LOS MUCHACHOS DE MI GENERACIÓN

RAYMUNDO COLÍN CHÁVEZ "AXOLOTL"


                          Portada: César González Castillo

 Para mi esposa Juana Vera:

Lo que veo en sus ojos
es un largo camino por andar,
jamás se rinde por encrespado
que esté el tiempo.
Sabe que tiene que escalarlo y lo hace,
como un torrente que dota de luz al universo.


 Mil barros merodea la calle. Freddy pone una zancadilla y Barros traga polvo. Sancho y Pericles se desternillan de risa. Freddy se apresura a guindarlo:
--¿Qué pasó, se te enredaron los pies? Ironiza Freddy apretando los labios para no soltar la risotada.
--¡Ahora si que te dan una  paliza... mira cómo te ensuciaste!
Sentencia Sancho. Barros comienza a temblar:
--¿Qué tienes macho? Le pregunta Pericles. Mil, sin dejar de tiritar, responde:
--Es que si regreso sucio a casa, papá me va a zumbar.
Para que se calme, Pericles le propone lavar sus ropas en su casa. Barros se sosiega. Su semblante evoca al héroe de piedra de los Cuatro Fantásticos. Al entrar, la madre de Pericles pregunta qué le sucedió. Este la engaña diciéndole que una bicicleta lo arrolló jugando soccer. La señora se traga el embuste y antes de continuar con sus quehaceres, le ordena a su hijo cuidar la casa mientras ella vuelve del mercado. Ya solos, Mil barros se desviste: su pecho y espalda también están racimados de acné.
--¡Oye! ¿Por qué tienes tantos granos? ¿Qué nunca te masturbas? Suelta Sancho.
Barros, intrigado, pregunta que es masturbarse. Freddy contesta:
--Masturbarse, es el arte de jalarse la pinga hasta que ésta eructe. Sirve también para quitarte los barros.
--¡A poco eso cura los pusientos!
--¡Sí mano! Exclama Pericles. Ves la cara de Freddy, la tenía peor que tú, pero con un año de tratamiento, quedó más lisa que una cáscara de sandía.
Interesado, Barros ruega le enseñen a masturbarse. Freddy conciente. Después de rato, el mañoso convulsiona igual que una tetera en el fuego. Barros observa sin perder detalle. Freddy contrae las piernas: A punto de estallar, se aproxima a Mil y le rocía el estómago de espermas. Sancho y Pericles truenan la carcajada. Asqueado, el novato, se limpia los pececitos. Freddy sisea:
--¡Así se la jala uno cuate!
--¡Eres un fregón! Profiere Sancho.
--¡Me cae que sí! Recalca Pericles, palmeando su espalda.
--¡Masturbarse es padre! Sisea Mil barros.
--¡Claro! Exclama Freddy. Y como viste, es sencillo. Nada del otro mundo. A Wilson que nosotros que somos maistros podemos realizar suertes como cuando jugamos balero. La que me hice fue de diez puntos. Las difíciles son las de cincuenta. Tú puedes iniciar con las de cinco puntos, hasta llegar poco a poco a las de mayor porcentaje.
--¿Y si mamá me descubre?
--No creo bato, para eso hay mañas... o mejor dicho, algún donde poder hacerlo… pero  antes lávate las manos… no sea que te infectes….
--¿Puedo rascarme una...? Pregunta tímido Mil barros.
--¡Uta, y nosotros seremos los padrinos de tu primera convulsión! Barruntan los muchachos.
Una vez secas sus ropas, Mil barros, se despide de sus nuevos amigos, prometiéndoles visitarlos en otra ocasión.



Desde la puerta de calle de mi casa, veo a Demon y Mata ratas ir hacia la tienda. Al llegar, Mata se acuclilla en la acera, aspirando a su estopa llena de thinner. Demon me pregunta:
--¿Ya supiste lo que pasó anoche? Me dice. Contesto que no.
-¡Pus encontraron a un bato muerto frente a la casa de doña Marina! ¡Dicen que no era de la colonia, porque nadie le dio tinta! Que la doña vio quién se lo echó al plato: Lo bajaron de un carro con polarizados. Uno de los asesinos gritó ¡Vámonos! Pero antes de que se pelaran un tipo gordo se acercó al muertito, y le arrancó los ojos.
--¡No manches! ¿A poco sí? Exclamo horrorizado.
Al rato, Demon nos persuade de ir con Blues para des-aburrir la mona. Doblando a la esquina el BARAPEM nos cae, y, en vez de visitar a Blues, vamos a pasear con la julia, hasta que Mata ratas los lleva a su casa. Doña Polonia les da una corta y el BARAPEM nos suelta.
-¡Ya ven por andar de vagos! Recrimina la doña. ¡Digan que nomás les dieron una calentada, porque hace unos días, a estos, se les pasó la mano, enfriado al sobrino de doña Lupe!



Las historias de abusos del BARAPEM son muchas, porque donde te atoraban, te fregabas, ya que no se tentaban el corazón para atizarte. Esto me lo contó Chicano, un rocanrolero de acá del barrio que murió atravesando el Bravo.
El bato  me contó, que un día que andaba desempleado, se le ocurrió rematar su herramienta. En el mercado de San Juan encontró a un chacharero:
--¡Que purrúm jefe! ¡Le vendo unas herramientas!
--¿Son robadas?
--¡Cómo cree!
--¡A ver sácalas!
Abrió el morral y al extraer la cuchara y la plomada que le caen:
--¡Judicial!
Gritó un fulano pistola en mano. Chicano se paralizó. Otro policía, un enano perro, lo sujetó de los cabellos y trabando uno de sus brazos se lo dobló por la espalda hasta casi tocar su nuca. El de la pistola, abrió la puerta del auto y lo embutió. Ya adentró, lo sentaron junto a otro judas, que al parecer era el Ángel.
Lo trajeron dando vueltas, preguntándole a quién le había hurtado las herramientas, de que si era burrero. Chicano confesó que las herramientas eran suyas, que las había comprado en la Ferretería de Los Cevallos, y que no era burrero, que le gustaba el pisto pero hasta ahí. Ellos dudaron insistiéndole que soltara la sopa, que los llevara con sus cómplices, con quienes le surtían la mota. En una de esas –me dijo Chicano- el carro se detuvo, y el enano, que era el Diablo, se dirigió al de la fusca, que era la Madrina:
--¿Qué onda, lo tiramos en la marcha? La Madrina respondió:
--¿Hay lo que diga el jefe?
El Ángel        carraspeó:
       --¡Espérate, no hay necesidad de eso, aquí el muchachito nos va a cantar todo! ¿Verdad carnalito?
Chicano asustado comenzó a perorar. Les repitió que no era burro ni ratero, que si querían los llevaba a donde había comprado las herramientas. El Diablo, intentó  vendarle los ojos. Chicano no se dejó, recordando lo que Chino le había  contado: “Cuando te vendan los ojos ya valiste; una vez vendado, te pasean un rato reventándote a madrazos, luego te llevan al Bordo y, así sin detener el auto, te tiran, y si bien te va, quedas fracturado para toda la vida.”
El Diablo enfurecido por su resistencia, sentó su cholla sobre el respaldo del asiento y la golpeó con saña. Sólo se contuvo hasta que el Ángel se lo ordenó:
--¡Canta muchacho, así este no te golpeará más! Chicano chillaba que le dejaran probar lo que  estaba diciendo. Que fueran a la Ferretería de Los Cevallos para que preguntaran si había comprado ahí las herramientas. El Diablo gritó:         
            --¡Vamos a enfriarnos a éste cabrón!
Y le golpeó el rostro. La Madrina lo miró sin perturbarse. El Ángel, que al parecer se había compadecido de Chicano, ordenó:
--¡Vamos a donde dice el muchacho, y si nos está engañando, hay tu sabes lo que haces!
Cuando llegaron a la Ferretería, el Diablo y la Madrina se bajaron. Después de unos minutos, los judas y el encargado se acercaron a la ventana del coche donde Chicano se encontraba. El encargado, que lo conocía bien, chitón con la cabeza. Los policías treparon al auto, encendieron el motor y ya sobre la marcha, el Diablo ladró:
--¡Antes de bajarlo, déjame darle una calentada!
El Ángel se opuso:
--¡No, acuérdate de lo que le pasó al Jarris por darle toques a un chavo. Sus parientes lo demandaron: no ves que al muchacho le tuvieron que extirpar los tanates, y por poco felpa. Aún es hora que no sale de esa bronca y seguro lo van chingar!
El carro tomó por la avenida y ya de nuevo en San Juan, lo dejaron libre.
Eso fue lo que me contó Chicano  antes de que intentara cruzar el Bravo y lo asesinaran los de la migra.


 Ya sin Mata Ratas, Demon y yo visitamos a Blues, encontrándolo en su agujero ponchando a la juanita.
--¿Quieren las tres?
Nos ofrece pujando por el esfuerzo que hace para retener el humo. Me abstengo. Demon si forja. El pitillo se consume en dos jalones y ya  pachecos vociferan madre y media. Blues, nos cuenta del bato que apañaron con un morral lleno de peyote en el mercado, y del maestro que agarró la chota acusándolo de pertenecer a la 23 de septiembre. Al profe se lo llevaron sin que hasta la fecha nadie sepa de él:
--Dicen que esos de la 23 matan policías y secuestran ricos para quitarles su dinero y comprar armas para hacer la revolufia.  
Demon ya anda rebuznando incoherencias, cosas de él y de sus padres, de como el chacharero acicala a su genitora en cada briaga. Una noche el macho por poco y la mata. La golpeó lo que quiso. La señora aullaba. Todos en la colonia la escuchamos. La hubiera enfriado, sino es porque Demon se lo impidió:
--¡Me caí que mi ruco es bien manchado y mi jefa una agachona. Yo que ella ya le hubiera puesto unos trancazos!
Descarga Demon, lanzando puñetazos al aire. Blues, fintando, agacha la cholla, como si los ganchos fueran dirigidos a él.
--¡Ya estuvo! ¿No? Bufo, dejándolos en su alucine.


Entrando a mi casa, me topó a madre yéndose al mercado
--¡Que bueno que llegaste! Me dice. ¡Voy a la plaza, no quiero que te largues otra vez porque a lo mejor me tardo, ay te encargo a tus hermanos!
--¡Esta bien! Le digo.
Madre cuando avisa que va a tardar en el mercado, es por que pasará a embriagarse para regresar y restregarnos el abandono de papá. Las escenas de sus borracheras nunca cambian.

Primer acto:

--¡Estoy bien borracha! ¡Sí! ¿Y qué? ¿A quién le ofendo? ¡Tengan mi’jitos, no crean que soy mala y los dejé sin comer! ¡Sí, me fui a jambar unos curados con mis amigas y ya estoy bien briaga esa es la verdad!

Segundo acto:

--¡Qué me ven! ¿O qué les estoy faltando al respeto? ¡Aunque sea de mala, nunca los he dejado sin tragar!

Tercer acto.

--¿Qué me juzgan? ¡Ustedes no tienen derecho de hacerlo, sólo diosito santo! ¡Además yo nunca he andado con otro hombre que no sea su padre, aunque me haiga dejado! ¡ ¿Qué me juzgan? ¡Aunque borracha yo siempre he visto por ustedes!

Cuarto acto:

--¡Ya duérmete mamá! ¡Ya duérmete!
--¡Déjenme, es mi onda! ¿No?

Quinto acto:

--¡Tengo sed! ¡Váyanme a comprar una cerveza!
--¡Ya no mamá, ya tomaste mucho! ¡Mejor duérmete!
--¡Si no me traen una cerveza, voy a quitarme la sed con agua!
(Se levanta, va hacia la cubeta donde está el agua. Se la tiro. Madre me da un puñetazo en plena cara. Chorreo sangre. Mis hermanos lloran y gritan que ya no me pegue. Ella, desquiciada por la borrachera, se jala los cabellos y  azota su puño en la pared. Todos gimoteamos histéricos. Yo me abalanzo y la obligo a que deje de maltratarse. Ella, después de maldecir, y decir que Dios me va a castigar por haberle levantado la mano, lucha por librarse. Se tranquiliza, y dirigiendo su mirada a la virgen de Guadalupe sobre la cabecera de su cama:

--¡Perdóname madrecita santa, pero es que ya estoy bien briaga!

Segundo drama:

Madre sentada a la orilla de su cama grita culpando a padre del infierno en el que dice la dejó. Lo maldice y le pide a Dios que lo castigue, que mate a la güila con la que vive. Se arrodilla frente a la virgen de Guadalupe:

--¡Santa María, madre de Dios, ruega señora por nosotros los pecadores a la hora de nuestra muerte...! ¡Bien sabes madrecita santa, que como tú, he sido una buena madre. Que nunca he dejado a mis hijos sin tragar, y que tampoco he hecho nada que los ofenda, trayendo a otro hombre a la casa para que los maltrate! ¡Tú lo sabes madre santísima! ¡Pero eso no le importa a su padre, que ya ves me abandonó! ¡Por eso te pido, te suplico madrecita que lo castigues!

No comprendo el odio de madre, ya que padre aún no viviendo con ella, le endilgó cinco hijos más.

--¡El es mi viejo, y le debo respeto! Exclama madre ruborizada, cuando la bromeamos de que se case con el español que le pide matrimonio.

--¿Qué tiene de malo que te juntes con otro hombre, si al cabo padre ya hasta tiene otros hijos? Pero ella justifica su negativa de vivir con alguien más, anteponiendo su promesa de para siempre con su esposo, que le hizo en la iglesia frente a Dios.

--El gachupín es buena gente, y ya me ofreció que si me caso con él, me lleva con todos ustedes. Que él los pone a trabajar en la mueblería, y que les da el estudio. Pero ya le dije que no, pues aunque no vive su padre conmigo, él es mi esposo.

Pienso que el amor que le tiene madre a papá, es más por compromiso religioso, que de corazón, y lo demostró cuando éste se fue a amparar a casa, luego de que se accidentó: incróspida madre le gritó que no necesitaba quien le ordenara, que después de treinta años sola, ya había aprendido a hacer lo que le viniera en gana. Que prefería ser libre, y que mejor se fuera, porque estando él, no podía vivir tranquila. Papá, abandono la casa y pocas veces la ha vuelto a pisar.                  



Doña Polonia barre la banqueta. Al verme me recibe malhumorada:
--Mira chamaco, deja de sonsacar a mi hijo. Mejor píntate por que no lo voy a dejar salir.
--Sí yo no lo sonsaco seño, nada más le doy mi amistad. Además, de qué sirve que usted lo tenga apandado...
--Cuando seas padre vas a entender por qué...
Revira la mujer y, pegando un grito llama a Mata ratas.
--¡Vente, vamos a echarnos un futbolito!
Patas para qué son. Llegamos al changarro, la dueña está sentada en una silla, abiertas de piernas ventilándose el calor.
--¡Hola doña Chona! ¿Qué jais, nos aventamos un partido?
--¿De a cómo no chamaco?
--Si quiere de a peluda.
--¡Orale! Si te gano, me traes la de tu jefe, y si no, pos con la tuya me consuelo.
--¡No se manche, que paso de murciélago!
--Pues yo aunque sea de lombriz flaca.
--Es usted bien canija, doña.
--Y tú re alburero hijo.
--¿Tons, le atora al parche o no?
--¡Va, chamaco!
Las pitucas, los calambres y las hipnotizadoras suceden unas tras otras. Doña Chona, paga y paga juegos.
--¡El último y ay que muera!
Farfulla. Rebota la pelota, que se pasea veloz por medio campo, quedando ante la defensa de doña Chona. Preparo la pituca. Justo cuando la voy a ejecutar, aparece Chinaco, que sin que Mata ratas le haga algo, lo empuja, provocando que yo yerre el tiro.
--¿No les pasó?
Reta Chinaco. El bravucón carga resentimiento desde que lo tundí a golpes por pasarse de mañoso con mi novia. Trato de calmar la bronca, pero Chinaco, en respuesta, entierra su puño en el estómago de Mata ratas. Ante tal alevosía, le acomodo un puñetazo. Chinaco intenta responder, pero otro golpe le revienta la nariz. Al verlo sangrar, nos evaporamos. Ya en la cuadra, rompemos la taza. Antes de marcharse, Mata me invita a cascarear terminando de llenar la andorga. Yo le digo que sí.

Oigo los gritos de Mata Ratas. Salgo. Demon está con él. Nos vamos al camellón. La tarde se ve limpia y el sol es un ojo de pacheco mirando la ciudad.
--¡Juguemos coladeritas! Propone Demon. Comenzamos a cascarear. Al tercer gol llega Chinaco acompañado de su pandilla.
--¿Qué onda, te pasaste de listo ese rato, no?
Recrimina mostrando su párpado hinchado.
--El tiro fue limpio. Es más el que se pasó de listo fuiste tú. Golpeaste a Mata ratas a traición.
Trueno sin amedrentarme. Demon ante las intenciones de Chinaco, mirándolo con dureza, lo conmina a retirarse.
--¡Déjala así Chinaco, para qué la haces más grande. Pero si quieres seguirla, me cae que no hay bronca. A lo mejor ‘orita tu banda te hace el paro, pero te he de topar solito y chida tu calavera valedor!
Los amigos de Chinaco se miran y entrando en razón, lo jalan. El bravucón antes de irse, sentencia:
--¡Me cae que esto no se va a quedar así!
Al rato, cansados de cascarear, decidimos seguirla en los futbolitos. Cuando llegamos, la doña nos reclama:
--¿Para que peleaste con Chinaco?
--Pero usted vio que él llegó a provocarnos.
--Si muchacho, pero un día Dios no lo quiera te va a pasar algo, o te vas a comprometer. Ya ves que ese chavo, es re-vengativo y como su padre trabaja en el gobierno, pos... Ya no te comprometas chamaco.
--Con que sea con usted, me cae que no hay pei.
--¿Cómo está eso?
--Un poco chiquita, pero picosa.
La doña al percatarse que he vuelto a las andadas, olvidando sus recriminaciones, revira:
--Ándale chamaco, aquí está tu tortilla para tu tacolgando. Dice palmando su entrepierna. Todos tronamos la carcajada


Cuando Chinaco apuñaló a Mata ratas, salí corriendo hacia donde se encontraba este deteniéndose los intestinos. Aún tenía enterrado el verduguillo.
--¡No lo quites! Gritó Demon. ¡No ves que estos filos son de va y viene!
Demon, sudoroso, jadeaba como un perro después de correr. Husmeó si Mata ratas seguía vivo.
--¡Chinaco está escondido en su chante! Dijo. ¡Si quieres vamos por él!
La muerte y la violencia siempre pisándonos los talones. En nuestros cuerpos, la adrenalina corría a borbotones (era una guerra soterrada en un país de dioses prepotentes con garras inmisericordes. Eran palos, cuchillos, machetes, chacos, piedras; pero si hubiéramos tenido tanques, bombas o aviones de combate igual nos exterminamos), alertas para matar, alertas para sobrevivir. Siempre con el pulso acelerado, el corazón a toda velocidad. Morir era normal, y sin embargo, mirar a Mata ratas agonizando, me dio pavor.
--¿Quién de los dos nos está poniendo este cuatro: Dios o el diablo?
Pensé en voz alta. El resuello de Mata ratas era débil.
--Sí, ¿Será Dios o será el pingo, quién nos manda está prueba?
Volví   a mencionar. Demon me sacó de mi ensimismamiento:
--¿Vamos o no tras Chinaco?
La tarde se arremolinaba nebulosa sobre occidente. El jadeo de Mata ratas era cada vez más endeble. Inexplicable que el BARAPEM no asomara las narices, cuando era su costumbre rondar acuciosamente la colonia para mantenernos intimidados, controlados. Recordé al papá de Chinaco: A lo mejor el vejete tranzó con la policía para que ésta desapareciera y, el desgraciado de Chinaco, lograra vengarse tranquilamente de nosotros.
Apreté la mano de Mata ratas que bloqueaba el chisguete de sangre de la herida en su estómago. Su rostro perdía tinte. La muerte no tiene color. Rumié para sí. Hasta ese momento y, frente a la desgracia de mi compañero, me percaté del cadalso en el que vivía, acechado por los infinitos tentáculos de la parca, resistiendo su oleaje asesino; las innumerables formas que esta tiene para atraparnos. El respiro de Mata ratas se extinguía, como una colilla de cigarro en el cenicero; como una rosa avejentada que había perdido el último suspiro de su olor, como un perro malherido lejos de la piedad del mundo. Demon vociferó:
--¡Vamos o no por Chinaco!
--¡No, no vamos! Respondí. Demón se encolerizó:
--¿Qué, vas a dejar que Mata ratas se muera así nomás?
Le estrujé la camisa:
--¡Qué no te das cuenta, pendejo, que esto es un cuatro para matarnos!
Demon aventó mis manos e incorporándose violentamente, sacó un puñal de entre sus ropas:
--¡Pues yo me voy a arriesgar, y si me matan, pues me llevo a unos cuantos!
Le corté el paso. Demon amenazó con herirme. Decidido a no dejarlo ir hacia la muerte, lo conminé a hacerlo. Demon apretó  la daga, después la volvió bajo sus ropas: se abrazó a mí llorando su impotencia.
Mata ratas, aunque débil, seguía respirando. Levantamos su cuerpo y presurosos lo trasladamos al consultorio de California, un médico peace love y samaritano, que solía atender emergencias. California, rasgaba en su guitarra Caballo sin nombre (América), y al vernos entrar con Mata ratas, calló. Demon siseó:
--¡Lo acaban de picar!
California nos ordenó poner a Mata ratas sobre el camastro. Luego cerró la puerta del consultorio, y acercándose al herido, examinó su pulso.
--¡Está muy mal! ¡Hay que operarlo!
Durante la cirugía, Demon y yo caímos en un estado de tensión insoportable. Como si el universo fuera sólo un hueco apretando nuestros cuerpos. Cuando California jaló el verduguillo, un borbotón de sangre salió tras de él, asustados nos pegamos a la pared, como si fuera papel matamoscas, con los ojos desorbitados y un rictus de pánico en ellos. California, diestro, con una pinza, apagó el fluido de sangre de Mata ratas. Nosotros permanecimos mudos, sudando copiosamente, atrapados en un vértigo alucinante.
California zurció la herida, luego, exhausto, se dejó caer sobre su silla. Sujetó su guitarra y con voz aguardentosa, entonó Simpatía por el Diablo de los Rollin Stone. Nosotros seguíamos atrapados en el abismo de sopor.
El color de la madrugada resbalaba en la ventana, cuando los quejidos de Mata nos despertaron.
--¡Ya la libró este cuate!
Festejó California. Nosotros lo secundamos.

A la semana, Mata ratas dejó el consultorio. Todos en la colonia sabían que Chinaco lo había hendido, pero nadie lo denunció cuando la judicial investigó el caso. Era un asunto del barrio y de nadie más. Cuando le preguntaron a California de qué había operado a Ratas, este les contestó que de apendicitis. Mata ratas volvió a las andadas a los tres meses y nosotros como buenos camaradas, lo acompañamos en la aventura.


Fue un Día de Independencia, el humo compacto y penetrante de las llantas encendidas se expandía en el aire. Cada uno con una botella de tequila a nuestros pies, mosqueteros del hambre.
--Saben que carnales. Espetó Mata ratas. Cuando la muerte me meció entre sus brazos, dos perros se acercaron a ella ladrando que no me llevara. La calaca se negó, pero cuando estos le riscaron los dientes, dispuestos a pelear con ella, cambió de parecer. Entonces la muerte me dejó en el suelo marchándose hacia la nada. Los perros me cargaron con sus hocicos trayéndome de nuevo a la vida. Y aquí estoy con ustedes, trío de perros ojerosos, vagos empedernidos, prófugos del destino.
Terminando de hablar Mata, alcé la vista, la luz ya había inundado la colonia. El paisaje en la calle se asemejaba a una ciudad después de una guerra. Sin detenerse, alguien que pasó junto a nosotros, dijo:
--¡Acaban de apañar a Chinaco!
Al momento en que el fulano desaparecía oímos un balazo. Al otro día el periódico amarillista difundió la noticia de que el padre de Chinaco se había suicidado: Tenía vínculos con defraudadores y fraccionadores clandestinos.



La neta valedores –habla Mata ratas-, si le tengo miedo a la muerte, es muy oscura. Cuando me dieron el piquete, sentí calientito. Nada de dolor, sólo fuego que se regaba por mi carne y por mi sangre. La luz desapareció de mis ojos y caí en un hoyo profundo, con miles de manos en sus paredes que intentaban descarnarme. Al final del pozo, una luz, que al atravesarla te lleva hacia quien sabe dónde, un lugar hecho como de niebla, en el que se oye una gritería insoportable.
Una mano tomó la mía. Yo nunca pude verle el rostro, sólo sentí su presencia. Tenía mucho miedo, pero luego me fui tranquilizando. No sé cuánto tiempo pasó, no sé cuánto caminé, sólo sentí que la mano me empujó y caí de nuevo por el túnel. Al despertar, vi a mis amigos sentados cerca de mí.
La neta, batos, la muerte es muy canija. Cuídense de ella, no la busquen, ni crean que está no los va a apañar. Quien la busca y la encuentra sabe lo que digo. A mí me hizo recapacitar, aunque después me haya atrapado para siempre. Ya ven, por ponerle tanto al chemo, me aloqué y corrí y corrí, perseguida por ella, hasta que me arrojó a las llantas de un camión, que como a Kiko, me cercenó la cabeza.
No la busquen, yo sé lo que les digo. Mejor llévensela tranquila, aunque chupen o le pongan, piano pianito. Por que la neta, la muerte es traicionera, y a veces nomás te trae cinchado: con artos dolores en el cuerpo, con los riñones y el hígado desmadrados. Con la hinchazón a punto de reventarte. Tu estómago lleno de agua por no orinar. Luego para sacarla te meten unas tripas que duelen ¡puta madre! No carnales, llévensela liviana, aunque pisten, tranquilitos, por que luego van a llorar, pidiendo a Dios que no sea gacho, que los dejé otro ratito. Yo sé lo que les parlo. Luego no digan que no se los dije. Yo vi a muchos caer como perros atropellados en el asfalto, aullando meco. Asústense ahora de la parca, no cuando ya la tengan dentro.


 PESADILLA MENOR

 Simio me corretea pistola en mano. Un chimeco es apedreado por una multitud de colonos irritados por el aumento al pasaje. Desde el zaguán de su caserón, el presidente municipal los mira enojado.
--¿A dónde vas tan aprisa? Me pregunta don Manuel, desde el interior de su refresquería.
--¡Ando huyendo de Simio, que me quiere balacear!
--¡Pues escóndete aquí, no vez que ya viene el aguacero, y a ti te da mucho miedo!
Entro a la refresquería del ex maestro rural, ocultándome tras uno de los refrigeradores, desde ahí veo pasar a Simio, que cae en la loza del frontón convulsionado. Su madre corre: metiendo su mano a su boca, le sujeta la lengua:
--¡Ayúdenme por favor, no ven que mi hijo tiene epilepsia!
El único que la socorre es Cabeza Chica, quien desenvolviendo la servilleta, toma una tortilla y la da a tragar al epiléptico.
--¡La tortilla es buena para calmar el hambre, y su hijo está enfermo de hambre, señora, como muchos de nosotros! ¡Que quién sabe si veremos el futuro!
La madre de Simio agradece el gesto:
--¡Come hijito, a ver si así te curas, y yo ya puedo descansar en paz! Dicho esto, Simio se incorpora. Abrazados, madre e hijo, se alejan del frontón.
Una vez que Simio se esfuma, dejo mi escondite y antes de retirarme, como siempre don Manuel me  aconseja:
--¡Se gallo, hijo, se gallo, y nunca te dejes vencer por la vida! Ni te preocupes por tu padre, él no va a volver. Tú, échale ganas, y cuando tengas algún temor, ven aquí conmigo, que yo siempre te daré ánimo.
Dicho esto, la casa de don Manuel desaparece del llano. En la esquina, Jesús, La Española, llora mientras aprieta mi cuello con su brazo, amagándome con una navaja:
--¡Si no me acompañas, te juro que te ensarto! Decidido a dejar el tren suicida en que está embarcada la broza, le contesto:
--¡Pues si quieres mátame!, pero ya no voy a hacer lo que tú me digas. Aquí se terminó nuestra amistad; vete a donde quieras, que yo ya no te sigo.
La Española, se debate entre empujar el filo o no, pero cuando le recuerdo las veces en que le he hecho el paro para que los de la otra broza no lo enfríen, retira el pico y llorando vira hacia la muerte.
Retomo mi camino. Antes de llegar a casa, me encuentro a Malena, la esposa de la Española, que con su hijo en brazos, me suplica llorando hablarle para  hacerlo entender que el pisto y la mota lo van a acabar.
--Mira Malena, Jesús ya no entiende, está bien clavado en el vicio. Te aconsejo que veas por ti y por tu hijo, que ya no esperes nada de él. Míralo como anda.
Le digo señalando hacia donde está la Española, bebiendo cochinilla. Malena, se desvanece para siempre de mi mirada. Cuando volteo la Española trastabilla la calle, a la vez que grita:
--Tienes razón amigo, ya estoy bien quemado, y la neta, ni sé como salir de este infierno. Sabes, me picaron en Guadalajara, la cirrosis ya me hace arrojar cuajarones de sangre. Dicho esto, su cuerpo se deforma, y de uno de sus costados brota la cabeza gimiente de su compadre Perico:
--¡Ay, ay, ay, apáguenme la lumbre que siento dentro de mi estómago!
De su otro costado, la cabeza de Berna:
--¡El abismo que nos dio Dios, no lo merecíamos!
Su cuerpo todo se convierte en un manojo de cabezas, las de todos aquellos que murieron víctimas de la droga y el alcohol.
De pronto, en la tolvanera aparece la virgen de Guadalupe. Chucho se arrodilla ante ella. Los colonos que apedreaban el chimeco. Berna, Perico, hasta el mismo presidente municipal. La virgen les recrimina y estos lloran:
--¡Ya no nos regañes madrecita, pues que podemos hacer para ya no vivir en este infierno!
La tolvanera se densa, y por más esfuerzo que hago para penetrarla con mis ojos, no lo logro. La polvareda trasmuta en remolino y girando hacia el oriente, desaparece la pesadilla.


¡Ya no aguanto ésta pinche vida! Gime madre, sujetando el cebollero que está sobre la mesa. ¡Me voy a matar para quitarme este dolor que tengo por culpa de su padre! Cuando madre se ajuma siempre quiere inmolarse, acabando arrepentida de querer hacerlo y pidiéndonos perdón por habernos procreado. ¡Perdónenme mi’jitos, esta pena que me dejó su padre, a veces no la soporto! Pero esta vez es distinto, al parecer a madre la derrotó el sufrimiento. Alza el cuchillo. Todos le gimoteamos que no lo haga. Ella echa una mirada torva y persignándose ante San Martín de Porres, que la mira azorado, levanta de nuevo el cuchillo. ¡Pérate mamá, no te hagas nada! Volvemos a sisearle. Hasta “la Paloma” está consternada por la pretensión de su ama de quitarse la existencia. Solloza bajo la cama, asomando sus ojitos de vez en cuando. Madre no se decide. Nos mira, baja y sube el cuchillo. Nadie se atreve a quitárselo. En una de esas el filo se atora en una de sus manos y la hiere. Al ver manar su sangre, la tensión sube de tono, y una crisis de pánico se apodera de nosotros: ¡Ya deja de hacerte daño, mamá, que no nos quieres! Madre sorbe la sangre de su mano recriminando: ¡Mira lo que me hiciste Pedro, mira lo que me hiciste! Se deja caer sobre la cama, sin soltar el cuchillo. La sangre no le deja de salir. ¡Tráiganme algo para amarrarme la herida, que no ven que me estoy muriendo! Corro y le doy un trapo. Madre lo amarra a la cortada, sin dejar de maldecir: ¡Mira lo que me hiciste, Carlos, mira lo que me hiciste! Tira el cuchillo, el que me apresuró a esconder. Madre nos pide una cerveza. Se la negamos. Al poco rato duerme con la cabeza recargada en sus piernas. Me acercó y le doy un beso.
En la tele, el concursante resbala por el tobogán de la fortuna, Luis Manuel Pelayo lo reta a trepar el palo encebado, para alcanzar todos los premios que cuelgan en su punta. El participante intenta una y otra vez sin conseguir escalar un solo metro. Cansado desiste, Pelayo en recompensa, le obsequia una plancha.
Ya es hora de la Señorita Cometa, justo al cambiar de canal, golpean a la puerta. Al abrir, me encuentro a la Española, quien me ruega que lo acompañe a ver a la Francesa. Como no tengo nada en que ocuparme, acepto.
La Francesa nos recibe animoso. Jesús le pide una cuba. El homosexual se introduce a la cocina y cuando regresa con la bebida, la Española se la arrebata. La bebe de un sorbo, luego se encierra en una alcoba con la Francesa.
Mientras salen, escucho un disco de Acapulco Tropical. “Viki” me recuerda a Labios de bofe, que por amor a la Española, es capaz de desnudarse a media calle, si él se lo pide. Pobre, se embrutece hasta el gorro de estopa para llorar, y lamentarse de que Chucho le faja sólo para padrotearla.
Al terminar el disco, la Española y la Francesa salen de la alcoba, pidiéndome que los siga. Manamos al patio. Yo me arrellano a tomar el sol. En eso estoy, cuando tocan a la puerta. La Francesa acude a abrir, regresando acompañado de varios sujetos, quienes sombríos nos saludan. La Francesa  les ofrece juana. Estos ni tardos ni perezosos ponchan. Al rato, el patio es un mar de incoherencias. La Española, aunque pacheco, se percibe inquieto, dado que trae bronca con uno de ellos. Se me acerca:
--Sabes que morro, hay que pirarnos.
Entiendo la indirecta. Nos despedimos. El que anda de pleito con Chucho, salta al ruedo, pero la Francesa le da un estate quieto. Ya fuera, viramos hacia la cuadra donde vemos un bolón de gente a la entrada de la vecindad del Puma. Pegando la carrera, nos apeamos a ella; tirado en la acera, recargado sobre uno de los muros, está Cambujo sangrando de una pierna. Corro a llamar a la ambulancia. Al pasar por mi chante, descubro a alguien que otea desde una rendija de la puerta. Abriéndola, encuentro detrás a Chapulín, empuñando su machete. Este me pide viada, que le ayude a ocultarse de los hermanos de Cambujo. Le digo que se largue. Chapulín, escondiendo el machete entre sus ropas, antes de fugarse, confiesa:
--¡Tú bien sabes que si pique a Cambujo fue por que no aguanté que se pasara conmigo. Se lo advertí que dejara de molestarme por que sino...!
Chapulín huye de la colonia. Una vez que la ambulancia lleva a Cambujo al hospital, la Española se despide de mí,  diciendo que regresará a la casa de la Francesa a seguir forjando. 


La Española me invita a ir a escuchar al Thri Soul. Yo le digo que no me gusta. Este insiste y termino por acompañarlo. En el toquín nos topamos con el Gato, rodeado de su banda. Le llama a la Española. Este va. El Gato algo le dice al oído. La Española regresa y me ordena esperarlo. Del Tri a los Beatles, yo prefiero a los Stones; o ya de perdis a Javier Batis. El baile del apache está en su apogeo. Descubro a Juanis bailando en el centro de la pista. Ella no me ha dado tinta. Más allá, mis ojos se topan con Cecilia, dándole duro a la huaracheada. Al dar la vuelta, su mirada se cruza con la mía y me sonríe. Yo le hago una seña para que se acerque.
            --¡Que onda morro, no que no te gustaba el Tri!
            Me pitorrea. Le reitero que no, que sólo había acompañado a la Española. Después de mentar madres a la banda, Lora empieza otra rola. Cecilia me saca al ruedo, yo sin saber que hacer, reculo a donde estaba. Un bato aprovechando la deserción, toma mi sitio. En un abrir y cerrar de ojos la pista se llena de gruesos, tragándose a Cecilia.
            La tardanza de la Española me desespera. Estoy a punto de retirarme cuando veo al Gato regresar a donde su banda. Me digo: ¡Ay viene la Española!
Termina la rola y la Española no aparece. Cecilia regresa sudorosa:
            --¡Qué onda! ¿Ya se piró tu amigo? Me pregunta. Le contesto que tal vez. Cecilia, un tanto agotada, me confiesa que ya se quiere ir.
            --¡Pues si quieres pintémonos de aquí!
            --¡Espérame, ahora vuelvo, voy a despedirme de la Juanis!
            Cecilia tarda un buen de tiempo en retornar, y la Española sigue sin dar lustre. A lo mejor está afuera pisteando. Me digo. Antes de que regrese Cecilia bebo una chela. En la pista descubro al Changarro echando volados de a chicles. El Changarro a de tener el don de la ubicuidad, porque donde quiera me lo topo, con su cajita de metal, repleta de Adams.
            --Bueno, ahora sí, vámonos.
            Me dice Cecilia al momento que lanza una dona de humo por la boca. Ya afuera del hoyo, hurgo la noche para ver si está en ella la Española. Cecilia se sujeta de mi brazo y nos vamos a la avenida a esperar el chimeco. Metida en las sombras, una perrera nos avienta las luces. Nosotros no nos detenemos. A punto de arribar a la avenida, oímos unos pasos que se aproximan a todo galope hacia nosotros. Volteo. Es la Española como Dios lo trajo al mundo. La perrera lo persigue. Cecilia y yo nos damos a la fuga. Cruzamos la avenida. Nos metemos a una calle, doblamos sobre otra tratando de perder a la perrera. Exhaustos nos rodamos bajo de un trailer estacionado. Un bulto cae sobre nosotros. Es la Española. La perrera pasa de largo. Luego nos paramos y escapamos en dirección contraria. Ya lejos del peligro, Cecilia se quita la chamarra y la da a la Española que tiembla de miedo y de frío. Yo hago lo mismo con mi chamarra. De nuevo en la avenida, trepamos a un chimeco. El chofer pregunta que le pasó a la Española. Le decimos que lo asaltaron. Los pocos pasajeros que lleva el armatoste, al oír, se conduelen. Nos sentamos en la parte trasera. La Española me pide un cigarro.
            --¿Pus qué te pasó bato?
            Jesús, antes de contarme, chupa el cigarro. Cecilia, se mira consternada. La Española empieza su relato:
            --Cuando salí con el Gato a platicar me dio por echarme una chela. Como no traía plata, el Gato me prestó para comprarla y se metió de nuevo al hoyo. Ya en la tienda, la tira se apareció, como traía la bolsa de guama en la mano, me apañaron y me treparon a la perrera. Arriba, uno de los tiras me empezó a trastear, y a decirme que le gustaba para forjármelo. Yo lo reté a hacerlo. Los otros tiras, se rieron:
            --¡Mira nada más, la mujercita se enojo!
            El que me trasteaba, sacó su pistola y la puso en mi cabeza:
            --¡Déjate de pendejadas y desnúdate!
            Yo me resistí a hacerlo. Pero los tres me sometieron, y me quitaron la ropa. El de la pistola fue el primero, luego otro, hasta que pasaron los tres. Cuando abrieron la puerta para que él que manejaba también tuviera su parte, me escapé.
            Llegamos a la colonia, la Española se fue a buscar asilo con la Francesa, y yo acompañé a Cecilia a su casa.
           

A las morras de la banda nos gustaba bailar -dice Cecilia-, que nuestros galanes nos llevaran a los tibiris y a los hoyos. Y para eso él se pintaba solo. Cuando yo lo dejé, no lo hice por mí, si no por que mi jefa me presionó. Como era interesada, me obligó hacerle caso a Bigotes, un amigo que trabajaba de herrero, y traía siempre lana. Como en ese tiempo a papá le estaba yendo mal, Bigotes le prestaba dinero a mamá para aguantar la semana. El pretexto para cortarlo, fue su repegón con Sara, ¡y no voy a decir quien me corrió el chisme!
            El Bigotes y yo duramos poco de novios, algo así como tres meses. Cuando yo lo veía, me daban ganas de decirle que me llevara a bailar, pero apenada por lo que había pasado, me aguantaba. La verdad, me daban celos de que en vez de mí se llevara a Juanis a rolar los pies.
            Luego me case con Luis, al que le decían el Tripas. Tuvimos varios hijos. Era bueno conmigo. A los cinco años de casados, Luis murió en un accidente. El choque fue en los Reyes la Paz. Con el golpe, la puerta trasera donde este iba se abrió y él salió disparado. Su muerte fue instantánea. Sus padres lo enterraron en Chiconcuac. Yo ya me volví a casar, y aquellos años de mi adolescencia, aún me traen buenos y malos recuerdos.

Aunque ya han pasado varios años, de vez en cuando me acuerdo de Cecilia, pero del que más me acuerdo es de Tripas, de cuando era chavito y le pusimos ese apodo. Era muy tímido y permitía que todos le pegaran, hasta yo me manchaba con él. El día que lo conocí, como si lo estuviera viviendo otra vez, el subía y yo bajaba las escaleras de la escuela. Le tape el paso. El puso rostro de asustado. Su suéter y su camisa se veían muy limpias. Sus zapatos estaban bien boleados. No como los míos, todos cochambrosos y rotos. De tan rizado, su pelo parecía el pelambre de un borrego. Le pusimos Tripas por su parecido largo y flaco al profesor Jirafales. No recuerdo cuando comenzó a ser mi amigo. Porque como lo dije, yo era bastante pesadito con él.
            Nos volvimos buenos cuates. Nos invitaba a mí y a mi primo Marcos a su casa, cuando no estaban sus jefes. El era hijo de don Nazario, el artesano de las pulgas, con el que mantenía una relación muy violenta. Tripas le tenía un coraje severo a su jefe, que lo obligaba casi a llegar a los putazos cuando discutían. Don Nazario era un hombre muy duro, que buscaba siempre ganar la partida a todos. Escribía canciones parecidas a las que entonaba Pedro Infante. No sabía nada de música, ni tocar un instrumento. La grabadora donde grababa sus canciones era muy buena. Me acuerdo de ella porque me gustaba mucho, yo me habría alegrado de tener una. Era alargada, compacta, de teclas de piano negras. Don Nazario la cuidaba como si fuera él mismo. Si Tripas la tomaba, este se molestaba a tal grado que le soltaba unos reatazos. Tal vez por eso Tripas le guardaba rencor. El viejo era un avaro. Pero lo que más recuerdo del viste pulgas era su chevrolet verde, de esos antiguos al estilo Eliot Ness. Cuando se lo soltaba a Tripas, después de que este le pataleaba y le escupía sus verdades, nos montábamos en él y nos íbamos a cotorrear con las morras. Las llevábamos a pasear por todas partes, a la Calaca, una cafetería dance donde bailábamos bajo luces estrob –de esas luces que hacen verte en cámara lenta-, Macho Man y Fiebre de Sábado por la Noche, tratando de imitar a John Travolta    .
            En casa de Tripas nos poníamos unas pedas bien sabrosas. Nos tomábamos las botellas de Don Pedro que compraba don Nazario para inspirarse. La que era más alivianada era su jefa, que vendía ropa en Chiconcuac. Ella si nos encontraba briagos, no decía nada ni regañaba a Luis. Nos daba de comer y luego muy amable nos invitaba a retirarnos a dormir a nuestras casas.
            Tripas, Marcos y yo siempre andábamos juntos. El que conseguía novia en alguna cuadra tenía la obligación de enganchar a las hermanas, primas o amigas de la novia, para que nos consiguiera alguna cita con ellas y poder empollar también nosotros. Con el paso del tiempo se nos unió Julio, un cuate muy a toda madre que aún frecuento. Julio era él más carita del grupo. Enganchaba nenas a lo cabrón. Con él la parrandeamos de pipa y guante. Julio es hermano de la Garrocha, Temo, con él que nos íbamos en rebaño a tomar pulque a San Lorenzo. Tambor es broder de Licha, que le latía un chigo el reventón y se casó con el Piscachas, un bato iguanas ranas de reventado que ella. Luego se nos arrejuntó Castañas y nos volvimos los cinco mosqueteros de la colonia. Ya cuando nos empezamos a casar o a juntar, terminó todo. Cada quien tomó su rumbo y pues... así es la vida, nos llenamos de nostalgia.
            El día que murió Tripas, juro por esta que me  lo encontré esperando el chimeco. Traía un costal de manta en las manos y, me enseñó una venda que traía enredada en el abdomen. Como siempre, llevaba un tabiro entre los dientes. Me saludo. No recuerdo que su mano la haya sentido yo helada. Me dijo que se iba a chambear a la Merced, que la estaba haciendo de machetero. Platicamos escasos minutos. Le hizo la parada al camión y se trepó. Al retachar a mi casa, Julio me topó en la entrada para darme la noticia de que Tripas se había chiras pelas. Por poco y me desmayo. Y que le digo:
            ---¡No me estés chanceando, yo lo acabo de ver hace ratito!
---¡Estás bien loco! Tripas murió en un accidente ayer. Lo van a enterrar mañana. Cecilia vino a avisarme y me pidió que les dijera a todos.
 Tripas era tan cuate que no se olvidó de despedirse de mí antes de mudarse al otro barrio, Toda la broza partimos a Chiconcuac a darle el último adiós a nuestro camarada. Ahí estaba su hermano Alejandro, abatido, sentado frente al féretro. A su lado, su jefa, peor que él. Don Nazario se veía entero y apenas nos vio entrar nos ofreció de papear. A Cecilia la encontramos en la cocina. Apenas y me saludó.
Cuando el cortejo llegó al panteón, Cecilia y la mamá de Tripas comenzaron a lamentarse a gritos. Julio, Marcos, Porki, mi hermano Carmelo y yo llevábamos el ataúd. El panteón de Chiconcuac no es grande y huele mucho a eucalipto. Yo recuerdo que vi una capillita blanca con franjas rojas. La tarde estaba soleada y soplaba una ventisca que hacía aullar las copas de los árboles. En algunas tumbas se miraban flores recién depositadas, cruces recientemente pintadas. Algunas tumbas tenían una capa de agua sobre ellas. A nuestro paso para llegar a la tumba donde descasaría para la eternidad el cuerpo de Luis, me dio por leer nombres y fechas de las cruces. La mayoría de sus moradores no rebasaban los cuarenta ni los treinta años. Había más nombres de varones que de mujeres. De pronto me sentí apretado en una de esas tumbas, pensando en mi propia muerte. Qué carajos haría yo dentro de ella. El aburrimiento que me daría todos los días, sin poder cambiar de posición, ni salir a tomar el aire. Lamenté mucho lo que le había ocurrido a mi amigo. Y qué tal si nomás le había dado un coma y por no ponerle un espejo cerca de las narices para verificar que aún respiraba, lo enterrábamos vivo. Me angustié muchísimo y pensé en detener el cortejo para verificar si de veras Tripas había felpado. Pero volví a la cordura y continúe caminado.
Una vez depositado el sarcófago en la fosa, tomé un puño de tierra y la arrojé a mi amigo. Todos hicieron lo mismo. Una bandada  de pájaros comenzó a saltar entre las ramas de los árboles y  a silbar alegremente.



Padre bajó de su limbo y está parado frente a mí. Madre nos observa desde el lavadero. Bajo el sombrero, sus ojos no muestran una pizca de ternura, más bien tienen el color sombrío del rencor. Padre nunca suele visitar la casa, y quién sabe qué le pico hacerlo esta mañana. Una de sus manos sujeta El Esto. Yo no sabía que a él le gustaba hacer deporte, se ve tan poco elástico, diría yo, tan duro. ¿Por qué padre en vez de darnos un gesto de ternura siempre nos escupe su indiferencia y su malestar por nuestra forma de vivir? Ahora sé que era pura fantasía la mía, el haberme creído que padre tocaba el violín. Su rostro es insensible tanto como sus manos, que sólo saben acariciar la paca de billetes que carga en su bolsillo.
            ¿A qué ha venido padre? ¿Qué lo indujo a atreverse a trasponer nuestro abismo? Trato de encontrar la respuesta en los ojos de madre, pero están tan insípidos como su asombro. El calorcito está sabroso y, como nunca me han gustado las sombras aunque viva en ellas, me regodeo en él. Carmelo siempre se ha entendido con padre, no le cuesta trabajo hacerlo como a mí. Dice madre que cuando este estaba escuincle, padre le regalaba hartos chocolates. Yo no recuerdo que conmigo padre haya tenido algún gesto amable. Trató de encontrar uno en mi memoria, pero son tantas las tinieblas que opto por dejarlas en paz.
            Padre ya ha revisado toda la casa, como es su costumbre cuando de repente nos visita. No tarda en soltar sus cantaletas. Alzo la vista y en el cielo, entre un rebaño pequeño de nubes, descubro un zopilote dando piruetas. Ahora que me acuerdo ya hacía tiempo que no veía uno. Cuando padre desdobla el periódico y empieza a hojearlo, es que ya va a comenzar con sus reclamos. Quién sabe dónde se ha metido el zopilote porque ya no lo veo. Desde hace rato que el sol se guardó detrás de una nube. Un vocerío en el aire me hace levantar los ojos. Una granizada de pájaros se deja venir sobre la casa de Don Choconoztle. Son cientos de emigrantes volando a gran velocidad hacia el poniente. Padre sigue leyendo su periódico. Ya no tarda en reventar. A lo mejor cuando la gritería de aves dejé de tronar en el aire lo hará. La última bandada cruza el espacio y, los largos eucaliptos la despiden con un zumbido.
            --¡Yo no sé porqué siempre que vengo la casa está muy sucia, llena de telarañas!
            Padre comienza sus reprimendas.
            --¡Y ustedes no hacen algo por buscar trabajo! ¿Quién los mantiene? ¿Quién les da para sus necesidades? ¡Miren a su madre siempre fregándose en el lavadero... son uno parásitos!
            Mientras dice esto, padre no ha quitado ni un momento la vista del periódico. Yo nunca he podido aceptar que sólo venga a regañarnos, a hacernos sentir que somos unas mierdas. Terminando su soliloquio, lo interpelo:
--¡Usted no sabe otra cosa que recriminarnos! ¡En lugar de que venga a vernos tranquilamente, nomás viene a chingarnos!
            Padre se encabrita y, quitando la vista del periódico me enfrenta:
            --¿Y quien eres tú para impedirme hacerlo?
            --¿Y quién es usted para que lo soportemos?
            Madre interviene y me conmina a no retobar a padre. Yo no le hago caso y sigo vomitando mis resentimientos:
            --¡Debiera usted mejor, en vez de venirnos a agriar el día, a hacernos sentir que nos quiere! ¿A ver cuando nos ha dado una caricia? ¡Y si en verdad le preocupara madre, ya desde cuando la habría quitado de trabajar... Y de dejar de hincarle hijos y más hijos!
            Esto lo altera e intenta pegarme, pero madre no se lo permite, y le pide que se marche. Padre, sin antes maldecirme por haberle levantado la voz, sale de la casa.
             


A lejos veo a don Calixto dando la bendición a Cambujo y a Porki. Cuando pasan frente a mí, les pregunto a dónde van. Me responden que a Garibaldi. Cambujo me invita a ir con ellos.
--No tengo lana. Confieso.                                                                  
--No hay bronca. Contesta.
--¿Y a que hora regresamos?
--¡Tú vente y no preguntes! Dice Porki.
Trepamos al microbús y luego al Metro. Porki, es el guía, y cuando menos lo espero, estamos parados frente al teatro Lírico. Porki saca billete y compra boletos. Entramos. El teatro está lleno. Pregunto qué drama vamos a ver.
--¡La paloma de San Juan!
--¿Qué nombrecito? ¿Y de qué trata?
--¡Ahora lo veras! Responde Porki.
Sigue entrando gente al teatro, sobre todo hombres. El telón se abre y detrás de él aparece la orquesta de Pérez Prado, y un grupo de bailarines, vestidos con ropas extravagantes y de colores chillantes. Las mujeres muestran sin recato sus carnes. Bailan. Aparece el maestro de ceremonias, elegantemente ataviado. Da la bienvenida al público. Retirándose del escenario aflora la primera vedette, las gradas rugen. Sus prendas caen una por una bajo el ritmo de música sensual. Quedo impávido. La vedette está portentosa, con la luz su piel parece de cera. Salvo Matilde, Guille o las Chocolatas, nunca había visto a una hembra de ese calibre, y menos desnuda, enseñando los pelos de la vulva. Sus senos impresionan, son suaves y enormes, barnizados. Cuando la vedette termina su show, las gradas braman. Porki y Cambujo miran con ojos desorbitados. En eso salta al escenario, con violín y todo, Olga Brinski, su cuerpo asemeja un violonchelo. Menea las nalgas y pulsa las cuerdas sin desnudarse. Pero ni falta, ya que con la pura sugerencia, exalta al respetable. Detrás de Olga, Fany Cano, quien es una lindura de mujer. Al término de su actuación, quedamos acelerados.
--¡Con ustedes, Lee Mey!
Las gradas no aguantan más: Lee nos pone al borde del paroxismo, de desatar una bacanal. Caen sus ropas, sus nalgas parecen un corazón grande sostenido por sus piernas. Gritamos acalorados. Lee en el proscenio, un atrevido le besa la pepa. Otro  trepa al templete, y se restriega en ella. La Mey,  goza. Chupa uno de sus dedos y lo pasa por su entrepierna. Se acaricia los senos, luego se acuesta en el piso, y abriendo las piernas, regala una sonrisa que hace revolcar de erotismo todo el teatro.      
Después de Lee Mey, ya nada estremece al público: Pasan veinte, treinta, quién sabe cuantas vedettes, provocando alguna que otra hilaridad. Al término del show, quedamos hastiados de ver tanto cuerpo en desnudez. Salimos del Lírico. Porki, nos invita a Garibaldi. Cuando llegamos, Cambujo compra una botella de tequila. Bebemos, escuchando a los mariachis. El ambiente es un jolgorio. Cambujo va por otra botella, mientras Porki baila con una gringa. Al rato, la gringa y su marido, un baquetón cualquiera, brindan con nosotros. Me viene a la cabeza la escena donde Tin Tan, vestido de indígena, que más bien parece beduino pachuco, se gana la vida en el Tenampa, acompañándose con unas claves:
--¡Cuaco, cuaco, hay que re-chulo cuaco!
--¡Vamos al Tenampa! Grita la gringa.
--¡Sí, vamos al Tenampa! Estalla Porki:
--¡Pero es que no traemos tanto dinero! Agrega Cambujo.
--¡No te preocupes, nosotros traemos dólares! Resalta el gringo. Marchamos al camaranchón. Ya ahí, la gringa y Porki se enfrascan bailando. El norteamericano nos platica de Vietnam, de los miles de muertos yanquis que dejó esa guerra. Del tipo que arrojó la bomba atómica sobre Hiroshima, que arrepentido se volvió activista de la paz y denunció las atrocidades de su país. En represalia, el gobierno lo declaró loco y lo recluyó en un manicomio.
Porki me hace un guiño y sale del Tenampa con la gringa. Una, dos botellas de tequila se vacían, sin que Cambujo ni el baquetón se percaten de su ausencia. Al término de la quinta botella, estos regresan:
--¡Let’s go! Ordena la gringa a su marido. Pagan la cuenta y se marchan del antro.
--¿Qué tal con la gringa? Le pregunto a Porki.
--¡Un agasajo! Alardea. ¡Mira, me dejó unos dólares para que la siguiéramos! Porki platica que la gringa lo llevó a un hotel, que no bajaba de idiota a su consorte, pues no servía para hacer el sexo.
--¿Y tú que le hiciste? Pregunto interesado. Porki contesta que de todo: la gringa la traía atrasada.
La madrugada nos alcanza en Garibaldi, dormidos sobre unas bancas. Nos despiertan los gritos de Porki que es subido a una perrera. Corremos a chillarle a la policía para que no se lo lleve. Porki ordena retirada. Pero decidimos acompañarlo en su suerte. Ya tras las rejas, me quedo dormido.  Al rato el golpe de un cuerpo rodando en el piso me sacude. Porki y Cambujo traen a trancazo limpio a un recluso. Me incorporo y también acicalo al tipo. Pide clemencia, y como ya está traqueteado, se la otorgamos. Después  Porki me cuenta que la pelea fue por que el cuate estaba trasteando mis genitales.
--¡Esos que traigan lana para la fianza, acérquense a las rejas!
A Porki no le alcanza para pagar la multa de los tres, entonces un bato, que se ha hecho nuestro  camarada, ajusta la cuenta, y todos salimos a curar la cruda. Llegando a casa, madre desenfunda el cordón de la plancha y me da una santa felpa, de esas que jamás se olvidan.



 Tiene tiempo que no tomo –reflexiona Cambujo-, ¡y sin jurar! Con puros güevos, como decimos los hombres ¡no! Ya estaba cayendo en lo más bajo. Teniendo tan buen oficio y andar pidiendo limosna a las personas y a los cuates, dando pura lástima.
¡Gracias a Dios ya voy a cumplir un año sin chupar! Un día me tiró gacho el vicio y fui al seguro; los médicos me dijeron que a qué iba. Que yo lo que necesitaba era ir con un psicólogo... él que me puso al tiro fue Jarocho, el galeno de la esquina. Me dijo que no necesitaba medicamento, que lo que me hacían falta eran güevos. Y la neta, sí. No he necesitado de juramento, aunque eso está bien, por que es la religión, pero dejé de tomar con mucha fuerza de voluntad.
La neta me da escalofrío  acordarme: salí corriendo de la casa. Se siente re-grueso. Empecé a  sentir que me mordían. El dolor de las mordidas era canijo. Clarito vi como me escurría la sangre por el pecho y las piernas. La neta lo que me pasó no se lo deseo a nadie, ni a mi peor enemigo.
Me dio, cómo le dicen, delirium tremens. Cuando salí corriendo aquí de mi casa, fui con un psicólogo, que me dijo: lo que usted está viendo lo produce su mente. No piense en ello, piense en otra cosa, o cante por dentro. Así lo hice, y a los tres días me recuperé. Ves ese pedazo de papel, pues cuando me dio el delirium, yo lo alucinaba como una rata, una araña, o como un perro rabioso que me quería morder.
Empecé teniendo pesadillas, pesadillas de una fracción de segundo. Primero un día, luego tres. Así me la pasé durante un año. ¿Te acuerdas de don Santos? Cuando él me platicaba de las pesadillas, de las visiones del delirium, yo no le creí. A mí no me daban por que estaba fresco, chavo pues, pero ahora que las tuve, la neta, son bien feas. Me dijo el psicólogo, que precisamente uno empieza con pesadillas, luego con delirium, hasta llegar a tener convulsiones y por último esquizofrenia.
Gracias a Dios que yo no llegué a eso, pues me di cuenta a tiempo, si no a lo mejor ya me hubiera muerto, pues las visiones no llegaron a lo meco. Fueron poquitas: ¡Imagínate! Todo lleno de arañas. El corazón se infarta nada más de sentir las mordidas.
Ahora ya no tomo ni una copa, y la neta no lo hago por que tengo miedo de recaer.
La verdad, la fuerza de voluntad es muy importante, aunque ir al doble A está bien, aunque hay algunos grupos en donde te tratan muy culero, te ponen tus madrazos.
Al principio sí te dan pegue, mientras estás en la sala de los enfermos, como le dicen. Te dan tu beberecua hasta que te vean animoso, que ya puedes hablar. Te preguntan, si ya te sientes chido, y si dices que sí, te mandan a bañar. Hay quien te ayuda a bañar, y te da tu pegue si te pones mal. Te dan de comer en la boca cuando andas bien quemado. Ahí te enseñan a ser humilde, a pedir con decencia las cosas, por que si las pides de mala onda, o te pones furioso te amarran.
Hay cuates que se han matado por los nervios  después de un mes de estar chupando. Les dan los ataques y se matan. Un cuate enterró su cabeza en una argolla de pared: se fue al baño y ahí lo hizo.
Hay vales que despertando del delirium, ya están en la cárcel por haber matado a su mujer, o a sus hijos. Un bato ahorcó a su jefa: dice que alucinó su cuello delgadito, delgadito, como el cogote de una gallina, y se lo apretó hasta que la dejó muerta. Otro cuate macheteó a su jefe, por que lo alucinó como un coyote. Me cae que le doy gracias a Dios que ya no tomo, y jamás lo voy a volver a hacer, eso que ni qué.

                            
 CARMELO

Carmelo golpea el costal que cuelga bajo el árbol. Se cree Bruce Lee, con su dorso desnudo. Paso junto a él, y éste lanza una patada que raspa mi rostro. ¡Ten cuidado, karateca estúpido! Le grito. Carmelo, enojado, arremete contra mí. Y mi madre, que siempre tiene buen ojo para vigilar lo que sucede en casa, lo amenaza: ¡Tú que le pegas, y yo que te deshago el lomo a escobazos! Carmelo me suelta, y acercándose al costal, lo tupe a golpes, tal vez pensando en que soy yo.
Carmelo siempre ha sido un rijoso. Pero ni me preocupa, lo importante, es no caer en sus provocaciones. La verdad le tengo miedo, y no es para menos, de tanto ejercicio está hecho un troglodita: dice que se prepara para la guerra. Yo no sé de qué guerra habla, ¿la qué a diario sufrimos? O ¿La qué el alucina que vendrá, de tanto ver a su héroes gringos?
Además de violento, Carmelo es mala suerte, un tipo que falla un gol a diez centímetros de anotarlo; nada le sale bien. Pero su maldita estrella, es suplida por su alma de gato, sí, Carmelo tiene más vidas que uno de ellos. Por ejemplo: cuando borracho trepó a la marquesina de la casa de Don Blas, un tropiezo lo hizo caer de cráneo. Tronó fuerte. Pensé que se había matado, y que al acercarme encontraría sus sesos esparcidos por la acera. ¡Pero no! Se incorporó muy propio, sacudió sus ropas y siguió la francachela como si nada hubiera ocurrido, aunque un chichón del tamaño de una nuez se miraba en su cabeza.
Otra anécdota: lo atropelló un microbús. Dicen que lo arrastró varios metros, y que en la morgue lo dieron por muerto. Madre fue a identificarlo. Al momento que le quitaron la sábana para que ella lo reconociera, éste se incorporó exigiendo una cerveza para aliviar la cruda. Ya en casa, Carmelo prendió una veladora a la santa muerte.
Dicen en el barrio, que Carmelo es adorador del diablo, porque nunca va a misa y mienta madres a los sacerdotes. Yo particularmente no lo creo. Pero hay quien no suelta prenda, y, para apuntalar sus dichos de que Carmelo es un seguidor del pingo, aluden al collar que usa con la figura de la catrina, o el diablo que se tatuó en la panza. “Además –dicen-, acuérdate de aquella vez que se embriagó con tu tío Pedro”: ellos se quedaron bebiendo toda la noche, en la madruga los gritos de tío nos despertaron:
--¡Ave María Purísima! ¡Comadre, comadre, mire lo que está haciendo su hijo! ¡Ave María Purísima! ¡Comadre, comadre...!
La voz de Carmelo se escuchaba macabra invocando al demonche:
--¡Satanás, mi señor, aparécete! ¡Satanás, Satanás! Me incorporé rápidamente, y al ver las llamas que afloraban en las rendijas de la puerta, Salí en zumba: del bote de la basura, manaban largas lenguas de lumbre, que amenazaban con alcanzar las láminas del techo de la casa. Carmelo, con los ojos desorbitados, seguía invocando a luzbel, mientras que tío, arrodillado rezaba el padre nuestro. La escena, me pareció chusca. Sobre todo, ver a tío, que se las daba de muy macho, santiguándose de hinojos en medio del patio. Corrí por agua y la arrojé al fuego. Carmelo disipó su trance, y al ver lo que yo había hecho, intentó pegarme. Madre le asestó un escobazo en la espalda, diciéndole:
--¡Mira lo que hiciste! ¡Por poco y nos quemas! ¡Ándale ya métete a dormir!
Carmelo se retiró a su cuarto. Tío, madre y yo hicimos lo mismo.
--Pero una locura de borracho, no quiere decir que Carmelo sea satánico. Refuto. Más bien yo creo que está pero si bien confundido, y ya ni el diablo ni dios le dicen nada, sólo los usa mientras le conviene, y para llevarnos la contraria. Y esto te lo digo, porque si de veras lo adorara, no se despertaría en las noches gritando incoherencias, de que los muertos lo persiguen. ¿O es esquizofrénico, o nada más le gusta sentirse el malo?
Pero por más que hago para que no piensen así, la gente está convencida de que Carmelo es un alma del señor de las tinieblas.


 CARMELO SE DEFIENDE DE LAS ACUSACIONES DE QUE ES SEGUIDOR DEL PINGO

¡Qué va que sea yo seguidor del diablo! Lo que pasa es que la raza es muy dada a la superchería, y de santiguarse a cada rato. Sí es cierto que estoy en contra de la religión cristiana, pero ¡Satánico!
Ahora, de que soy adorador de la santa muerte, eso es cierto, ya que me ha hecho un montón de milagros. Como la vez aquella que me asaltaron cuatro fulanos, rapados como sardo. Me dijeron que les alivianara el chupe. Les dije que no, que si querían les regalaba unas monedas para que lo compraran. Se aferraron e intentaron arrebatármelo, pero yo me eché a correr. Estos me persiguieron. Ya cerca del barrio que chiflo, fue entonces que se dio la batalla. Los milicos traían bayonetas y nos tiraban a dar. Yo me revolvía como gato, saltando de un lado para otro, esquivando los tasajazos. Estaban como drogados, por que les descargamos una de pedradas que otros no hubieran resistido. En eso oí que un bayonetazo había alcanzado a Pelón. En lo que lo sacaron del campo de batalla, llegó una combi y se me echó encima. No sé como, pero de un salto evité el golpe.
La santa muerte me salvó, eso ni duda cabe. Yo por eso le tengo fe, aunque me digan que soy un santero loco. Tampoco soy malora, lo que pasa es que no sé cómo decir lo que siento, y me da por echar fregadazos.
--¿Por eso le pegabas a tus esposas? Exclamo-
Con ellas era otro cosa, pero de que me gusta dar trancazos, eso es neta ¿a quién no? Digo. Los jefes quieren que seamos buenos a puros porrazos; los maestros, el gobierno, la iglesia. ¡Los mexicanos somos unos hijos de los putazos! A ti te pegaba por que me daba coraje de que madre te diera favor. A los de las otras brozas para practicar mi Tae Kuan Do. No en balde me  metí de milico y granadero. Si vieras como practiqué.
Ahora en cuanto que soy mala suerte, eso no es cierto, como todos tengo mis ratos buenos y despreciables.
--¿Entonces por qué tienes tu rosario de amuletos, y te da por hacerte limpias?—
            Es una manía. ¿A poco no hay gente que cree más en los brujos y yerberos, que en los médicos? Que madre no iba a que le leyeran las cartas y la bacinilla para saber con quién andaba padre; no nos ponía unos oclayos de venado en el pescuezo para que no nos echaran ojo; no regaba sal para contrarrestar los envueltos de maldad que le arrojaban los vecinos que no la tragaban.
Ahora que si mis amuletos de calaveras y diablos le dan cuzcuz, es porque como dicen, se revuelven sus pecadotes. Yo me siento normal, y si he intentado ser canuto, Krishna, budista y cristiano, es por que siento que algo me hace falta, pero como no he encontrado a quien irle, pues sigo vacío, y para llenar ese hueco, pos no hay más que el chupe.
Bueno, ya me voy a chacharear, hay nos estamos vimos viendo. 

Cuando Carmelo está de buenas, le da por contarme sus cuitas, de cuando era milico:
            --Como yo era el secretario del general, tenía que andar pegado a él todo el tiempo, para llevar la bitácora de lo que acontecía y apuntar lo que me ordenara. Esa vez llegamos a la sierra donde estaban los sembradíos. Los narcos nos recibieron a tiro limpio. A mí me pasó rozando una bala cerca de la cara. El disparo le pegó en la pierna a un raso que venía detrás. Me regresé a auxiliarlo. Pero como la balacera estaba fuerte, lo arrimé a un árbol y le dije que no se moviera, que en cuanto terminara la refriega, regresaría para llevarlo a que lo atendiera un médico. Cercamos a los narcos. Los capturamos. Cuando regresé a auxiliar al soldado herido, este ya había muerto. El tiro le amoló la vena femoral y se desangró.
Ser milico es muy duro. Pocos aguantan la chinga. De los doscientos que entramos, sólo unos pocos soportamos el entrenamiento. La mayoría que entra ahí es gente pobre, malcomida, y como el adiestramiento es duro, la desnutrición que cargan los obliga a sucumbir. Yo ya también me estaba rajando, pero me fajé los pantalones y ya vez, terminé bien y con grado de cabo.
            El primer día que llegué al ejército, me bautizaron. El cansancio me venció y me quedé dormido. Al poco rato me despertaron las carcajadas de mis compañeros de barraca. Cuando me di cuenta del por qué se estaban riendo, la lumbre ya mero me alcanzaba los pies. Intenté levantarme, pero me habían atado al colchón. Me aterroricé y empecé a gritar que me desataran. Pero mis compañeros no hacían caso y seguían carcajeándose. Forcejeé tratando de romper las ataduras, pero era inútil. Les supliqué que me soltaran. La lumbre ya mordía mis pantalones. Empecé a gritar y a gritar. El fuego prendió el colchón. Fue cuando mis compañeros intentaron apagarlo, pero sin conseguirlo. Entonces de la risa pasaron a la desesperación. Las llamas no se sofocaban ni tratando de ahogarlas con sus ropas. Yo pensé que me iba a chamuscar. Me quisieron soltar, pero habían apretado tanto los nudos, que no pudieron. Cuando las flamas ya habían alcanzado mis ropas, alguien aventó una cubeta de agua y estas se apagaron.
¿Ya te conté del día en que por poco nos quedamos sin presidente? Ese día me tocó ir acompañando al instructor para auxiliarlo en lo que se ofreciera, ya que él que se tiraría en paracaídas ese día era, el mismísimo Presidente de la República. Le gustaba hacerlo. Era su deporte favorito. El avión tomó vuelo, se colgó del aire, y cuando ya estaba a la altura indicada, el presidente se alistó el paracaídas. Una vez que lo hizo, el instructor lo ayudó a acercarse a la puerta del Arabat. El lanzamiento debe ser bien sincronizado, cualquier error o retraso le puede causar la muerte a quien sea. Cuando el presidente se iba a arrojar, el aeroplano se columpió en una bolsa de aire. El presidente no se qué pensó y se detuvo. El avión se estabilizó, pero si éste no se hubiera aventado en ese momento, los mexicanos lo hubiéramos lamentado, o festejado. Lo bueno es que, cuando ya tenía un pie en el aire, el instructor lo sujetó de un brazo. Al rato, ya con las condiciones óptimas, el presidente planeó en el aire como un pájaro.
            ¿Te platiqué cuando por poco me entierran vivo? ¿No? Me dormí y ya no pude despertar. Por más esfuerzo que hacía no podía regresar del sueño. Como yo oía todo lo que pasaba a mí alrededor, me di cuenta cuando me metieron en un féretro, y cuando un par de custodios se apostaron ante él. Mis ojos estaban bien pegados a mis párpados. No los podía abrir. Pesaban tanto. De pronto empecé a flotar como humo. Cuando volteé, vi mi cuerpo dentro del féretro. Al llegar al techo empecé a subir por un túnel, que luego se convirtió en un camino lleno de luz. Caminé hasta llegar a un río, donde esperaba un hombre enorme, con una cabellera que le cubría el rostro. Del otro lado del río se veía un entronque. Del lado izquierdo miré un paisaje como de atardecer, en donde se escuchaban lamentos y salían llamaradas. Del lado derecho, un paisaje claro y hermoso, con hartas estrellas en el firmamento. El lanchero me agarró la mano, intentó treparme a la barca. De repente, de en medio de los dos paisajes, salió una voz, que dijo: ¡Regrésate, a ti todavía no te toca! Me zafé del lanchero y retrocedí por el camino, al poco rato abrí los ojos y me levanté del féretro. Los vigías gritaron: ¡Tú estás muerto! Cuando llegó el médico a revisarme, me dijo que había estado cuatro días dormido, que había sufrido una catalepsia.


 Don Fidel y don Calixto

“Hace poco me enteré de la muerte de don Fidel,
producto del alcoholismo que ejerció con gran placer.
Lo lamenté muchísimo, pues además de hombre bueno,
era un guitarrista de altura, que nos deleitaba cada
vez que se lo pedíamos; él a cambio sólo nos pedía
un par de cubetas de pulque, algún sotol o huachiringa,
o una cervezas. En reciprocidad, su mujer no daba de
botana, chicharrón en salsa roja, frijoles fritos y tortillas
hechas en comal. En paz descanse don Fidel, que de
seguro está de nuevo trovando con su hermano Calixto.”

Están en su taller. Los saludo. “¡Toma asiento!”, me dice don Fidel, a la vez que me ofrece un vaso de pulque. Veo la recua de caballitos de yeso sobre el piso, se perciben tan reales que pienso que en cualquier momento echarán el galope hacia la calle. Don Calixto de nuevo nos recuerda cuando fue campeón de los guantes de oro:
--Ni que facha comparada a la que tengo ahora, antes andaba perfumado y con unas cadenotas y pulseras de oro que atraían mucho a las muchachas. Tenía dinero para invitarles lo que quisieran. Yo usaba traje de pachuco y zapatos de charol. Harta chavala se me pegaba, todas preciosas y de muy buen ver. Recuerdo que las llevaba a bailar al Salón México. Pero todo por servir se acaba, y como no me cuidé y me volví teporocho, la fama y el lujo se vinieron abajo. Los que se decían mis amigos me dejaron en mi desgracia. Y las chavalas, pos, al verme sin plata se fueron con el que se las podía dar. Mi apoderado me mandó al diablo y yo me vine para acá, a terminar mis días fabricando puercos y caballos de yeso que mis hijos y mi señora venden en las plazas y los tianguis.
Don Calixto apura su vaso, le pido que me enseñe a boxear para defenderme de los broncos de la colonia, y de Carmelo. El don acepta, “quien quita y hasta bofe profesional te vuelves”. Me chancea.
Don Fidel deja de colorear caballitos, y nos convida a pasar a su aposento. Yo cargo con la cubeta de pulque y don Fidel y su hermano con los vasos. Ya adentro, su esposa nos ofrece chicharrón en salsa verde con frijolitos de la olla, olorosos a epazote. La trama obliga sudar y don Calixto nos sirve  otro pulque. Comidos, don Fidel va por su guitarra. Entre canción y canción nos cuenta de su paso por innumerables tríos. Que una vez los Diamantes le pidieron que tocara con ellos, pero por azares de la vida, no lo pudo hacer. Don Calixto  pide a su hermano Quinto Patio: no hay bolero, tango, ranchera, huapango, chotis, polka o corrido que no sepa; cumbia, rocanrol (rock and roll), blues, de todo raspa don Fidel en su guitarra. Entrada la noche, con tres cubetas de pulque en el cuerpo, se me ocurre preguntar por Porki. Don Calixto me mira torvo, y enjugándose la baba del neutle que cae de sus labios, responde:
--¡Ese vago! Regresó apenas de Veracruz. En la mañana fue al Centro a buscarle trabajo a un muchacho que trajo de allá. Ya no han de tardar.
Dicho esto, entran Porki y el veracruzano, al que don Fidel llama Canelo. Es un tipo chaparrón y hablantín de pelo café y que fuma mucho. Dice que en su pueblo fumar es algo cotidiano, sirve para ahuyentar los moscos que ahí se reproducen por montones. Que en su terruño se comienza a fumar y a tomar desde los seis años. Beben para aguantar la recia que es cortar la caña, o para no amedrentarse cuando se enfrascan a machetazos con algún rival. Que las peleas y defunciones en Fortín de las Flores, por machete, es cosa cotidiana.
Porki, cuenta que cuando recién llegó a Fortín, a él le tocó ver una riña, donde hombre uno le cortó la oreja a otro de un machetazo. Canelo, ya debe varias orejas y brazos. A su corta edad, dieciséis años, la muerte es parte de su cotidianeidad. Alzando su camisa, además de su machete muestra el mapa de la violencia recibida. Me quedo pasmado al ver las severas cicatrices que le cruzan el estomago y la espalda. Don Fidel ofrece pulque. Canelo, saca una botella de aguardiente y la da a don Calixto. La vela dura hasta pasada la medianoche. Porki recoge del piso –así va a ser hasta que el jarochito desaparece de la colonia- a Canelo y lo lleva a acostar. Yo me retiro trastabillando, bajo el titilar de estrellas, que en esos tiempos aún se podían mirar.



CANELO

Como todos los provincianos, fanfarroneaba que la iba a hacer. Que él había venido a la capital a ganar dinero para sacar de la pobreza a su familia. Sabedor del abismo en el que nos encontrábamos, lo escuchaba sin herir sus intenciones. Primero fue a la Merced a descargar camiones, luego Porki lo llevó de ayudante de soldador; se metió de albañil, pero el dinero que ganaba, ni lo enviaba a su familia, ni servía para mejorar su situación. Además era tan poco, que sólo le alcanzaba para discutir el pomo y las chelas. El sino que traía de alcohólico, se le agilizó con el tiempo, hasta convertirlo en un borracho empedernido. Después le empezó a entrar al chemo y a la mota, y a gastarse su sueldo con las prostitutas de la Candelaria, que en una de esas le pegaron la gonorrea.
Ya no trabajaba, se juntaba con Perico y La Española, y con todos los abismados de la colonia. ¿Y sus sueños? ¿Y sus intenciones de sacar de la pobreza a los suyos? Todo se fue al agujero. Don Calixto estaba preocupado por él, e hizo que Porki le dijera dónde encontrar a su familia.  Se fue con Porki a Veracruz, apareciendo a los tres días con el padre y un hermano de Canelo. El padre era un verdadero campesino, con sobrero y todo, de manos agrietadas y mirar apesadumbrado. Su rostro era entre resignado y hosco. Fumaba más que Canelo.
Chaparro con chaparro se pusieron a platicar afuera de la casa de Porki, calladamente, sin hacer aspaviento. Cuando terminaron, Canelo, salió cabizbajo y su padre, dirigiéndose a don Calixto, le dijo:
--Este muchacho nunca va a entender. Allá en el pueblo tiene tierras, animales, casa, pero prefiere estar aquí sufriendo. Siempre ha sido un rebelde. Su mujer llora y su hijo lo llama. Le dije que las cosas ya se calmaron, que el fulano que amoló me dijo que si él regresa, nada le va a reclamar. Pero el muchacho está tonto. Qué más puedo hacer. A’í se los encargo, y espero en Dios que algún día entienda y se regrese a Fortín.
Después de la visita de su padre, Canelo se calmó, por un tiempo no tomó y hasta trabajó sus jornadas completas, pero luego lo volvió a vencer el vicio, hasta quedar tirado en la calle. Se convirtió en un autómata más del escuadrón suicida.
Antes de que el yerro lo llevara a donde lo llevó, se acercó a mí, y mostrándome la foto donde aparecían su esposa y su hijo, me pidió que si moría, les llevara un recado que me entregó escrito en un papel, el que di a su padre cuando regresó la segunda y última vez a preguntar por él. Nunca leí el recado respetando su confidencialidad, pero intuyó que decía, a través de la forma dolorosa con que me pidió entregarlo: que lamentaba mucho no haber conseguido lo que se propuso para ellos. Sentía hondamente ser un jodido entre los jodidos, un sueño derrotado en este cernidor de la muerte, en este infierno urbano. Que maldecía el destino que le había tocado y, que estaba heredando.
--Sabes, me confesó, tengo pena de que me vean así. Mi padre tiene razón, me hubiera vuelto con él, aunque pobres, morirse cerca de la familia es bueno. Eso de andar perdido de los suyos no está bien, uno les hace falta y nos hacen falta. Morir lejos de tu tierra y tus raíces es como no haber sido parido. Tú me entiendes, es como un dolor grande, como si uno jamás hubiera vivido.
Al Canelo, lo volví a ver sólo una vez más: Su cuerpo dentro de un charco, y su cabeza en su vomito con sangre por la cirrosis que cargaba.



 Igual que Canelo –reflexiona Porki- había otro muchacho al que apodábamos Tapachula, por ser precisamente de Tapachula, Chiapas. Este se quedaba en el templo evangélico de don José. Tapachula también la vino a hacer y lo que encontró fue la vorágine del vicio y el alcohol.
Se preguntarán, por qué se remarca la violencia y el vicio, será por qué lejos de ser un gusto, es un infierno que no deja de perseguirnos. Quienes lo vivimos, lo sabemos. Lo que causa y ha causado a nuestras vidas esos monstruos. Ver correr a Tapachula por la calle, preso del delirium tremens, no es algo que cause placer. O verlo arañar las paredes, pretendiendo matar fantasmas espeluznantes, tampoco es motivo de enseñorear. La neta, vivir esa situación en la calle o en el chante de uno, es traumático. Ver como autómatas, como zombis, a tus hermanos, a tu padre, a tus primos, a tu madre, a tus vecinos, yendo y viniendo de la vinatería o la pulquería; transcurrir sus vidas en un tiempo aletargado, en un ambiente donde tienes la impresión de que todo está ya muerto. Donde tú eres un ánima más entre esas ánimas que se devoran las unas a las otras. Eso es lo que sufrí en mi adolescencia, que fue la adolescencia de miles, de los cuales, seguramente, algunos siguen tratando de huir, o tratando de encontrar alguna explicación del por qué pasó eso. Yo no sé en que acabó Tapachula, a lo mejor, purgando en alguna cárcel, o muerto en alguna riña o por un pazón o por las tantas enfermedades dolorosas que causa la cochinilla y el taguarnis. Lo que si sé es que lo vi llegar joven y animoso a la colonia, con muchas ganas de buscar una nueva vida, diferente a la de miseria que tenía en su tierra. Pero lo que se encontró fue un destino mala leche, un destino perro rabioso. Un destino aplastante. Tapachula sucumbió ante él, como sucumbió Cacahuate, otro bato de Durango, que también la vino a hacer, y que para conseguir su vicio, se tuvo que prostituir: Un día, desesperados por el desempleo, se nos ocurrió una idea para poder ganar dinero. Le dije a Cacahuate que nos fuéramos calle por calle ofreciendo nuestra mano de obra. Así lo hicimos. Al pasar por una casa, salió un individuo, que después supimos trabajaba en el gobierno, y nos llamó. Nosotros corrimos a atenderlo. El tipo nos preguntó si sabíamos de albañilería. Le dijimos que sí. Nos invitó a pasar. Nos metimos. Ya adentro, el viejo nos mostró un muro para resanar. Lo vimos. Le dije cuanto le cobrábamos. El tipo aceptó el costo. Al cuarto día que estuvimos trabajando ahí, se descaró. Primero me ofreció buscarme una buena chamba en el gobierno, a cambio de un trabajito personal, que consistía en lo que ustedes se imaginan. Como no acepté, se enojo conmigo,  aunque no me corrió. El que sí, a pesar que traté de persuadirlo, fue Cacahuate, impresionado por la serie de promesas financieras que le ofreció. A los pocos días Cacahuate ya andaba bien vestido, acompañándolo a todas partes.
En eso acabaron los sueños de Cacahuate, como los de Tapachula, o los del Canelo, o como los de tantos que me he topado en la vida, o mejor dicho en este degolladero que es 

lINTERMEDIO ANTE TANTA BRUTALIDAD

Ahí va la Toña, con su vestido de novia y su súper bolsa con chemo! Se detiene, hace arabescos en el aire con su mano. Abre ojos de toro loco. Aparta el polietileno de sus bembos; da asco verlos embadurnados de pegamento. La Toña, sujetando los holanes de su vestido, hace una caravana como si fuera un bufón ante su rey. Alguien le sonríe. Más allá, entre la basura, está Cachetes comiendo desperdicios, junto a su perro lame mierda. La Toña lo descubre y va hacia él. Al llegar, el infra sujeta su mano, y  como si fuesen recién casados, entran a la alcoba de cartón que hay sobre la acera.
El matrimonio de la Toña y el Cachetes, se disolvió cuando el Pelón enamoró al adicto, regalándole una muñeca sin ojos. La Toña se puso recontento, y desde entonces la trató como una hija.
--¡No que yo no podía tener bebes!
Grita la Toña a la gente, enseñándoles a su prole. Las personas se ríen de él, y le dicen que está loco, que se fije bien que lo que trae entre las manos no es una niña, sino una muñeca ciega. La Toña no les cree y ladra:
--¡Es mi nenita, y si no tiene ojos, es por que Dios quiso que no tuviera para que no mirara la pinche caca que mosquea al mundo!
Un día la Toña quiso que su hija fuera a la escuela, y la llevó a inscribir: Ahí va la Toña muy oronda con su hija de la mano. La emperifolló, le peinó su pelo color zanahoria y hasta le puso un moño. Cuando llega a la escuela, no le permiten entrar. Regresa triste a donde el Pelón tiene su sala a la intemperie, y se pone a llorar hasta que no le queda ninguna lágrima. Pasa varios días deprimido y sin comer, acariciando la cabeza de su pequeña. El Pelón lo cuida celosamente, hasta que la Toña regresa a la vida, hasta que vuelve a inflar su súper bolsa de alucine.
Una tarde, los vecinos se percatan de que no trae puesto su vestido de novia, y de que su hija no se encuentra junto a ella. Le preguntan:
--¿Y tú hija, dónde la dejaste?
Les contesta:
--¡Le hice su fiesta de quince años. A los días se me casó con uno de sus chambelanes. Yo le regalé mi vestido. Vieran que bonita se veía! Dicho esto, vuelve a inhalar su bolsa.
Al mes siguiente, abrazados sobre el sofá, encuentran muertos a la Toña y al Pelón. Dicen que el Cachetes los enfierro mientras dormían, en venganza por la traición que le jugaron.


 REGRESO A LA REALIDAD QUE PARECE SURREALISMO


EL TAPACHULA

Hay un perro escuálido, echado frente al templo evangélico. Se ve triste, acabado. Desde la avenida, miro el Popocatépetl, y en sus faldas un rebaño de venados.
--¡Ay viene el invierno! Grita alguien. Carmelo, al oírlo, se convierte en gallina y corre siseando pavorido:
--¡Ay viene el infierno, ay viene el infierno!
Miro otra vez hacia las faldas del Popocatepetl, e impresionado por los desvaríos de Carmelo, que ahora corre convertido en vaca, veo un río de lumbre derramándose por una de las laderas del volcán. Me asusto. El perro sigue sollozando. Carmelo continúa huyendo, pero ahora convertido en cuyo. Columbro que del infierno emerge el rostro de mi padre, tragándose a Carmelo.
--¡Para qué te lo comes, si tú lo quieres mucho! Le recriminó.
Padre trata de tragarme, pero esquivó sus fauces. Al ver lo que me quiere hacer, madre sale de la casa y le arroja agua. El infierno se apaga, es cuando veo a Carmelo convertido en venado, retozando sobre las faldas del volcán.
El perro escuálido me ladra. Cuando me acerco, descubro que es el Tapachula, echado a mis pies y pidiéndome agua:
--¡Dame agua, para apagar la lumbre que traigo dentro! Comienzo a llorar y Tapachula se bebe mis lágrimas. A lo lejos oteó a la Toña danzando con Canelo. Se ven grotescos. La sed de Tapachula es insaciable, y como el lloro que cae no le basta, intenta chupar directamente de mis ojos. Lo retiro de un manotazo. Este cae de bruces. Canelo y Toña continúan bailando.
CECILIA

Es domingo, Cecilia me pidió que la acompañara a misa. La verdad tengo flojera, pero si me niego a ir, seguramente me mandará a freír espárragos.
La veo venir al fondo de la avenida, el frío que hace es para andar bien abrigado, pero por la mini que trae, me imagino que a de pensar que es verano.
--Vamos.
Me dice, con ese modo tan sensual de hablar que me atolondra. La abrazo, y al sentir su calor, el frío se derrite.
--Oye, ¿a la noche vas conmigo al toquín?
--Hojas Petra.
Cecilia es fanática del TRI, y danza el grueso como pocas. En la entrada de la iglesia encontramos a Parménides, que cada ocho días acompaña a su jefa a oír sermón. Lo saludo. Éste,  antes de entrar a la iglesia, soplándome al oído rápidamente, me reta a hacer una diablura, Cecilia pregunta qué me dijo. Le respondo que nada en particular.
La verdad, mi madre me inculcó lo cristiano a punta de escobazos y maldiciones. La primera comunión la hice por que me amenazó con desconocerme como hijo: a mí me gustaba más quedarme a echar volados de a estampitas, que ir a la doctrina, pero conociéndola, me aguantaba las ganas y al pasar por la escuela, donde se juntaban los changos a merenguear, apretaba mi moneda de la suerte y derechito al rezo. Doña Mati, que era la doctrinadora, me metió tantos miedos de Dios, que todo lo consideraba un pecado, y a cada rato me confesaba. Llegar a la primera comunión hecho un angelito, fue mi ilusión y ansiedad. Pero no sabía porque estando arrodillado frente a los santos, algo por dentro me hacía pensar que eso no tenía ningún sentido. Mientras pedía perdón al cristo ensangrentado en su féretro de cristal, interiormente me decía que lo que estaba haciendo no era sincero. Cuando realicé la primera comunión me sentí bien, pero al paso de los años, cansado y desilusionado por qué todo lo que le pedí a Dios nunca me lo concedió, renuncié a seguir asistiendo a la iglesia, hasta hoy, que por quedar bien con Cecilia, oigo misa.
Se reza el Padre nuestro, Parménides voltea y me hace una seña para que no me olvide de la apuesta. Sin cavilarlo más, meto la mano al bolsillo y horadando su fondo me lo empiezo a frotar. Par voltea de nuevo. Con un gesto lo invito a mirar hacia mi bolsillo. El lo hace sonriéndose de mi atrevimiento. Cecilia, en trance secular, ni se percató de lo que estuve haciendo. Al terminar la misa, Parménides se acerca y discretamente me da lo apostado. Cecilia se apea de mi  brazo y me pide que la lleve a desayunar. Terminando de comer, la acompaño a su casa. Antes de entrar, ella me obliga a prometerle que la llevaré al tíbiri. Se lo juro. Al alcanzar la avenida, me topo a Castañas. Lo saludo tartamudeando. Castañas me pide que lo acompañe al mercado. En el camino platicamos de Cacho, que se suicidó colgándose del techo de su casa. No soportó la depresión que le causó la muerte de Guante. Lo quería tanto. Antes de inmolarse, bebió alcohol varias semanas. Guante murió de una cruda. “La noche anterior a su fallecimiento --comenta Castañas--se les vio tomando en una fiesta. Estaban perdidos de borrachos. Guante intentó pelear con un alemán, pero Cacho lo impidió”. Libaban juntos, dormían en la misma cama, hubo hasta quienes murmuraron que eran amantes. Al otro día, Castañas miró a Cacho correr por la calle, cargando entre sus brazos a Guante y pidiendo a gritos que alguien llamara una ambulancia. Cuando llegó la asistencia, el muy perro ya había fenecido. Al mes, Cacho se quitó la vida.
Volviendo del mercado, como ya hace hambre, me despido de Castañas invitándolo al tibiri en la noche. Entrando a la casa, madre me recibe con su acostumbrado sermón de que ya busque yo empleo por lo menos para mi pipirín. Soporto vara mientras como. Mamá me da la noticia de que Carmelo se alistó en el ejército. Ninguna sorpresa, ya que a Carmelo siempre le han gustado los uniformes. Madre se mira preocupada, y me confiesa el miedo que tiene que lo maten. La conforto diciéndole que ni se acongoje, ya que Carmelo tiene el cuero más duro que el acero. Termino de zampar, y para hacer buena digestión, me arrellano a ver la tele, mientras da la hora para ir por Cecilia: Piporro es nombrado el Bracero del año por los gringos, después de pizcar cajas y más cajas de jitomate. Como premio lo legalizan y lo mandan de jolgorio a Hollywood. Un corte noticioso: Agustín Barrios Gómez, informa de un grupo delincuente que mata policías. Al oírlo madre se asusta y lanza un ¡Dios bendito! Por Carmelo. La conmino a calmarse, ya que Carmelo no es tira sino sardo.
--¿Y si se arma la guerra? ¡Ni Dios lo mande! Vuelve a exclamar.
Ya está oscureciendo. Me acicalo un poco y antes de salir aviso a madre que iré a danzar con Cecilia. Esta me exige cuidarme y regresar antes de la medianoche. Cruzo la colonia, en la choza de Cecilia, Castañas ya espera. Nos saludamos. Chiflo. Sale Cecilia.
--¡Vamos! -Nos ordena-. Mamá me dio permiso nada más un par de horas. Dice que hoy viene mi papá.
Enfilamos hacia la calle donde será la tocada. Al llegar, el bailongo empieza. Después de rato la calle se llena de broza. El baile es amenizado por el Pájaro Loco, un sonido de la colonia. La cumbia suena. Como yo no bailo, Cecilia lo hace con un bato. Mientras Castañas y yo cheleamos. Son las once y Cecilia no para de bailar. Castañas y yo ya estamos burros, y no nos damos cuenta cuando se sueltan los catorrazos.
--¡Ay viene el Diablo y su banda! Se oye gritar. Cecilia vocifera que nos larguemos. Envalentonado por la cerveza, rehúyo a hacerlo. Ella jala mi brazo. Los botellazos inician. Castañas y Cecilia corren. Un tipo no mal vestido se planta frente a mí, sosteniendo en su mano una pistola.
--¿Y tú qué ñero, te sientes muy pantera?
--¡No mucho! Le contesto.
El fulano me apunta con el arma a la frente. En un manoteo reflejo, se la tiro. El tipo se queda tieso. Un botellazo revienta en el asfalto, cosa que aprovecha el sujeto para tratar de recobrar el revólver. No le doy oportunidad y le atizo un puntapié en el rostro. La trifulca en su apogeo: Las sirenas de las patrullas ululan. Siento un jalón que me arrastra fuera de la batalla. Ya lejos de ella, Cecilia y Castañas me preguntan si no me ocurrió nada. Les contesto que no.
--¡Pues de la que te salvaste!
--¿Por qué? Pregunto.
--¡Pues, el que pateaste era el Diablo!
Me paralizo todito, luego un temblor incontrolable se apodera de mí. Castañas al verme,  me ofrece un cigarro para calmarme. Cecilia, que también está nerviosa, se abraza a mi cuerpo. De la que me salvé, o más bien en la que me metí, si es que el Diablo se entera de que yo, además de desarmarlo, le propine una patada  en el hocico. Al pasar frente a la vinatería, pido a Castañas comprar  tequila para el susto. Cecilia, ya calmada, además de vanagloriarse de mi hazaña, me conmina a no preocuparme, que a lo mejor el Diablo, si lo vuelvo a ver, no me reconocerá. Sus palabras me confortan.
--¡Las doce! Sisea Cecilia. Apresuramos el paso. Llegamos a su casa, el camión de su papá no está estacionado frente a ella, respiramos aliviados. Cecilia se mete un instante a avisar a su mamá de su llegada. Castañas se despide de mí. Saliendo de nuevo yo hago lo mismo con Cecilia, y cuando le doy el beso de despedida, el claxon de la mudanza del Piticuas cimbra nuestros corazones. Ni modo de correr si ya lo tenemos a unos pasos. Cecilia ancla su mano a la mía. Piticuas se acomoda pegado a la casa. En lo que hace la maniobra, sus ojos nos fulminan. Una vez estacionado, baja del furgón y sin decir nada, sujetando los cabellos de Cecilia, la arroja al suelo. Me grita que me pire, y arrastrando a Cecilia de las manos se mete a su morada.
La juerga ha sido intensa. Los gritos de Ceci me crispan el coraje, pero para más diablos tengo ya esta noche y, tragándome las ganas de hacerle al héroe una vez más, me retiro a mi chante, antes de que otra cosa me suceda.
Entro al cuarto, Carmelo ya está jetón. Mi madre a hurtadillas me comenta que llegó malhumorado, y que mejor no haga ruido para no despertarlo. Como no tengo ganas de lidiar con otro diablo, me voy derechito a la cama, en silencio y sin cenar.

Otro día. Me topo a Cecilia. Acaricio su rostro amoratado. Me comenta que su padre quiere hablar conmigo, que me espera en la noche. Se me atraganta la manzana.
--¿Para qué quiere hablarme? Le pregunto timorato. Ésta sólo levanta los hombros, y se despide de mí dándome un beso en la mejilla.
Toda la tarde estuve pensando en mi encuentro con Piticuas, “qué tal si me quiere para hacerme lo mismo que a su hija. Pero conmigo se la va a pelar”, me dije una y otra vez, fraguando la defensa.
Del susto de enfrentármele, hasta me dolió el estómago y no me dio por comer nada. Para tranquilizarme me puse a ver la tele. Demon y Parménides me vinieron a sonsacar, pero yo los mandé por un tubo. También llegó la Española, pero igual que le doy la vuelta. Mi madre se sorprendió de que no quisiera salir de la casa, y me preguntó que si estaba enfermo. Yo le dije que un poco, pero no le comenté lo de Piticuas, ni de la madriza que le dio a Cecilia. Mamá se retiró a sus quehaceres, pero preocupada regresó y me ofreció de comer. Yo le dije que no tenía hambre. Mi respuesta la inquietó aún más. “¿Si quieres te llevo al médico?”. Me soltó. Le contesté que no era para tanto. Ya no comentó nada y volvió a retirarse rascándose la cabeza. Al rato entró Carmelo, que andaba franco. Yo creo que madre le contó de mi negativa a comer, y como me conoce lo tragón que soy, también se alarmó: ¿Quieres que te acompañe a ver a California? Me sacó de onda la disposición de Carmelo, conociendo su resentimiento para conmigo. Como ni le contesté, este salió del cuarto, sin antes ponerse a mi disposición para lo que quisiera, que al fin somos hermanos.
¿Me veía tan mal con lo de Piticuas? Me levanté para observar mi rostro en el espejo. Mi semblante estaba como siempre, aunque mis ojos brillaban apesadumbrados: ¿Para qué me quiere Piticuas? Traté de concentrarme en la televisión, pero mi cerebro seguía insistiendo: ¿Para qué me quiere Piticuas?
Muchas veces Cecilia me ha comentado de lo canijo que es, que lo que tiene de chaparro lo tiene de demonio. Que todos en su calle le guardan respeto, hasta los más granujas. Que en una ocasión balaceó a unos nomás porque le dieron un balonazo a su camión.
¿Para qué me quiere Piticuas? Mi cerebro insistía. Al acercarse la hora de la cita, me pregunté si debía ir. Por un momento me dije para qué, pero después pensando en la posibilidad de que Piticuas viniera a mi casa a reventarme la vida por desairarlo, reculé en mi pensamiento. Además, la verdad me gustaba mucho Cecilia.
Al dar las siete de la noche, me levanté y me fui directo al fregadero para lavarme la cara y peinarme. Luego me puse la mejor ropa que tenía para que Piticuas no me viera chilapastroso. Ya arreglado, escuché la hora en la radio: veinte para las ocho. Mi madre seguía preocupada por mi actitud. Me despedí de ella diciéndole que llegaría temprano. Ella me echó la bendición y me dijo que me cuidara mucho. Salí de la casa. En el trayecto me encontré a Tripas que también iba a ver a su novia. Nos fuimos platicando. Tripas me preguntó que qué me pasaba, pues me veía cabizbajo. Yo le conté lo de Piticuas, y este palmeándome la espalda me animó, y me dijo que si necesitaba un paro, que nada más chiflara. Agradecí su solidaridad. Cuando llegamos a la calle, Tripas se fue a la casa de su novia y yo me lancé a la de Cecilia. El camión no estaba y por un momento pensé que me había salvado la campana, que Piticuas había tenido que salir de urgencia a alguna mudanza. Me alegré, pues por el momento no tenía que enfrentarme al ogro. Respiré aliviado, y de un silbido llamé a Cecilia. Esta salió luego, luego. No se veía nada contenta, al contrario se notaba acongojada. Me dio un beso, que sentí más como Dios te agarre confesado, que por el gusto de verme. ¡Mi papá te está esperando! Al escuchar la sentencia, se me salió el espíritu del cuerpo y se me heló la sangre. Cecilia me tomó la mano obligándome a seguirla. El tramo que caminé de la puerta de calle a la habitación donde me esperaba Piticuas, se me hizo larguísimo, y un manojo de malos pensamientos me asaltaron: Piticuas al verme se me abalanzaba a golpes y puntapiés. Piticuas sacaba su pistola y la vaciaba sobre mí. Piticuas esgrimiendo un machete me cercenaba en pedacitos. Piticuas, abrazando con sus manazas mi manzana, me asfixiaba. Piticuas me... al entrar al departamento la madre de Cecilia me recibió contenta: ¡Qué bueno que viniste hijo; pásale te estábamos esperando! Nada me sorprendió la amabilidad de la doña, ya que así se comportaba siempre conmigo. La casa estaba arreglada, como si estuvieran esperando a alguien importante. Los hermanitos de Cecilia hasta se habían bañado. Teresa, su hermana noviera, al verme me abrazó muy confianzuda: ¡Pásale cuñadito, pásale, estás en tu casa! En la estufa una hoya de aluminio dejaba escapar su olor a chocolate. Dos paneras en la mesa estaban repletas de conchas, cuernos y bisquets. También sobre la misma mesa, había refrescos y una botella de ron; unas tazas de porcelana recién desempacadas. Al parecer se esperaba un gran acontecimiento, que pensé no se trataba de mí. Cecilia abrió la cortina que daba a la sala y asomando la testa, siseó: ¡Ya llegó papá! La voz de Piticuas se oyó imponente: ¡Que pase! El cogote se me atragantó y sentí que me orinaba. ¡Pásale! Me ordenó Cecilia. Tardé en responder a la orden. Piticuas estaba en el sofá mirando el partido de fútbol. Sin verme a la cara, me pidió que me sentara donde quisiera. Las piernas me temblaban. ¿A qué equipo le vas? Preguntó. ¡Al América! Contesté de bote pronto. Piticuas despegó los ojos de la televisión, y fulminándome con ellos, se paró enojado: ¡Cecilia, Cecilia, ven para acá! Cecilia y su mamá entraron agitadas. Piticuas, tronó contra Cecilia: ¡Cómo está eso de que tengas de novio a un americanista! La doña tronó la carcajada: ¡Ahora si que te chingaste viejo, ya no seremos dos los americanistas, sino tres! Y salió de la sala sin dejar de reír. Cecilia también se rió y dirigiéndose a mí, dijo: ¡Es que mi papá es chiva de hueso colorado! Piticuas, lamentándose, sin más preámbulos, farfulló: Ni modo qué se le va  a hacer. Nadie es perfecto. A ver amigo, ¿por qué no me habías dicho que mi hija es tu novia? Si yo lo hubiera sabido no habría pasado lo de ayer en la noche. Pero ahora que lo sé, pues te doy permiso que andes con ella. ¿Por qué a eso venías hoy, no? ¿A pedir mi consentimiento de andar con Cecilia? Pero nada más no me la vayas a embarazar, pues ese ya es otro cuete. ¿Quieres una chela o una cuba? ¡Y déjame ver el partido, que esta vez, las sagradas chivas si se van a enchufar al América!
Cuando acabó el partido nos sirvieron de cenar el atole de chocolate que vi hirviendo en la estufa, ¡exacto! Con los panes que estaban sobre la mesa. Luego, confianzudamente, Piticuas me invitó a jugar dominó.


 FREDDY, IRMA Y POLI

Ocultos en la noche, descubrí a Irma y Freddy drenando su fogosidad. Poli, el novio de Irma, se acercaba con un gran ramo de rosas. Di el pitazo, pero estaban tan entretenidos, que no escucharon mis gritos. Poli aventó el racimo y se fue contra ellos. Irma alertó a Freddy. Este la hizo a un lado y recibió a Poli a puñetazos. Se enfrascaron en un duelo a muerte. Freddy sacó de sus ropas un filo. Poli al verlo se echó hacia atrás. Irma se entrometió. Freddy guardó el fierro y al cruzar frente a mí, me reclamó por no haberle avisado. Le contesté que no era mi asunto. Freddy ya no dijo nada y me pidió que lo siguiera.
En su chante encontramos sola a su hermana. Como no le caía mal me ofreció amable un vaso con agua. Freddy se retiró al baño. Silvia se sentó frente a mí: la mini que vestía dejaba ver sus piernas. Me les quedé viendo. Ella me preguntó si me gustaban. Le contesté que sí: ¡Si regresas al rato, posiblemente me las puedas tocar! Freddy retornó del baño y, al ver a Silvia, la levantó tirando de una de sus manos; pegándola a su cuerpo la acarició y la besó. Yo me saqué de onda. La yucateca lo jaló para la otra habitación. Freddy regresó al rato, y antes de retirarnos, Silvia me recordó con un guiño su promesa.
La noche estaba impregnada con el frío de los muertos. Se acercaba noviembre. Pronto las calles se untarían de olor a cera y flores de cempazúchitl. Los niños harían sus calaveras con cajas de zapatos para pedir dulces y dinero; sus lámparas con una botella quitapón, con petróleo y mecha de estropajo. Carmelo, intentaría asustarnos con su  traje raído de calaca. Doña Lupe nos contaría historias de aparecidos y, de cuando un charro negro se le declaró y trató de secuestrarla para desposarla. Madre nos daría dulce de calabaza, y tía Gela, me invitaría a ir con ella a Temoaya, para visitar a los muertos, a comer pan con chocolate y, a ver el colorido de flores en el panteón mientras comemos tacos de hongo y nopalitos, chamueis con tortillas recién salidas del comal. Escuchando a los norteños cantando en otomí.
Freddy me dejó en la tienda de Rufino y se fue a buscar una novia que vivía cerca del mercado de la Romero: pensé en regresar con Silvia, pero como estaba aún sacado de onda por la escena con su hermano, decidí no hacerlo. Mejor me quedé a platicar un rato con el tendero y su ayudante el Zopilote. Rufino, acordándose de sus maldades de aburrimiento, me retó a comerme de un bocado un par de chiles curados a cambio de un pedazo de queso, un jarrito y un paquete de galletas saladas. Yo le dije que si quería divertirse que se los tragara él. Zopilote echó la carcajada y Rufino se disculpó diciendo que sólo estaba bromeando. Dieron las nueve y el abarrotero cerró la tienda.
Esperaba que el transitar de autos se despejara para cruzar la avenida, cuando escuché la voz de Silvia pegada a mi oído:
--Por qué no has ido a la casa, sigo sola.
Me quedé mudo, sin saber qué contestarle.
--Si estás sacado de onda por lo de mi hermano, te digo que no ocurrió nada, y ahora que llegue mi papá le voy a decir lo que trató de hacerme. ¿Vas o te quedas?
Me lo dijo tan convincente, y como me agradaba, fui con ella.
Al día siguiente, por lengua del Zopilote, supe que los gritos de Freddy a medianoche les había espantado el sueño. Don Antonio, que era un tipo, además de tranza, muy estricto, por lo que le había hecho a Silvia, lo golpeó hasta que Freddy, aullando de dolor, pidió perdón a su hermana.


CANCIA 

Del ligaso en el párpado se revolcó en el suelo. Me ganó un lapsus de perversidad y se lo solté sin pensar en el daño que le podría causar. Cuando dejó de revolcarse, se levantó y volvió a arrellanarse en su banca, dirigiéndonos una mirada de odio, que aún me hace mella. Estaba sólo en la aula, purgando la sentencia que le había impuesto la maestra. Cancia era un caso perdido, nunca iba a entender que a la escuela se acudía a estudiar y no a echar relajo. Un día antes su madre había sido llamada por la maestra para enterarle de lo malora y burro que era su hijo. Del coraje que le dio a la señora saberlo, ahí mismo, sin recato alguno, lo picoteó de coscorrones y cachetadas hasta que se cansó bajo la mirada complaciente de la maestra.
            Eso paso cuando Cancia y yo íbamos a la primaria. Tuvieron que transcurrir varios años para que este se vengara del ligaso que le había dado. Una tarde jugando frontón, la disputa por un tanto nos enfrentó a golpes. Cancia me tiró al suelo y trepándose sobre mí, me dio de puñetazos, al momento en que me pedía la rendición. Pendejo que no soy, se la di. Cancia dejó de pegarme y de ahí en adelante nos tratamos de tú a tú. Cancia se enroló en la banda del Chinaco volviéndose un rijoso de primera, que agredía al que se le viniera en gana. Pasaron los años y con lo que le pasó a Chinaco, su banda se deshizo. Cancia se desapareció un rato del panorama. Después de mucho de no verlo, me lo topé en una fiesta de cumpleaños a la que me invitaron. Ya era judicial. No me impresioné cuando lo confesó a todos, pero pensé en que a lo mejor, Cancia buscaría la ocasión para armarme pleito. Ni modo ya estaba yo en el ajo. La fiesta transcurrió tranquila, nos bebimos dos botellas de Algusto. Ya en puntos borrachos, Cancia empezó a vociferar y a decir que no había en la colonia uno sólo que le saltara el oso con él. Y dirigiéndose a mí, dijo:
            --Saben porqué respeto a este cabrón, porque es el único que no se rajaría si le dijera que se rompiera el hocico conmigo. ¿Verdad que no?
            Mi corazón comenzó a acelerarse, ya que pensé que la pregunta más bien era una declaración de guerra. Pero, ocultando mi temor, respondí:
            --La verdad no.
            --¡Ya ven como este si tiene güevos!
            La fiesta concluyó en santa paz. Ya después supe que Cancia se había metido en problemas muy duros. Que se había echado al plato a uno. Que estaba recluido en una cárcel de Sinaloa. Me acordé de cuando éramos niños. De cómo nos pasábamos de vivos con él. De cómo lo trataba su madre. De las veces en que los maestros lo exhibieron en la escuela como un tonto. Del rencor tan profundo que se le veían en los ojos. De su cobardía que después explotó y lo convirtió en vengativo y asesino. Me sentí culpable de sus destino. Culpé a su madre, a los maestros y a todo el barrio. Vi su rostro bondadoso de niño reflejado en el agua de mi memoria, que se derramó en mis ojos. Su pequeñez soportando las vejaciones, acumulando rencor tras rencor. Llenándolo de músculos de resentimiento, los cuales vi asestar sin misericordia en el cuerpo de los contrincantes que osaban enfrentarlo. Me lo imaginé tras las rejas, postrado en su celda. Lo vi alzar su carita ingenua y recibir de nueva cuenta los ligasos que yo le propinaba en mi perversidad infantil. Lo vi de judicial saludándome con mucho respeto y alegría. A mí, que al fin de cuentas había sido uno de sus verdugos. A mí, que al fin de cuentas debió de haberme machacado como un vil gusano. Saludarme y brindarme su amistad, su solidaridad en caso de que la necesitara.
            Muchas veces me he preguntado porqué Cancia actuó así conmigo. Y en mi recuerdo se viene a la memoria el día en que alguien trató de agredirlo, y yo, en un arranque de bondad, no sé, lo salvé de la agresión, enfrentándome al mozalbete que quería herirlo con una navaja. Yo pienso que fue por eso que trataba de protegerme. Pero ahora Cancia ya no está para que me diga si tengo razón. Ya no está: Lo mataron, después de que él mató a uno en el presidió.


 EL ABUSIVO

Don Antonio era un hombre noble, que después se volvió abusivo, desde que el padre de Paco, en una pelea de borrachos le trozó la oreja de una mordida. A mi me trataba con mucho aprecio y me regalaba dinero sin que yo se lo pidiera. Pero se corrompió a tal grado que me robó mi cajón de bolear, con la argucia de que lo iba a rotular para afiliarme a la CROC.
De tanta tranza, don Cevallos, que así se apellidaba, tuvo que huir para que no lo metieran a la cárcel, dejando a su suerte a Freddy y Silvia.
Después de que Freddy nos engañara que había ganado un campeonato de box, parchando su rostro con curitas y mostrándonos el supuesto trofeo que había ganado, se fue con Silvia a Yucatán. Como Poli quería mucho a Irma, le perdonó todo. Irma era una lángara para el sexo, y no se recataba cuando le gustaba alguno. Aunque la acompañara Poli, le lanzaba el can. Le dio vuelo a la hilacha hasta que Poli se casó con ella y se fueron a los Estados Unidos, de donde llegan las noticias de que Poli, no soportando más las infidelidades de Irma, se divorció.

No sé porqué, pero hace una semana Cecilia me mandó por un tubo. Ni modo así es la vida. Para calmar la depre, me lanzo a ver a don Caín, a que me cuente que jais con los comunistas. Al llegar al taller, el ruco me recibe cabizbajo y temeroso.
            --¿Pues, que le pasa don?
            Este ni tardo ni perezoso me confiesa el por qué se encuentra así:
            --Es que ayer el gobierno se cargo a todos los compas del comité. Les cayó la DFS después de que se marchó el cantante. Realizaban un festival cultural a favor de Cuba, se llevaron a todos: A la maestra Linda y al profesor Anselmo. También involucraron a varios sacerdotes. Y yo, pues ando asustado, con eso de que igualmente soy comunista, a lo mejor también cargan conmigo.
Para alivianarlo un poco, le digo que no se agüite, que si él nada tiene que ver con ellos, nada debe de temer. En todo caso, a lo mejor a mi también me pasarían a torcer por haberle aceptado el Manifiesto Comunista. Don Caín me ofrece curado. Yo se lo acepto:
--¿Y quién era el cantante?.
--No sé. No me lo dijeron.
Don Caín se queda pensativo unos instantes, luego me pregunta:
--¿Tú crees que se los chinguen.
--¿Quién sabe, a lo mejor sí?
            --¡Mira, quien iba a pensar que hasta unos curitas andan metidos en esto. Ahora que los maestros son buena onda. Ojalá que nomás les den cana, y no los desaparezcan. Aunque esos de la DFS, son muy jijos.
            --Pues como toda la tira ¿no don Caín?
            --Sí, como toda la tira.
            Don Caín se queda pensativo un rato. Luego se levanta de su asiento y va hacia una caja de cartón, de donde extrae un bulto cubierto por una toalla y no sé cuantos trapos más. Lo desenvuelve, dejando ver un libro. “Mira, te lo guardé”. Me dice, y me lo da. El libro habla sobre la revolución cubana y sobre el Che Guevara, Fidel Castro y un tal Camilo Cienfuegos. “Pero no se lo vayas a enseñar a nadie. -me dice-¡Ojalá que la cosa no pase a mayores, y pronto suelten a los compañeros”. Al retirarme, don Caín me aconseja:
            --Mete el libro bajo tus ropas, y si ves una camioneta sospechosa rondando la calle, échate a correr y aviéntalo al drenaje.


 Muchos apodos tiene la policía --hace memoria don Caín--, ganados al fragor de su atropello y corruptela. El sobrenombre más común es la tira, tira porque te subían a la patrulla, o el coche sin placas y luego de madrearte, te tiraban con el motor en marcha, donde cayera, en el Bordo de Xochiaca, o en el canal de aguas negras de Santa Elena. Tira, por que era la tiranía, los halcones, las madrinas, los porros, las orejas, los represores, los escuadrones de la muerte. Tira, por que eran los que te aplicaban la ley fuga, los que te balaceaban en caliente.
Cuántos testimonios de sus fechorías existen en nuestra memoria, como el del adolescente aquel que al salir de la tienda, vio una patrulla y del miedo que les teníamos, corrió y los tiras sin averiguar siquiera, creyendo que era un delincuente, lo acribillaron por la espalda.
Así cómo no les íbamos a temer. Ser judicial o tira, tener charola, les daba el derecho sobre los demás, depredar; esperar a los obreros el día de la raya, a las afueras de las fábricas para robarles sus salario. De secuestrar al ciudadano y descaradamente exigir el rescate a su familia a cambio de su liberación. De tenernos intimidados, en estado de terror para que los gobernantes nos tranzaran a sus anchas. Para que no hubiera brotes políticos; para que nadie protestara. Sin embargo, no hay mal que dure cien años, ni pueblo que los aguante.
La tira, los tirantes, los tecolotes, los gorilas, los judas, la perjudicial, los cuicos, la razzia, los policarpios, la julia, el barapem; el pánico diario de nuestra juventud, que aún se manifiesta en los que vivimos esta pesadilla. Ver a un tira era mirar la muerte husmeándote, prestos a darte el premio gordo de tu vida. No te muevas, no hagas panchos, camina como si nada. Que no te tiemblen los músculos ni los güevos, aprieta el culo para que no te traicione el excremento. No los mires y cuando se alejen, respira hondo, has librado la parca por este día.
La tira, esos emigrantes amolados de Guerrero, Oaxaca; los más violentos de Tepito y la Candelaria de los Patos: Traigo placa. Soy un dios. La tira, el frío eterno. El diablo. El depredador del siglo XX.



Don caín platica, que un día los tanques entraron a la colonia a derribar jacales. Que a él lo agarraron como el Tigre de Santa Julia, con el respiro dentro y mirando hacia el infinito. No les dieron tiempo de sacar nada. Todo lo pisotearon. Dejaron la colonia hecha un batidillo y, cuando encararon a los líderes para que obraran como Dios manda, estos se hicieron majes, diciendo que era cosa de muy arriba.
--Cuando fuimos a ver a las autoridades –cuenta don Caín-, estas se retractaron. Como no nos dejaron otra regresamos a tomar la colonia, pero volvieron a llegar hartos tiras y nos desalojaron. A mí me madrearon por revoltoso. Al compadre Zotoluco lo plomearon. Desaparecieron a varios colonos. Después supimos que todo fue la mala obra de algunas autoridades, y de un fraccionador, que después fue acusado de fraude y dicen que se hizo el muerto para pelarse al extranjero.
Luego nos tocó lo de la toma de chimecos. Otros colonos y yo andábamos re-bravos secuestre y secuestre camiones. También hacíamos pintas a las horas de la madrugada para exigirle al gobierno meter en cintura a los pulpos que a cada rato nos subían el pasaje. De tanto fregarlo con las tomas, las marchas y las chapopotiadas en las paredes, nos hicieron caso, pero nomás nos calmamos, volvieron a subir el pasaje.
También estuve apoyando para la construcción de la escuelita, que acá en la colonia llamaban “Cuatro Vientos”, porque carecía de muros. Los pobrecitos niños se sentaban en tabiques para tomar sus clases. Los maestros eran unos revoltosos que le chiflaban a la kena. Puras canciones subversivas enseñaban a los chamacos. Lo de las banquetas, drenaje, el agua y la luz no fue gratis, bien que nos asoleamos para gritarle al gobierno que  los pusiera. Creo que hasta muertitos hubo. No sé si fue por las banquetas, o por lo de los camiones... creo que fue por lo de los camiones... Mataron al maestro Agustín Pérez... Buena persona pues. Se lo llevó el gobierno y después de golpearlo lo regresaron pero ya agonizando.
No, si aquí para tener lo nuestro, tuvimos que fregarnos, a nadie se lo debemos, ni a los gobiernos...



EL CALACO

Rodeado por el escuadrón suicida, Carmelo cuenta como murió Calaco:
--Mi compa salió al baño, cuando regresó que se cae sobre Silencioso. Todos nos despertamos al oír el golpazo. Silencioso, enojado, que lo avienta:
--¿Qué te traes, cabrón?
Mi compadre, se levantó, y arrodillándose me pidió perdón:
--¡Discúlpame compa por haberte dado baje con tu mercancía!
Después se paró y dando un traspié, volvió a caer. Silencioso, le preguntó qué le pasaba, pero el flaco chitón. Entonces que me le acerco y al ver que tenía los labios morados, le empecé a dar masaje en el pecho.  El Silencioso dejó su catre y fue a llamarle a la ambulancia.  Por más masajes que le di, mi compadre se juyó a la otra vida.  Al rato llegaron los de la ambulancia para certificar que ya chiras pelas. Mi jefa fue a avisar  a su familia. Quienes al principio pensaron que nosotros lo habíamos matado. Pero los paramédicos de la Cruz Roja, les dijeron que había fallecido de un infarto.
Mi compadre me contó que cuando cayó en cana, los tiras lo patearon en el pecho y que desde ahí se había sentido mal. Yo la verdad creo que de tanto chemo y borrachera  su corazón ya no aguanto y pos... Descansa en paz compito.
Quién sabe como se corrió la voz de que el Calaco había felpado, pero antes que su familia lo trajera a la casa, ya los del escuadrón suicida lo esperaban con flores y veladoras. Al ver entrar el féretro se les espantaron los ojos y, comenzaron a preguntar de que había muerto. Al saber el parte, algunos se empezaron a tocar el pecho y a interrogar lo que sintió el difunto antes de su desenlace: “No, yo aún no tengo eso”, “a mi lo que me duelen son los riñones”; “a mí veces se me duerme un brazo, pero me hecho un allipus y se me pasa”. Realmente estaban consternados por la muerte de Calaco, algunos hasta tres o cuatro veces hicieron guardia ante el ataúd, sólo para mirar el rictus de su camarada.
            Cuando se lo llevaron a enterrar, todo el escuadrón se trepó a la carroza. Todos en sus cinco sentidos, con tremendos ramos de flores entre los brazos. Hubo uno que compró un cirio de un metro de largo. Otros portaban veladoras por docena.
            El entierro fue rápido, con alguno que otro aspaviento. Al volver a la colonia, el escuadrón de nuevo regresó a su cometido. A las pocas semanas, otro de sus miembros dejó el jolgorio y el rito fúnebre se escenificó de nuevo.



 La broza ya anda embarcada en el desenfreno y la violencia. Mata ratas hace unos días se aventó a las llantas del chimeco. Demon se largó de su chante, luego que aporreó a su viejo cansado de verlo golpear a su madre. Me he enterado de que en la otra colonia hay una escuelita, donde a los chavos les enseñan oficios, a rascarle a la guitarra y a convivir sin tanto trauma.
            Voy a visitarla a ver que onda, decidido a bajarme del tren de la muerte. Cuando llego a la escuelita me recibe Ordaz, un maestro de secundaria que funge como director. Es bonachón y un tanto verbero. Me pasa a su oficina, un cuarto de dos metros por uno y medio en el que apenas cabe su escritorio y un par de sillas. Me invita a sentarme. En eso entra un viejo tozudo.
--Mira te presento al maestro Juan, él da el taller de electricidad.
--¡Mucho gusto!
--El maestro Juan es sargento jubilado. Así como lo ves, ya tiene setenta años y con hartas ganas de aportar.
El maestro Juan, al sentirse adulado, suelta la lengua:
            --El ejercicio es el que me ha mantenido en buen estado, don Ordaz. Ahora que mi energía, se la debo a la disciplina militar y a mis ganas de hacer algo por los demás.
Dirigiéndose a mí:
--Aunque sepa usted joven, que también hace poco me salve de la huesuda. Ya mero me carga, si no es por que me di cuenta a tiempo de su presencia. Fue en una revisión médica de rutina. Yo me sentía muy bien, nada de molestia. Cuando vieron las radiografías que me hicieron. ¡No hombre, tenía todo perforado el intestino! ¡Me tuvieron que operar de emergencia! ¡Gracias a Dios salvé la vida! Pero créame, la longevidad se la debo al ejercicio y a que no vivo en los excesos y si en la disciplina.
            El maestro Juan deja la oficina, al escuchar el jolgorio de sus alumnos.
--¡Estos muchachos, no saben más que jugar! Ordaz retoma la plática conmigo. Me pregunta a que me dedico. Yo le digo que a nada en especial. Me dice que si me interesa un taller en especial. Le digo que sí, que quiero aprender guitarra. Se alegra al oírme, ya que él además de ser el maestro de taquimecanografía, también es el de guitarra.
            --¡Cuando quieras puedes empezar! Y no te preocupes por el instrumento, aquí te lo proporcionamos.
            Yo me despido de él, prometiéndole llegar puntual a mis clases.
           


Cuando aterricé en la colonia, Cambujo me esperaba en la entrada de mi casa. Apenas me vio llegar, se apeó a mí y soltó la lengua:
            --Te estaba esperando para darte el pitazo de que la Española la trae contigo y dice que donde te vea te va a quebrar. No sé que le hiciste, ni me importa, pero ten cuidado. Yo ya le puse sus putazos y le advertí que si te hacía algo chiquita no se la iba a acabar.
            Una vez que soltó la sopa, Cambujo se despidió de mí y se sumergió en la calle. Me preocupó lo de la Española, más por él que por mí, ya que si Carmelo y mis demás carnales se llegaban a enterar, no pararían hasta toparlo y hacer que se tragara sus amenazas. Entonces decidí guardar silencio.
            En lo que se llegaba el día de mi primera clase de guitarra en la escuelita, sucedieron cosas. Una de ellas la muerte de Berna y de Gil. El primero victimado por unos judiciales en Sonora, cuando intentaba fugarse de ellos perdido de borracho y, el segundo por un ataque al miocardio producido por las cuatro cajetillas de Marlboro que se quemaba diariamente. El Gil era de piel blanca, peluda, de estatura media, muy bien vestido y de un hablar nada impulsivo y con cierta prosapia y urbanidad. Días antes de su fallecimiento, llegó a la cuadra y nos enseñó la venda que apretaba su espalda y pecho.
            --Ya tengo días con este dolor y con nada se me quita. Pero ni así dejo de fumar.
Nos dijo antes de empinar en su boca la caguama helada que duro solo un rol. A la siguiente semana nos llegó la noticia de su fallecimiento.
            Un domingo llegó la Española a casa a buscarme, pero como mis hermanos ya estaban al tanto de sus amenazas, no lo dejaron acercarse a mí ni un centímetro. La Española luchaba por que lo dejaran darme la mano para hacer las paces conmigo, pero Carmelo se la maniató y doblándosela por la espalda se lo llevó de ahí. Mis demás hermanos –Cola de burro, el Silencioso y el Ponclas-, se la sentenciaron y correteándolo lo expulsaron de la cuadra. A los dos meses, al regresar de Guadalajara, murió de cirrosis. Como Luis, también se despidió de mí: yo lo vi sentado en el patinaje, agitando su mano y lanzándome una sonrisa de esa que se echaba cuando éramos niños. Después, como si hubiera sido hecho de tiza, se desvaneció en el aire.
           

Raúl está sentado afuera de la casa de Oscar, esperando a que éste salga. Raúl sueña con irse a Gran Bretaña y hacerla en grande con la música. En cambio, Oscar quiere parecerse a John Lennon. Cuando éramos niños, nos reuníamos en el patio de la casa de Oscar a sentirnos los Beatles –yo me sentía Los Credence-, tocando escobas con ligas, tinas y otros utensilios que la hacía de instrumentos musicales. Ya desde entonces nos hacíamos pasar, o imaginábamos ser Los Beatles: Raúl, Paul Maccartney, Oscar, como ya dije, John Lennon, yo por más feo, Ringo Starr, y no recuerdo quien George Harrison. Ya adolescentes hicimos nuestro grupo de rock, y anduvimos tocando en fiestas y demás jolgorios, hasta que la vida nos obligó a separarnos.
            Después de rato, Oscar salió con una guitarra en la mano y se la dio a Raúl. Este ni tardo ni perezoso comenzó a pulsarla. Canciones de los Rollin Stone, de los Dors, de los Credence, pero sobre todo de la Super Banda Chicago: Raúl imitaba con su voz, excelentemente las trompetas, era todo un show. Nos hacía pasar una velada fabulosa. Cuando se cansaba de tocar a Chicago, empezaba con las de Serrat y Roberto Carlos.
--¡Vámonos por el vodka! Exclamó Oscar. Fuimos a la tienda del Abuelo por él. Al regresar nos topamos a don Caín, cayéndose de briago.
            --¡Ustedes que saben de Zapata! Nos restregó y se fue trastabillando. Efectivamente poco sabíamos de Emiliano Zapata. Especialmente, Raúl y Oscar, que andaban más enfrascados en imitar a sus ídolos y la vida norteamericana y británica. Nos subimos a la azotea de la casa de Oscar, y ahí, escuchando al grupo Chac Mol, nos embriagamos mirando el cardumen de estrellas en el cielo...


 COLOFÓN


EL ADIÓS DEL COLA DE BURRO

--Se me quedó mirando fijamente a los ojos, luego me dijo decidido: ¡Yo ya me voy a morir, y si no me muero a los 45 años, me mató. Lo dijo muy decidido, convencido de ello.
            Cuando llegué a la casa, madre me comentó que se lo habían llevado al doble A. Que se había sentido mal después de navidad. Que su hijo mayor lo había acompañado a internarse.
            --Ya se veía mal. Yo salí a despedirlo a la calle. Antes de irse me dijo que él ya se iba a morir, que no me preocupara.  Me dio la mano y se fue a internar. Si yo hubiera sabido que ya no iba a regresar, no lo  dejo ir.
            Una semana antes de su partida, platiqué con él. Se veía animoso, aunque la piel ya la tenía reseca, ceniza, amoratada; sus ojos los tenía inyectados, desorbitados. Me comentó de su intención de hacerla, de construir un cuarto para empezar a comprar sus cosas.
            --¡Vas a ver carnal, la voy a hacer chida!
Una semana atrás había discutido con él. Desde entonces me percaté de que ya andaba enfermo. Hablaba incoherente, como ido. Entonces sentí que ya no debía de enfrentarlo, que a lo mejor cambiando mi estrategia, si en vez de regaños lo trataba con cariño, él recapacitaría para dejar de beber.
            --¡Está bien carnal. Y mira cuenta conmigo en lo que yo te pueda ayudar. No pienses que soy tu enemigo, nadie aquí en la casa es tu enemigo. Eso tenlo por seguro!
            El se ánimo aún más cuando le di mi apoyo. Hasta imaginó como sería su cuarto. Los dos ubicamos el lugar de la casa en donde lo construiría. Yo me sentí reconfortado de verlo alegre, planeando cosas para, a lo mejor, detener el rápido tren de su vida y darle una variante que lo llevaría a reconciliarse con él mismo y con el mundo.
            --¿Sabes una cosa carnal? Trata de dejar la borrachera un poco. Cuando sientas necesidad de tomar, has cosas, vete al cine, convive con tus hijos...No sé... No te digo que de un sopetón... Poco a poco... Digo... Chance y puedas darle la voltereta a tu vida.
            Me dijo que haría lo que yo le aconsejaba, que en verdad la quería volver a hacer. Después de esa platica, lo volví a ver, pero ya en su féretro.
           
            --Llegó a mi casa. Platicó con sus hijos. Cuando se despidió de ellos, abrazó a Chicho y no lo quería soltar. Le decía que él ya se iba a morir. Lo abrazaba de tal manera, que sentí escalofrío. Yo le pedí que no dijera eso delante de sus hijos, que los asustaba. Luego se salió despidiéndose de mí, nunca pensé que fuera para siempre.
            La esposa de Cola de Burro, se mira desecha, con los ojos desbordados de llanto. Cabizbaja, mirando hacia la tierra, con las manos crispadas de dolor. Cargando su cuerpo abatido, entrando y saliendo de la alcoba donde se encuentra le féretro.
            --Se murió sentado, con las manos pegadas a la nuca. Atragantado de orgullo. En silencio, sin darle lata a nadie. Pobrecito, ya tenía los intestinos amoratados, y dejaba charcos de sangre cuando iba a orinar. El ya presentía que se iba a morir, y se lo estuvo diciendo a todo el mundo, a sus amigos borrachines; a mi comadre Socorro, a los chachareros con los que compartía mercado. Todavía una semana antes de fallecer se arrepintió de no haberse ido a internar a la granja donde lo quiso meter su hermano Ajolote para que se curara. Me dijo: Mamá, mejor si me hubiera ido a la granja donde me quería llevar mi hermano. Pero ya era demasiado tarde, la cirrosis ya le había avanzado mucho.
            Su rebaño de suicidas se lamenta a la entrada de la casa: Jaski, a pesar de su juventud, se mira avejentado, como conteniendo en su carne, a punto de reventar, una gran pesadumbre, pero a pesar de ello no deja de beber hondos tragos de marranilla. A su lado, Quijadas, aúlla dolorido por la muerte de su camarada. Otros quemados, amodorran la congoja como perros apaleados acuclillados en la acera. De pronto se me viene a la cabeza que ya están muertos, que sólo se han aparecido para acompañar a Cola de Burro en su viaje al ultramundo. La escena es deprimente, demoledora. Cuando sale el féretro de la casa, Quijadas se lleva las manos a la cara y gime. Jaski, hace una mueca de abatimiento y alzando la botella de marranilla, da la despedida a su camarada. Al momento que el féretro es introducido en la carroza, se me agolpan mil recuerdos en la memoria: es madrugada y en el patio de la casa se escucha el gorgoreo de las ánimas retornando a sus aposentos. Cola de Burro ronca a mi lado. Siento una humedad cálida irradiando en mi pierna. Alzo la cobija y me percato de que mi pantalón está mojado. Enojado, zarandeo a Cola. Este se despierta.
            --¡Otra vez te volviste a orinar! Le digo. Cola tapa su rostro con la cobija. Mamá que me ha oído, jala la cobija y reprimiéndolo lo obliga a levantarse. Mi hermano se niega a hacerlo y mamá lo golpea. Le grita que es un meón, y sin dejar de pegarle le obliga a quitarse los pantalones. Cola, humillado y llorando, hace lo que mamá le pide. Doña Angelita, que era curandera, le dice a mamá que Cola tiene frío en la vejiga, que por eso se orina en la cama, pero la verdad es que éste padecía de miedo a la oscuridad, y como tenía que cruzar el patio para hacer sus necesidades, pues prefería vaciarnos su perfume. Así fue como se ganó el apodo del Perfumes, mote que le re-encanijaba que le dijéramos; más en la adolescencia.
           
Su entierro fue rápido, de un día para otro, para que madre no estuviera contemplándole y contemplándole, para que no se exprimiera su alma de tanto sufrimiento. Cuarenta y un años tenía cuando metieron su féretro a la fosa, cuando le cantaron los norteños, cuando lo encerraron para siempre los ladrillos. Cuarenta y un años mientras Porki iba de un lado a otro fumando nervioso entre las criptas; mientras el Pelón me decía que estaba conmigo en el dolor; mientras el escuadrón suicida aullaba por su partida.
            El último tabique fue apilado y sus cuarenta y un años quedaron varados dentro de la oscuridad, esa que le daba tanto miedo, que lo mantenía recluido todo el tiempo, que no le permitía alejarse más allá de sus dominios.
            Tu hijo ya se ha ido a la eternidad, dije a madre. Con el alma y el cuerpo cansado me respondió: “Yo todavía tengo la esperanza de que un día vuelva”.


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