano, cansado de forcejear, se resignó a su suerte. Entonces los cara dura riscando los dientes perversamente, lo empezaron a desnudar. Al sentir la primera andanada de agua, el General empezó a tiritar. Esto no impresionó a los escuincles, que como si estuviesen lijando una tabla, pasaron el estropajo, con fuerza, sobre su cuerpo. Ya cumplida su misión, los pillos, en recompensa, pidieron a su madre permiso para salir a jugar una cascarita. Esta se los concedió.
         Mientras tanto, el General, sentado en su piedra, temblaba de escalofrío espantosamente.
         --Mira como está temblando el señor, madre. Señaló Silencioso.
         --Ahorita se le pasa, no te preocupes. Quién sabe cuántos años tenía sin bañarse, el sucio. Qué diosito me perdone, pero era la única manera de quitarle la pestilencia.
         Pero al General lo tuvieron que hospitalizar, y al Ajolote y al Cola de Burro ya mero los encarcelan por haber atentado contra su vida. Ante esto Doña Gude quedó escarmentada y ya nunca volvió a decirle al cacahuatero que se bañara.
         El General vivió acompañado de su hediondez hasta su muerte. Como nadie reclamó su cuerpo, los  de la morgue prendieron fuego a su mugre.
         --¿Cómo se llamaba? Quién sabe. ¿Quiénes eran sus familiares? No se sabe. –comenta Doña Gude a su amiga La Picochulo-. Aunque venía a la casa todas las tardes, nunca supe nada de su vida, ni de donde venía. Dicen que un día se quejó de unos muchachos lo molestaban, pero que él ya sabía que hacer, que se cuidaran porque él ya debía algunas vidas, y otras más no le caerían mal. ¿Qué habrá hecho el santo señor? Quién sabe? Pero si algo debía, pues ya lo pagó, porque eso de morir lejos de su tierra y de los suyos, es triste. A mí me daba mucha pena, y no creas amiga, su fallecimiento me afecto. Todavía cuando paso por donde vendía sus cacahuatitos, parece que lo veo espantando el mosquerío, que como buitres, volaba sobre sus tobillos ulcerados. Por eso mana, cuando te encuentre a uno como él, no le des la espalda; a lo mejor es el esposo o el hijo de alguien que aún llora o murió pensando que la ingratitud del mundo todo se traga.
         --¡Allá nos vemos mi General!


EL AJOLOTE VENCE A LA VIBORA DE AGUA

Doña Gude quemaba palma bendecida para ahuyentar la granizada que caía sobre la colonia:
         --¡Si no amaina el aguacero, tendrás que cortarle los hilos a la víbora, mi’jo!
         El flacucho al escucharla, preguntó:
         --¿Qué es eso jefa?
         La Doña, esparciendo el humo de la palma encendida en la lluvia, contestó:
         --Cuando la tempestad trae mucho aire y granizo, es que Diosito soltó a la víbora de agua, y para evitar que ésta nos ahogue, un angelito debe de enfrentarla y cortar sus hilos pa’ que muera.
         El Ajolote, después de oír  las explicaciones de su madre, miró al cielo buscando entre las nubes. El aluvión cada vez era más potente, y el viento doblaba las copas de los árboles hasta casi hacerlos besar la tierra. En eso el chamaco creyó ver a la víbora: su cabeza era una nube negra que al abrir sus fauces dejaba escapar sus bramidos.
         --¡Méndiga víbora, ni creas que te vas a salir con la tuya!
         Retó el Ajolote, quien para entonces volvió a ser el Vengador descalzo de los llanos. Su madre, al percatarse de que la humareda de la palma no menguaba la tempestad, llamó al mocoso, y poniendo entre sus manos un cuchillo, lo mandó a enfrentarse con la víbora:
         --¡Ve y córtale los hilos pa’ que no nos trague su diluvio!
         Antes del combate, el Ajolote, juró a su madre y sus carnales pelear perrunamente, hasta vencer al monstruo que amenazaba con destruir sus jacales. En medio de la tromba, el niño tasajeó en forma de cruz el aire, cortando así uno a uno los hilos de la víbora. Así, gracias a su corazón valeroso y justiciero, el Vengador Descalzo de los llanos, salvó una vez más a los suyos del peligro inminente que se cernía sobre sus vidas.
          

 MARCIANO

Cuando Macario se lo hizo a Marciano, el Ajolote se encontraba detrás de las macetas mirando como se retorcían las lombrices en el lodo. Al oír unos lloriqueos se asomó para ver lo que ocurría. Macario tenía sentado en medio de sus piernas a Marciano, apretando con una mano su panza y con la otra, quitándole el pantalón.
--¡Estate quieto! Gritaba Marciano, revolviéndose para zafarse de Macario, pero como este era bien fuerte y muy mula, de un zapopazo lo calmó; y ya sin su oposición… Pasó lo que pasó. Marciano soltó un chillido, el que el bruto de Macario apagó amordazándole la boca. El Ajolote se cuidó de no hacer ruido, cuidando que Macario no lo ojeara. Al parecer el mazacote estaba muy excitado, porque a cada empellón que le propinaba al lilo, babeaba como un cuchi en brama.
         De pronto un movimiento en falso con su codo, provocó que una de las macetas de sábila se viniera abajo. Macario entonces se percató de su presencia, y aventando a Marciano, rojo de ira, se abalanzó sobre el Ajolote… y ya lo iba a tundir, sino es porque la voz de madre resonó en la calle. Macario, al ver su cosa colgando en su bragueta, la guardó apresurado a la vez que amenazó al charal:
         --¡Si rajas con la jefa lo que viste, te parto el hocico!
         El Ajolote giró sobre su eje y, sin decir nada, se alejó de Macario. Su madre, como otras veces, ni se enteró de lo que había pasado, pues cuando Macario lo lanzó, Marciano se escondió tras las macetas. Ahí lo encontró el Ajolote, recogiendo lombrices y sobándose para calmar el ardor que le había dejado Macario.
         --¡Si serás mayate! Le recriminó airado. ¿Por qué dejaste que te hicieran eso? ¡Anda, ve y díselo a la jefa pa’ que se lo suene!
--Mira, ni creas que voy a ir de rajón, si quieres hazlo tú, que a fin de cuentas ni te importa.
         Ante la respuesta de Marciano, el Ajolote, agarró una lombriz y se retiró a jugar a otro lado, pensando que la vida aún le deparaba cosas por entender.



EL DIPUTADO SE LLEVO HASTA EL CHICHARRON

El festival para recibir al diputado se preparó con mucho esmero: bailes regionales, un trío de boleristas, payasos, una escolta y un contingente de edecanes con las muchachas más chulas de la colonia. Las fachadas de las casas se pintaron y adornaron con flores y arreglos multicolores de papel de china. De las arcas de la organización se financió la comilona marca diablo para agasajarlo: chicharrón, nopales, barbacoa y una variedad de bocadillos que las esposas de los vecinos prepararon. Para bajar el taco, hubo refrescos, aguas de frutas, tequila y un palquito curado de jitomate, por si lo pedía el líder. La cosa era lisonjearlo, y no se escatimaron recursos ni esfuerzo alguno, todo con el afán de dejar rete-contento al mecenas que les había otorgado un terreno para fincarse una casita, aunque claro está, con módicos pagos quincenales, que el mismo cobraba, yendo de terreno en terreno, montado en su guayin del año.
         La colonia estaba de pláceme, después de una semana de preparativos para darle gusto al diputado. Un día antes de su llegada, se emparejó el lugar donde sería recibido; con carretillas, decenas de hombres y chamacos acarrearon tierra de los camellos cercanos y rellenaron los agujeros y las zonas pedregosas. Lo que no habían hecho en todo el tiempo de vivir ahí, en unas cuantas horas lo hicieron, dejando la calle mejor que si la hubiesen pavimentado. Todo para que las llantas del auto del parlamentario no se dañaran al transitarla.
         El mero día del guateque, desde temprano, una brigada de colonos se dio cita para ultimar detalles. A las diez de la mañana las mesas ya estaban listas, cubiertas de blanquísimos manteles, y adornadas con jarrones retacados de flores frescas y olorosas. Las sillas las prestó el peluquero, quien esperaba que con esa acción, el diputado le hiciera la balona de reglamentarle su negocio. Mandó sus mejores sillas. Alguien en broma le sugirió que para agradar realmente al licenciado, prestara su sillón de pelar, pues ese si era cómodo y no maltrataría sus nalgas. El peluquero empezó a desmontarlo, y lo hubiera hecho, pero el bromista se retractó riendo a carcajadas.
         A las once, ya estaba todo listo para el arribo del diputado, pero este se tardó un poquito, llegando a la colonia a las dos de la tarde. El calo pegaba con tubo y una niña de la escolta se desvaneció, víctima de la insolación. A los payasos se les escurrió la pintura con el sudor, y los danzantes y cantantes ya se miraban hartos por la espera. Cuando arribó el legislador, estallaron vivas y porras. Quién sabe de dónde salió una matraca que tronaba más ruidosa que un aguacero. Toda la concurrencia aplaudió regocijada; palmadas y más palmadas acompañaban el paso del diputado; el trío improvisó una fanfarria desafinada. Al legislador, a parte de la comitiva de funcionarios, lo acompañaba su esposa. Todos fueron acomodados en la mesa de honor. El diputado, por supuesto, ocupó la silla central. Una vez instalados, los organizadores dieron el banderazo para que iniciara el festival: la escolta se paró frente al estrado, y apenas iban a iniciar los honores a la bandera, cuando el diputado poniéndose de pie, dijo unas cuantas frases, y dejando el estrado se retiró seguido de su comitiva. Todos quedaron perplejos, y de no haber sido porque la esposa de este regresó acompañada de varios achichincles, para cargar con los chicharrones, nopales, barbacoa, refrescos, el tequila y el pulque… Seguramente se hubieran quedado así. Pero reaccionaron tarde porque le diputado se les peló con todo, dejándolos como viles tontos.
         En eso, saliendo el Ajolote de quién sabe dónde, al darse cuenta de lo ocurrido, exclamó sarcástico: ¿Ya ven, bueyes, pa’ quien trabajan?


 EL HERMANO JOSÉ

Ante de convertirse en pastor, el Hermano José era un borracho impertinente, que acostumbraba matar ratas, con su escuadra 45, a altas horas de la noche. Pero el Ajolote añoraba la tronadera de la fusca, en contra parte a los cantos evangelizadores que de madrugada ponía el religioso, en alta voces, para atraer almas a su templo y exorcizarles el chamuco. La de mentadas que recibía el hermano por no dejar dormir a los vecinos.
         El Ajolote introducía sus dedos en las orejas para evitar escuchar los cánticos evangelizadores, pero ni así lograba menguar la estridencia. Era tan insoportable, que encanijado, se levantaba de la cama, y trepando al techo de su casa, acribillaba a rocazos las bocinas. Don José, como ya era costumbre, reclamaba al flacucho la agresión, y este en respuesta, para no variar el guión, le respondía con una lluvia de piedras. El pastor, adolorido por los golpes, acudía de inmediato a reclamarle a doña Gude, y aprovechando viaje, le pedía que lo dejara ir a su templo para encauzarlo por el camino correcto: “porque su hijo es bueno, pero Satanás le tiene posesionada el alma; ¡déjelo que vaya conmigo, vera que yo le saco el mal espíritu del cuerpo; porque si no, cuando llegue el fin del mundo, se va a arrepentir usted de que el Ajolote no goce la vida eterna!
         La Doña lo escuchaba atenta, y cuando el Hermano José terminaba su perorata, le ponía un estate quieto a sus proposiciones: Mire, Don, aquí en esta casa semos cristianos y no protestantes como usté, que ya ni cree en la Virgencita de Guadalupe. Le pido que ya no ande de preocupón por salvarel alma de mi’jo, al que le voy a dar uno reatazos pa’ que aprenda a no andar de malora. ¡Buenos días!
         Y le daba con la puerta en la nariz, porque el Hermano José era detestado en toda la colonia, pues lo tenían como un enemigo del Santo Papa. Además de que el párroco de la Cristo Rey les advirtió, de que todo aquel ciervo del señor que acudiera a sus ritos se condenaría: Porque ellos no creen en nuestros santitos, y además están financiados por los gringos, quienes quieren nuestro petróleo. Estos canutos son unos renegados de las Santa Sede, y quienes se convierten a ellos, cometen un gran pecado capital y son traidores de la fe cristiana.
         Pero el Hermano José, que sabía de las agresiones del párroco, también le atizaba: Los católicos nada más nos quieren quitar nuestros centavos para vivir entre lujos. ¿a poco no el curita ese tiene una camionetota y una casota que ya quisiéramos? Además, nadie de los que se dicen cristianos sigue la Biblia como nosotros. Muchos golpes de pecho y después se andan matando entre ellos. Yo también antes iba a misa y le recé a todos los santos y ninguno me ayudó a encontrarme. Pero ahora que Jehová está conmigo, Satanás se ha alejado de mi vida. ¡Aleluya, porque ahora soy un hombre nuevo! ¡Alabado sea Jehová! Concluía su arenga el pastor, imitado por el regocijo de sus feligreses, que abriendo los brazos, entonaban alabanzas, acompañados con guitarras y panderos.
        
         Fue un día, en que por experimentar, el Ajolote inhaló petróleo en compañía de su camarada Cambujo, quien a pesar de las felpas de sus padres, no dejaba el chemo ni la mona.
         --¿Tienes una peseta que me alivianes?
         --No Cambujo, ando bruja, ¿y pa’ qué la quieres?
         --Pos pa’ lo que ya sabes.
         --Pa’ tu chemo, ¿verdá?
         --¡Hojas, Petra!
         --¿Y qué sientes cuando le pones?
         --Pues ¡Chiro, nero!
         Pero el Ajolote sabía que no era así, ya que en varias ocasiones había encontrado a Cambujo arañando las paredes, dizque para abrir un boquete en ellas y fugarse de los monjes descarnados que lo perseguían para llevarlo al infierno. De tanto chuparle al chemo, Cambujo sufría delirium tremens y corría como un perro dislocado por toda la colonia. A veces tenían que acicalarlo para evitar que lo atropellara un chimeco. Se ponía loco, y más cuando alucinaba a la parca, que según él, quería clavarle su guadaña.
         --¿Qué traes en la botella, Cambujo?
         --Petróleo.
         --Y qué, ¿nunca te has puesto tus pasones con él?
         --No manches, Ajolote.
         --¿Qué tal si hacemos la prueba para ver lo qué se siente?
         --No es mala onda, pero…
         --¿Quieres ponerle o no?
         --¡Cincho, pero no con esto?
         --¿A poco vas decir que eres delicado? ¡A ver, presta la botella!
         El Ajolote acomodó la botella en su nariz e inhaló hasta que empezó a ver lucecitas de colores, y una risa intensa se le clavó en el estómago. Ya drogo, levantó una roca y dirigiéndose al templo evangelista la arrojó sobre los cristales de la puerta. La piedra hizo chuza con las lámparas y la testa de un hermano, el, atarantado, salió a ver quien lo había golpeado. El Ajolote sin dejar de carcajearse, lo retó. El canuto volvió al templo saliendo al poco rato acompañado del Hermano José. El chamaco al verlos se esfumó a su casa. Doña Gude, al advertir su repentina llegada, le preguntó lo que le ocurría. El Ajolote, cuatrapeando la lengua, contestó:
         --¡Escóndete que ahí viene Jehová con su rebaño!
         Entonces se escucharon varios golpes en la puerta. La Doña acudió a abrir, apareciendo el rostro endurecido del pastor, que sin mediar pregunta comenzó a reclamarle:
         --¡Mira Gude, tu hijo rompió los vidrios y las lámparas del templo, además de herir con una piedra a este hermano. Si no lo castigas, me perdonas, pero lo tendré que acusar con la policía.
         Una vez hecho su reclamo, los evangelistas se retiraron. Doña Gudelia, enojada, tomó un palo y lo asestó en la espalda del malora, al tiempo que le advertía pagar los destrozos que había causado en el templo de su vecino. Y que se rascara con sus propias uñas, porque ella no iba ayudarlo; y si Don José lo encarcelaba, bien hecho, a ver si escarmentaba y se le quitaba así lo diablo.
         Semanas después, y una vez que se calmaron las aguas, y el Ajolote resarció los daños, a la hora en que se realizaba el culto, incitó a sus amigos a entrar al templo y molestar canutos. Desde el atrio, el Hermano José lo miraba adusto. Los chicuelos se regaron entre las bancas y, cuando encontraron el trance los evangelistas, comenzaron a coquearlos. Nadie les recriminó su acción y abusando de ello, arreciaron la embestida. El pastor, enfurecido, enfrentó al Ajolote:
         --¡Mira chavo, si quieres quedarte a recibir al señor, puedes hacerlo, pero si no, vete de aquí antes que los saquemos a patadas!
         El enfrentamiento entre el Ajolote y el Hermano José se extendió varios años, a pesar de los rezos y las suplicas del segundo para arrancarlo de las garras del demonio. El flacucho sólo reculó en sus travesuras hasta que uno de los protestantes, quien en su juventud había sido campeón de los guantes de oro, lo retó para zanjar de una vez por todas las rencillas. El Ajolote al ver la ancianidad del oponente, aceptó el desafío. El encuentro se realizó en un pancracio improvisado en el templo. El charal fue abatido en el primer asalto, y ya nunca más volvió a atropellar a los evangelistas; que con el paso del tiempo se esfumaron de la colonia.


 LOS PIOJOS

Jugaba el Ajolote al burro entamalado, cuando la Mocosa comenzó a gritar:
         --¡El Ajolote tiene piojos, el Ajolote tiene piojos! ¡Mírenlos, están en su camisa!
         Varios se acercaron al chamaco para constatar lo que rajaba la niña. Éste, avergonzado, sujetó un pipi y lo masticó. Los escolares quedaron estupefactos y retrocedieron para no contagiarse; sólo Gori se atrevió a acercarse, pero nada más para humillarlo:
         --¡Chinche Ajolote, mira nomás cuántas liendres tienes. Yo pensé que era caspa, pero no mano! ¡Estás hirviendo en piojos! ¡Me caí que si se da cuenta el Pingüino, te saca a fregadazos de la escuela! Si quieres vámonos pa’tras de los baños y ahí te prendo la tatema con un cerillo pa’ que pelen patas los vampiros. Tú dices mi Ajolotito, ¿zaz]?
         El piojoso, encolerizado por la sorna del Gori, lo tundió a golpes. El guasón, bramó:
--¡Quítenmelo, quítenmelo que me va a empiojar!
El director del plantel al ver la escena, corrió hacia ellos.
--¡El Pingüino, ahí viene el Pingüino!
Cundo lo tuvo cerca la Mocosa soltó la lengua:
--¡El Ajolote fue el que inició el pleito, señor director, nomás porque Gori descubrió sus piojos; eso es cierto, yo los vi caminando en su camisa!
El mentor separó a los rijosos, y una vez calmos, como lo había previsto Gori, expulsó al Ajolote de la escuela, prohibiéndole regresar hasta que se despiojara. Estuvo ausente todo un mes, retornando a clases con la cabeza a rape.
--¡Quíubole, Ajolote, que milanesas que no te bisteces, yo creía que ya morongas!, ¿Pues cuándo te soltaron? Le preguntó Gori al verlo merodeando por el patio de la escuela. El costroso nada respondió, y al ver a la Mocosa entre un grupo de niñas, comiéndose un chamoy, se apresuró a abordarla. La liosa al percatarse de su presencia, del susto, regó el dulce sobre su suéter.
--¿Cómo estás Mocosa? ¿Qué, ‘ora no vas a gritar que tengo piojos?
La rajona palideció. Rencoroso como era el Ajolote, no se compadeció de ella e introduciendo una mano al bolsillo de su pantalón, extrajo un frasco. La Mocosa al ver su contenido peló los ojos. El Ajolote esbozó una risita perversa al contemplarla, y antes de consumar su venganza, exclamó:
--¡Ándele, Mocosa, para que sientas y ya no andes de chimolera y balconeando a los cuias; por tu culpa el Pingüino  me lanzó a coscorrones de la escuela, y mi jefa me tuvo cinco días a manteca y DDT  pa’ que se  murieran los vampiros. Pero como ves, no todos felparon y guardé unos para que se columpien en tus trencitas. ¡Qué rete-harto le dará al Pingüino cuando te los mire, me caí que no te las vas a acabar! ¡Toma, mocosa, a ver si así se te quita lo metiche!



EL ARTESANO DE LAS PULGAS

La Paloma chillaba batiendo su pelambre dentro de la tina llena de agua.
         --¡Tate quieta! Gritaba Cola, mientras la sujetaba por las orejas para que la perra no huyera, y el Ajolote pudiera hacer su tarea de limpiarla. Al verlas flotar, el flacucho exclamó:
         --¡Cada vez caen menos pulgar al agua, carnal! ¡Me caí que si ya n o le salen más, tendremos que espulgar al gato. En eso, la Paloma de un salto dejó la tina corriendo hacia el lavadero. Cola dio un brinco hacia ella tratando de detenerla, pero la Paloma se escabulló. Esto no detuvo en su empeño a los hermanos, que trasquilaron primero al Angora y luego al pato y al gallo, hasta terminar el Cola agachado sobre la tinaja mirando como sus piojos se ahogaban.
         Ya con los piojos dentro de un frasco, se fueron a tranzar con Don Nazario:
         --Con tus piojos y las pulgas, carnal, segurolas que Don Nazario nos da cinco. Comentó alegre el Ajolote.
         Brincando cual chapulines arribaron a la casa del artesano. Éste se encontraba partiendo las nueces donde elaboraba su trabajo.
         --¿Qué tal, Ajolote, traes mi pedido?
         --Sí Don Naza.
         El viejo le arrebató el recipiente, y vaciando su contenido dentro de una vasija de peltre, farfulló:
         --¡Los piojos no los compro!
         --¿Cuáles piojos? Replicó el Ajolote.
         --¡Pues estos que están aquí!
         Contestó el artesano señalando con su dedo la vasija. El chilapastroso se acercó:
         --Yo no veo ni un piojo, Don Naza.
         --No te hagas, y ni me quieras ver la cara…
         El chamaco, al percatarse de que no podría engañar por si sólo al viejo, volteó a preguntarle a su hermano:
         --¿Cómo ves, carnal, Don Naza ya está desvariando, dice que lo que dentro del plato no son pulgas sino piojos? El aludido rió. En tanto el artesano, indignado, enfatizó:
         --Ni creas que me vas a hacer tonto, muchacho; no estoy ciego, sé distinguir las pulgas de los piojos: ¡Tengo ya veinte años vistiéndolas y pintándoles sus jacalitos en cáscaras de nueces!
         --Pero… Si no lo queremos tranzar Don… Lo que pasa es que estas pulgas parecen piojos… Pero son pulgas… Se lo juro, son pulgas…
         El verbo envolvente del Ajolote sin conseguir su objetivo de engañar al artesano. Pero Don Nazario, sabiendo lo aferrado que era el costroso para defender sus marrullerías, resolvió:
         --Bueno, bueno, tú ganas y para que no me sigas quitando el tiempo te voy a comprar los piojos a mitad de precio, nada más porque tengo que surtir un pedido grande, pero pa’ la otra ni los traigas.
         --Está bien, Don Naza. Aceptó el Ajolote.
         El viste pulgas contó los piojos apartándolos de las pulgas, y haciendo cuentas de unos y de otras pagó a los niños. El Ajolote tomó el dinero y ya fuera del taller dijo a su hermano:
         --Pa’ la siguiente mejor nos vamos al Bordo a espulgar perros… Ten cincuenta fierros por tus piojos…¡Y di que te fue bien!


LA SOMBRA DEL MERCADO

La calle se encontraba desierta, sólo el parpadeo de los focos en las marquesinas iluminaban la noche. El Ajolote salió huyendo del tibiri justo cuando se había desatado la batalla campal entre dos bandas de aquellos lares. Se desafanó ipso facto, antes de que algún fierro le vaciara las tripas.
         Sofocado por la carrera, se detuvo ante la disyuntiva del camino, y se dijo: Si me lanzo por la México, segurotas que me topan los de LAS QUINCE LETRAS y de una paliza no meescapo. ‘Ora, si me voy por la Guerrero, a media cuadra los del Escuadrón Suicida me dan mis zapopazos ¡chale! Me cai que la onda está regruesa, no me queda otra que irme por la Neza, ahí por lo menos hay luz y derechito a mi casa antes de que me apañe la tira.
         Sin pensarlo más aceleró su paso. Se adentró algunos metros por los pasillos del mercado, pero al escuchar un ruido se detuvo abruptamente, apretando temeroso sus nudillos. Pasaron unos minutos, que le parecieron una eternidad; tenso, brincó del susto cuando de entre un montón de desperdicios, un par de ratas saltó, pasando bajo sus pies, para introducirse en un agujero en el piso.
         Atragantando el susto, continúo su trayecto. No había caminado ni diez metros, cuando una voz salida de la oscuridad lo clavó a la tierra:
         --¡Párate, ñero, y no hagas panchos porque te ensarto!
         Al chamaco se le treparon los tanates al cogote. De las sombras surgió una especie de hombre-lodo que irguiéndose imponente frente a él, desenfundó un largo filo.
         --¡Sacarraca lo que traigas y no te pases de chorizo!
         El Ajolote se dejó bolsear sin mover un solo músculo. Días atrás alguien le había comentado que en los pasillos del mercado, merodeaba una sombra que a altas horas de la noche trasquilaba a los noctámbulos; eran tan rápidos sus robos, que por más rondines que hacían los veladores, no lograban capturarla:
         --A lo mejor es el diablo, pues por muy muy que sea, ya lo hubieramos apañado. Comentaban los veladores a los locatarios.
         Era un tipo famélico y sucio que hendía a sebo; su greña le cubría el rostro y de su hocico emanaba un aliento, mezcla de cañería y pulque fermentado.
         --¡Puta madre, no trais nada, ni modo, ya te cargo fría!
         Al escuchar su sentencia de muerte, el Ajolote sintió que se cagaba e intentó huir, pero el pánico lo paralizó. La sombra lo sujetó de los cabellos y lo azotó contra uno de los puestos. Al flacucho se le desgarró la vida y la humedad invadió su pantalón. La sombra, sin dejar de maldecidlo, le propinó un rodillazo en los testículos doblándolo de dolor, y justo cuando el fierro hería el aire, el Ajolote reconoció a su agresor, y gritó su apodo:
         --¡San Martín!
         La sombra detuvo la embestida. La víctima aprovechó para recordarle y así salvar la vida:
         --¿No me das tinta, San Martín? ¡Soy el Ajolote, íbamos juntos a la primaria.
         La sombra lo volvió a husmear -parecía una fiera olfateando a su presa- y aulló al reconocerlo:
         --¡Pues anúnciate, ñero, por poco y te pico!
         El San Martín guardó la punta entre sus ropas, y sentándose se restregó el rostro. El Ajolote, repuesto del trauma, lo interrogó:
         --¿Pos ‘onde te habías metido, San Martín?
         El trashumante recargando su testa en uno de los puestos, contestó:
         --Pues por aquí y por allá, vagando como un perro; unas en el tambo y otras en el chemo, sin que nadie me de la viada. Ya hasta me había olvidado de cómo me llamo, y si no es por ti, no vuelvo a saber quien soy. ¿Y tú, cábula, qué has hecho? ¿En qué la giras?
         --¡Pues a’i penando como todos!
         -- Me cai que sí, bato; porque yo desde que dejé la escuela me la he pasado de a solapa, viendo pasar la vidurria y a los cuais, que cuando estoy bien persa, besando banqueta, como si no me conocieran, ¡creen que ni me doy color!, pero sí, y como ‘orita pasó contigo, le he dado viada a dos que tres, porque me cai que yo sí tengo alma… pero para todos no soy más que un perro, al que cualquier día se lo lleva la pelona y ¿quién fue?, pues quien sabe; y del San Martín todos dirán: ¡pobre cuate, pero que bueno que se piró! Así dirán, sin pensar que el San Martín puede ser cualquiera de cualquier barrio.
         El Ajolote ya no dijo nada.


 LA MANO PELUDA

Los gritos de la Mocosa interrumpieron la clase del Cascarrabias, el que salió del saló a ver qué ocurría. Todos los escolapios se parapetaron en las ventanas para enterarse por qué los alaridos de la Mocosa, pero sólo vieron como el maestro la acompañaba a la Dirección. El profesor regresó al aula y, sin comentar nada, continúo su clase. Antes del recreo, el Cascarrabias preguntó por el Ajolote, que ya tenía rato que había pedido permiso para ir al retrete. Como nadie contestó, mandó a Gori a buscarlo. Pero apenas puso un pie fuera del salón, , apareció el Ajolote, y quitado de la pena se arrellanó en su sitio. Ante su desparpajo, el mentor le ordenó acercarse a su escritorio. El chamagoso obedeció, y una vez cerca, el Cascarrabias lo sujetó de las patillas y lo levantó en vilo. El Gori y Dientes de Mazorca se burlaron, y el Ajolote al darse cuenta los apuñaleó con los ojos.
         A la hora del recreo todos en la escuela comentaron que a la Mocosa se le había aparecido la mano peluda en el baño y a varios educandos, les ganó la chis por el temor de poder encontrársela.
         Al otro día, la madre de la Mocosa acudió al plantel acompañada de un grupo de beatas, las que metiéndose a los excusados, rezaron y regaron agua bendita para exorcizar el chamuco. Pero no resultó, porque al poco tiempo se vio salir al Gori de ellos, con los santoles y los calzones en los tobillos, ululando como un loco:
         --¡La manos peluda, la mano peluda!
         Esta ves, el Director, el Cascarrabias y un grupo de alumnos y maestros, con palos y con piedras se introdujeron a los baños, para buscarla y acabar con ella de una vez por todas. Hurgaron en todos los rincones y al no encontrarla, salieron; menos el Dientes de Mazorca, que cuando iba a dar el pitazo para que todo supieran quien era la mano peluda, un trancazo le calló la boca. Desde entonces las manos peludas se multiplcaron, pero se rumoró que entre el Gori, el Ajolote y el Dientes de Mazorca se encontraba la verdadera.


 ¡PINCHE VERRUGA!

Cuando le salió la verruga, todos se burlaron de él en la colonia:
--¡Quiubo, unicornio nalgas miadas!
--¡Miren, a’i viene el cotnudo más temido de la colonia!
--¡Te estás volviendo guajolote, Ajolotito!
El chilpayate se ponía negro de coraje al escucharlos, lo que le provocaba el impulso de arrancarse la verruga de un tirón, pero se contenía, al recordar la advertencia de su madre de que si lo hacía podría vaciarse de moronga y felpar con todo y tenis apestosos.
         ¿Qué haré para que se me caiga? Se preguntaba el Ajolote, ¿y si me la quemo con líquido para callos? No, mejor voy a pedirle a mi jefa que me lleve con Don Pepe pa’ que me la tumbe, al fin que ese viejito es bien chipocludo pa’ curar gente.
         Dicho y hecho, el verruguiento pidió a su madre que lo llevara con el farmacéutico, que tenía su consultorio allá por Lecumberri y que ya en otras ocasiones le había curado las amígdalas. Su madre le dijo que sí lo llevaba, pero que se esperara un par de días pues tenía mucha ropa que tallar.
         Mientras tanto, para aminorar el sarcasmo de los vecinos, el chamaco se puso una máscara de El Santo que le regaló su primo Ciro, y con ella salió a la calle. Pero ni así evitó las mofas:
         --¡Tienes un chipote en la máscara, Ajolote!
         --¡Aguas, a’i viene la verruga enmascarada!
         --¡Santo, Santo verruguiento, ten piedad de mí!
         Soportando estoicamente, y llegada la fecha que su madre había puesto para llevarlo con Don Pepe, tempranísimo, el Ajolote dejó las cobijas, y despertándola a grito pelón la conminó a cumplir su promesa. Su mamá abrió los ojos y malhumorada ante la exigencia de su vástago, se incorporó. Luego de desayunar, salieron de su casa. Ya en el camión, un par de homosexuales ataviados con minifaldas treparon a él. El niño se les quedó viendo, y uno de ellos, presionando una de sus mejillas dijo:
         --¡Qué chulo chamaquito! El otro secundó:
         --¡Sí, pero mira nada más que fea verruga cuelga de su frente!
         Los pasajeros se carcajearon al oírlos y una voz entre el apretujadero, chilló:
         --¡No se manden, si quieren una verruga más grande aquí está la mía para que se harten!
         Los homosexuales reviraron:
         --¡Pues si la tienes como dices, dámela papacito, que de eso pido mi limosna!
         Las carcajadas no se hicieron esperar. El camión llegó a su destino, bajando el Ajolote y su genitora… detrás de ellos los homosexuales, quienes se despidieron coquetamente de él. Este sonrojado, exclamó:
         --Después de que Don Pepe me quite la verruga, me llevas a que me hagan una limpia ¿eh, jefa?
         Cuando llegaron a la farmacia tuvieran que esperar, hasta que Don Pepe los recibió:
         --¡Pásele, señora y dígame que le duele!
         --Aquí le traigo a mi’jo, pa’ que le quite esa verruga que le brotó en la frente.
         El viejo se aproximó al latoso, palpó la verruga preguntando:
         --¿Cuánto hace que le salió?
         --¡Cómo por un mes, Don Pepe!
         --Mire, le cobro veinte pesos por quitársela.
         --Está bien.
         El farmacéutico se dirigió a un estante levantando un frasco de él. Volvió a donde el Ajolote, sacó un cotonete de la faltriquera de su camisa, lo impregnó con el líquido del frasco para luego restregarlo en la verruga. Al contacto, el Ajolote sintió que la verruga quedaba encendida para consumirse poco a poco.
         Una vez hecho esto el anciano, dándole el frasco, dijo a la señora:
         --Se lo va a aplicar tres veces al día durante una semana, y si no se le cae la verruga, vuelve con él para que se la estirpe.
         La Doña pagó la consulta y agradecida se despidió de Don Pepe.
         Pasó el tiempo y para reforzar el tratamiento su tía Catalina amarró un cabello en la verruga.
         Finalmente una tarde jugando en el patio de su casa, el Ajolote sintió que algo resbalaba por su cara. Al pasar sus dedos sobre ella un pedazo de carne áspero se alojó en ellos. Se alegró: era la verruga que tantas vergüenzas y burlas le habían hecho pasar. Mirándola despectivamente, exclamó:
         --¡Pinche verruga, por fin felpaste!
        













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