LOS MUCHACHOS DE
MI GENERACIÓN
RAYMUNDO
COLÍN CHÁVEZ "AXOLOTL"
Portada: César González Castillo
Para mi esposa Juana Vera:
Lo que veo
en sus ojos
es un largo
camino por andar,
jamás se
rinde por encrespado
que esté el
tiempo.
Sabe que
tiene que escalarlo y lo hace,
como un
torrente que dota de luz al universo.
Mil barros merodea la
calle. Freddy pone una zancadilla y Barros traga polvo. Sancho y Pericles se
desternillan de risa. Freddy se apresura a guindarlo:
--¿Qué
pasó, se te enredaron los pies? Ironiza Freddy apretando los labios para no soltar la risotada.
--¡Ahora si que te dan una paliza... mira cómo te ensuciaste!
Sentencia Sancho. Barros comienza a temblar:
--¿Qué tienes macho? Le pregunta Pericles. Mil,
sin dejar de tiritar, responde:
--Es que si regreso sucio a casa, papá me va a
zumbar.
Para que se calme, Pericles le propone lavar
sus ropas en su casa. Barros se sosiega. Su semblante evoca al héroe de piedra
de los Cuatro Fantásticos. Al entrar, la madre de Pericles pregunta qué le
sucedió. Este la engaña diciéndole que una bicicleta lo arrolló jugando soccer.
La señora se traga el embuste y antes de continuar con sus quehaceres, le
ordena a su hijo cuidar la casa mientras ella vuelve del mercado. Ya
solos, Mil barros se desviste: su pecho y espalda también están racimados de
acné.
--¡Oye! ¿Por qué tienes tantos granos? ¿Qué
nunca te masturbas? Suelta Sancho.
Barros, intrigado, pregunta que es masturbarse.
Freddy contesta:
--Masturbarse, es el arte de jalarse la pinga
hasta que ésta eructe. Sirve también para quitarte los barros.
--¡A poco eso cura los pusientos!
--¡Sí mano! Exclama Pericles. Ves la cara de
Freddy, la tenía peor que tú, pero con un año de tratamiento, quedó más lisa
que una cáscara de sandía.
Interesado, Barros ruega le enseñen a
masturbarse. Freddy conciente. Después de rato, el mañoso convulsiona igual que
una tetera en el fuego. Barros observa sin perder detalle. Freddy contrae las
piernas: A punto de estallar, se aproxima a Mil y le rocía el estómago de
espermas. Sancho y Pericles truenan la carcajada. Asqueado, el novato, se
limpia los pececitos. Freddy sisea:
--¡Así se la jala uno cuate!
--¡Eres un fregón! Profiere Sancho.
--¡Me cae que sí! Recalca Pericles, palmeando
su espalda.
--¡Masturbarse es padre! Sisea Mil barros.
--¡Claro! Exclama Freddy. Y como viste, es
sencillo. Nada del otro mundo. A Wilson que nosotros que somos maistros
podemos realizar suertes como cuando jugamos balero. La que me hice fue de
diez puntos. Las difíciles son las de cincuenta. Tú puedes iniciar con las de
cinco puntos, hasta llegar poco a poco a las de mayor porcentaje.
--¿Y si mamá me descubre?
--No creo bato, para eso hay mañas... o
mejor dicho, algún donde poder hacerlo… pero
antes lávate las manos… no sea que te infectes….
--¿Puedo rascarme una...? Pregunta tímido Mil
barros.
--¡Uta, y nosotros seremos los padrinos de tu
primera convulsión! Barruntan los muchachos.
Una vez secas sus ropas, Mil barros, se despide de sus nuevos
amigos, prometiéndoles visitarlos en otra ocasión.
Desde
la puerta de calle de mi casa, veo a Demon y Mata ratas ir hacia la tienda. Al
llegar, Mata se acuclilla en la acera, aspirando a su estopa llena de thinner.
Demon me pregunta:
--¿Ya supiste lo que pasó anoche? Me dice.
Contesto que no.
-¡Pus encontraron a un bato
muerto frente a la casa de doña Marina! ¡Dicen que no era de la colonia, porque
nadie le dio tinta! Que la doña vio quién se lo echó al plato: Lo bajaron de un
carro con polarizados. Uno de los asesinos gritó ¡Vámonos! Pero antes de que se
pelaran un tipo gordo se acercó al muertito, y le arrancó los ojos.
--¡No
manches! ¿A poco sí? Exclamo horrorizado.
Al rato,
Demon nos persuade de ir con Blues para des-aburrir la mona. Doblando a la
esquina el BARAPEM nos cae, y, en vez de visitar a Blues, vamos a pasear con la
julia, hasta que Mata ratas los lleva a su casa. Doña Polonia les da una
corta y el BARAPEM nos suelta.
-¡Ya ven por andar de
vagos! Recrimina la doña. ¡Digan que nomás les dieron una calentada, porque
hace unos días, a estos, se les pasó la mano, enfriado al sobrino de doña Lupe!
Las historias de abusos del BARAPEM son muchas, porque
donde te atoraban, te fregabas, ya que no se tentaban el corazón para atizarte.
Esto me lo contó Chicano, un rocanrolero de acá del barrio que murió
atravesando el Bravo.
El bato me contó, que un día que andaba desempleado,
se le ocurrió rematar su herramienta. En el mercado de San Juan encontró a un
chacharero:
--¡Que purrúm jefe! ¡Le
vendo unas herramientas!
--¿Son robadas?
--¡Cómo cree!
--¡A ver sácalas!
Abrió el morral y al
extraer la cuchara y la plomada que le caen:
--¡Judicial!
Gritó un fulano pistola en
mano. Chicano se paralizó. Otro policía, un enano perro, lo sujetó de los
cabellos y trabando uno de sus brazos se lo dobló por la espalda hasta casi
tocar su nuca. El de la pistola, abrió la puerta del auto y lo embutió. Ya
adentró, lo sentaron junto a otro judas, que al parecer era el Ángel.
Lo trajeron dando vueltas,
preguntándole a quién le había hurtado las herramientas, de que si era burrero.
Chicano confesó que las herramientas eran suyas, que las había comprado en la
Ferretería de Los Cevallos, y que no era burrero, que le gustaba el pisto pero
hasta ahí. Ellos dudaron insistiéndole que soltara la sopa, que los llevara con
sus cómplices, con quienes le surtían la mota. En una de esas –me dijo Chicano-
el carro se detuvo, y el enano, que era el Diablo, se dirigió al de la fusca,
que era la Madrina:
--¿Qué onda, lo tiramos en
la marcha? La Madrina respondió:
--¿Hay lo que diga el jefe?
El Ángel carraspeó:
--¡Espérate, no hay necesidad de eso, aquí el muchachito nos va a cantar todo! ¿Verdad carnalito?
--¡Espérate, no hay necesidad de eso, aquí el muchachito nos va a cantar todo! ¿Verdad carnalito?
Chicano asustado comenzó a
perorar. Les repitió que no era burro ni ratero, que si querían los llevaba a
donde había comprado las herramientas. El Diablo, intentó vendarle los ojos. Chicano no se dejó,
recordando lo que Chino le había
contado: “Cuando te vendan los ojos ya valiste; una vez vendado, te
pasean un rato reventándote a madrazos, luego te llevan al Bordo y, así sin
detener el auto, te tiran, y si bien te va, quedas fracturado para toda la
vida.”
El Diablo enfurecido por su
resistencia, sentó su cholla sobre el respaldo del asiento y la golpeó con
saña. Sólo se contuvo hasta que el Ángel se lo ordenó:
--¡Canta muchacho, así este
no te golpeará más! Chicano chillaba que le dejaran probar lo que estaba diciendo. Que fueran a la Ferretería
de Los Cevallos para que preguntaran si había comprado ahí las herramientas. El
Diablo gritó:
--¡Vamos a enfriarnos a éste cabrón!
Y le golpeó el rostro. La
Madrina lo miró sin perturbarse. El Ángel, que al parecer se había compadecido
de Chicano, ordenó:
--¡Vamos a donde dice el
muchacho, y si nos está engañando, hay tu sabes lo que haces!
Cuando llegaron a la
Ferretería, el Diablo y la Madrina se bajaron. Después de unos minutos, los
judas y el encargado se acercaron a la ventana del coche donde Chicano se
encontraba. El encargado, que lo conocía bien, chitón con la cabeza. Los
policías treparon al auto, encendieron el motor y ya sobre la marcha, el Diablo
ladró:
--¡Antes de bajarlo, déjame
darle una calentada!
El Ángel se opuso:
--¡No, acuérdate de lo que
le pasó al Jarris por darle toques a un chavo. Sus parientes lo demandaron: no
ves que al muchacho le tuvieron que extirpar los tanates, y por poco felpa. Aún
es hora que no sale de esa bronca y seguro lo van chingar!
El carro tomó por la
avenida y ya de nuevo en San Juan, lo dejaron libre.
Eso fue lo que me contó
Chicano antes de que intentara cruzar el
Bravo y lo asesinaran los de la migra.
Ya sin Mata Ratas, Demon y yo visitamos a Blues,
encontrándolo en su agujero ponchando a la juanita.
--¿Quieren las tres?
Nos ofrece pujando por
el esfuerzo que hace para retener el humo. Me abstengo. Demon si forja. El
pitillo se consume en dos jalones y ya
pachecos vociferan madre y media.
Blues, nos cuenta del bato
que apañaron con un morral lleno de peyote en el mercado, y del maestro que
agarró la chota acusándolo de pertenecer a la 23 de septiembre. Al profe se lo
llevaron sin que hasta la fecha nadie sepa de él:
--Dicen que esos de la
23 matan policías y secuestran ricos para quitarles su dinero y comprar armas
para hacer la revolufia.
Demon ya anda
rebuznando incoherencias, cosas de él y de sus padres, de como el chacharero
acicala a su genitora en cada briaga. Una noche el macho por poco y la mata. La
golpeó lo que quiso. La señora aullaba. Todos en la colonia la escuchamos. La
hubiera enfriado, sino es porque Demon se lo impidió:
--¡Me caí que mi ruco
es bien manchado y mi jefa una agachona. Yo que ella ya le hubiera puesto unos
trancazos!
Descarga
Demon, lanzando puñetazos al aire. Blues, fintando, agacha la cholla, como si
los ganchos fueran dirigidos a él.
--¡Ya estuvo! ¿No? Bufo, dejándolos en
su alucine.
Entrando a mi
casa, me topó a madre yéndose al mercado
--¡Que bueno que llegaste!
Me dice. ¡Voy a la plaza, no quiero que te largues otra vez porque a lo mejor
me tardo, ay te encargo a tus hermanos!
--¡Esta bien! Le digo.
Madre cuando avisa que va a tardar
en el mercado, es por que pasará a embriagarse para regresar y restregarnos el
abandono de papá. Las escenas de sus borracheras nunca cambian.
Primer acto:
--¡Estoy
bien borracha! ¡Sí! ¿Y qué? ¿A quién le ofendo? ¡Tengan mi’jitos, no crean que
soy mala y los dejé sin comer! ¡Sí, me fui a jambar unos curados con mis amigas
y ya estoy bien briaga esa es la verdad!
Segundo acto:
--¡Qué me ven! ¿O qué les estoy
faltando al respeto? ¡Aunque sea de mala, nunca los he dejado sin tragar!
Tercer acto.
--¿Qué me juzgan?
¡Ustedes no tienen derecho de hacerlo, sólo diosito santo! ¡Además yo nunca he
andado con otro hombre que no sea su padre, aunque me haiga dejado! ¡ ¿Qué me juzgan?
¡Aunque borracha yo siempre he visto por ustedes!
Cuarto acto:
--¡Ya duérmete mamá! ¡Ya
duérmete!
--¡Déjenme,
es mi onda! ¿No?
Quinto acto:
--¡Tengo
sed! ¡Váyanme a comprar una cerveza!
--¡Ya
no mamá, ya tomaste mucho! ¡Mejor duérmete!
--¡Si
no me traen una cerveza, voy a quitarme la sed con agua!
(Se
levanta, va hacia la cubeta donde está el agua. Se la tiro. Madre me da un
puñetazo en plena cara. Chorreo sangre. Mis hermanos lloran y gritan que ya no
me pegue. Ella, desquiciada por la borrachera, se jala los cabellos y azota su puño en la pared. Todos gimoteamos
histéricos. Yo me abalanzo y la obligo a que deje de maltratarse. Ella, después
de maldecir, y decir que Dios me va a castigar por haberle levantado la mano,
lucha por librarse. Se tranquiliza, y dirigiendo su mirada a la virgen de
Guadalupe sobre la cabecera de su cama:
--¡Perdóname
madrecita santa, pero es que ya estoy bien briaga!
Segundo drama:
Madre
sentada a la orilla de su cama grita culpando a padre del infierno en el que
dice la dejó. Lo maldice y le pide a Dios que lo castigue, que mate a la güila
con la que vive. Se arrodilla frente a la virgen de Guadalupe:
--¡Santa
María, madre de Dios, ruega señora por nosotros los pecadores a la hora de
nuestra muerte...! ¡Bien sabes madrecita santa, que como tú, he sido una buena
madre. Que nunca he dejado a mis hijos sin tragar, y que tampoco he hecho nada
que los ofenda, trayendo a otro hombre a la casa para que los maltrate! ¡Tú lo
sabes madre santísima! ¡Pero eso no le importa a su padre, que ya ves me
abandonó! ¡Por eso te pido, te suplico madrecita que lo castigues!
No
comprendo el odio de madre, ya que padre aún no viviendo con ella, le endilgó
cinco hijos más.
--¡El
es mi viejo, y le debo respeto! Exclama madre ruborizada, cuando la bromeamos
de que se case con el español que le pide matrimonio.
--¿Qué
tiene de malo que te juntes con otro hombre, si al cabo padre ya hasta tiene
otros hijos? Pero ella justifica su negativa de vivir con alguien más,
anteponiendo su promesa de para siempre con su esposo, que le hizo en la
iglesia frente a Dios.
--El
gachupín es buena gente, y ya me ofreció que si me caso con él, me lleva con
todos ustedes. Que él los pone a trabajar en la mueblería, y que les da el
estudio. Pero ya le dije que no, pues aunque no vive su padre conmigo, él es mi
esposo.
Pienso
que el amor que le tiene madre a papá, es más por compromiso religioso, que de
corazón, y lo demostró cuando éste se fue a amparar a casa, luego de que se
accidentó: incróspida madre le gritó que no necesitaba quien le ordenara, que
después de treinta años sola, ya había aprendido a hacer lo que le viniera en
gana. Que prefería ser libre, y que mejor se fuera, porque estando él, no podía
vivir tranquila. Papá, abandono la casa y pocas veces la ha vuelto a
pisar.
Doña Polonia barre la banqueta.
Al verme me recibe malhumorada:
--Mira
chamaco, deja de sonsacar a mi hijo. Mejor píntate por que no lo voy a dejar
salir.
--Sí
yo no lo sonsaco seño, nada más le doy mi amistad. Además, de qué sirve que
usted lo tenga apandado...
--Cuando
seas padre vas a entender por qué...
Revira
la mujer y, pegando un grito llama a Mata ratas.
--¡Vente,
vamos a echarnos un futbolito!
Patas para qué son. Llegamos
al changarro, la dueña está sentada en una silla, abiertas de piernas
ventilándose el calor.
--¡Hola
doña Chona! ¿Qué jais, nos aventamos un partido?
--¿De
a cómo no chamaco?
--Si
quiere de a peluda.
--¡Orale!
Si te gano, me traes la de tu jefe, y si no, pos con la tuya me consuelo.
--¡No
se manche, que paso de murciélago!
--Pues
yo aunque sea de lombriz flaca.
--Es
usted bien canija, doña.
--Y
tú re alburero hijo.
--¿Tons,
le atora al parche o no?
--¡Va,
chamaco!
Las
pitucas, los calambres y las hipnotizadoras suceden unas tras otras. Doña
Chona, paga y paga juegos.
--¡El
último y ay que muera!
Farfulla. Rebota la pelota,
que se pasea veloz por medio campo, quedando ante la defensa de doña Chona.
Preparo la pituca. Justo cuando la voy a ejecutar, aparece Chinaco, que sin que
Mata ratas le haga algo, lo empuja, provocando que yo yerre el tiro.
--¿No
les pasó?
Reta
Chinaco. El bravucón carga resentimiento desde que lo tundí a golpes por
pasarse de mañoso con mi novia. Trato de calmar la bronca, pero Chinaco, en
respuesta, entierra su puño en el estómago de Mata ratas. Ante tal alevosía, le
acomodo un puñetazo. Chinaco intenta responder, pero otro golpe le revienta la
nariz. Al verlo sangrar, nos evaporamos. Ya en la cuadra, rompemos la taza.
Antes de marcharse, Mata me invita a cascarear terminando de llenar la andorga.
Yo le digo que sí.
Oigo los gritos de Mata Ratas.
Salgo. Demon está con él. Nos vamos al camellón. La tarde se ve limpia y el sol
es un ojo de pacheco mirando la ciudad.
--¡Juguemos
coladeritas! Propone Demon. Comenzamos a cascarear. Al tercer gol llega Chinaco
acompañado de su pandilla.
--¿Qué
onda, te pasaste de listo ese rato, no?
Recrimina
mostrando su párpado hinchado.
--El
tiro fue limpio. Es más el que se pasó de listo fuiste tú. Golpeaste a Mata
ratas a traición.
Trueno
sin amedrentarme. Demon ante las intenciones de Chinaco, mirándolo con dureza,
lo conmina a retirarse.
--¡Déjala
así Chinaco, para qué la haces más grande. Pero si quieres seguirla, me cae que
no hay bronca. A lo mejor ‘orita tu banda te hace el paro, pero te he de topar
solito y chida tu calavera valedor!
Los
amigos de Chinaco se miran y entrando en razón, lo jalan. El bravucón antes de
irse, sentencia:
--¡Me
cae que esto no se va a quedar así!
Al
rato, cansados de cascarear, decidimos seguirla en los futbolitos. Cuando
llegamos, la doña nos reclama:
--¿Para
que peleaste con Chinaco?
--Pero
usted vio que él llegó a provocarnos.
--Si
muchacho, pero un día Dios no lo quiera te va a pasar algo, o te vas a
comprometer. Ya ves que ese chavo, es re-vengativo y como su padre trabaja en
el gobierno, pos... Ya no te comprometas chamaco.
--Con
que sea con usted, me cae que no hay pei.
--¿Cómo está eso?
--Un
poco chiquita, pero picosa.
La
doña al percatarse que he vuelto a las andadas, olvidando sus recriminaciones,
revira:
--Ándale
chamaco, aquí está tu tortilla para tu tacolgando. Dice palmando su
entrepierna. Todos tronamos la carcajada
Cuando Chinaco apuñaló a Mata
ratas, salí corriendo hacia donde se encontraba este deteniéndose los
intestinos. Aún tenía enterrado el verduguillo.
--¡No
lo quites! Gritó Demon. ¡No ves que estos filos son de va y viene!
Demon,
sudoroso, jadeaba como un perro después de correr. Husmeó si Mata ratas seguía
vivo.
--¡Chinaco
está escondido en su chante! Dijo. ¡Si quieres vamos por él!
La
muerte y la violencia siempre pisándonos los talones. En nuestros cuerpos, la
adrenalina corría a borbotones (era una guerra soterrada en un país de dioses
prepotentes con garras inmisericordes. Eran palos, cuchillos, machetes, chacos,
piedras; pero si hubiéramos tenido tanques, bombas o aviones de combate igual
nos exterminamos), alertas para matar, alertas para sobrevivir. Siempre con el
pulso acelerado, el corazón a toda velocidad. Morir era normal, y sin embargo,
mirar a Mata ratas agonizando, me dio pavor.
--¿Quién
de los dos nos está poniendo este cuatro: Dios o el diablo?
Pensé en
voz alta. El resuello de Mata ratas era débil.
--Sí,
¿Será Dios o será el pingo, quién nos manda está prueba?
Volví
a mencionar. Demon me sacó de mi
ensimismamiento:
--¿Vamos
o no tras Chinaco?
La tarde se arremolinaba
nebulosa sobre occidente. El jadeo de Mata ratas era cada vez más endeble.
Inexplicable que el BARAPEM no asomara las narices, cuando era su costumbre
rondar acuciosamente la colonia para mantenernos intimidados, controlados.
Recordé al papá de Chinaco: A lo mejor el vejete tranzó con la policía para que
ésta desapareciera y, el desgraciado de Chinaco, lograra vengarse
tranquilamente de nosotros.
Apreté
la mano de Mata ratas que bloqueaba el chisguete de sangre de la herida en su
estómago. Su rostro perdía tinte. La muerte no tiene color. Rumié para sí.
Hasta ese momento y, frente a la desgracia de mi compañero, me percaté del
cadalso en el que vivía, acechado por los infinitos tentáculos de la parca,
resistiendo su oleaje asesino; las innumerables formas que esta tiene para
atraparnos. El respiro de Mata ratas se extinguía, como una colilla de cigarro
en el cenicero; como una rosa avejentada que había perdido el último suspiro de
su olor, como un perro malherido lejos de la piedad del mundo. Demon vociferó:
--¡Vamos
o no por Chinaco!
--¡No,
no vamos! Respondí. Demón se encolerizó:
--¿Qué,
vas a dejar que Mata ratas se muera así nomás?
Le
estrujé la camisa:
--¡Qué
no te das cuenta, pendejo, que esto es un cuatro para matarnos!
Demon
aventó mis manos e incorporándose violentamente, sacó un puñal de entre sus
ropas:
--¡Pues
yo me voy a arriesgar, y si me matan, pues me llevo a unos cuantos!
Le
corté el paso. Demon amenazó con herirme. Decidido a no dejarlo ir hacia la
muerte, lo conminé a hacerlo. Demon apretó
la daga, después la volvió bajo sus ropas: se abrazó a mí llorando su
impotencia.
Mata
ratas, aunque débil, seguía respirando. Levantamos su cuerpo y presurosos lo
trasladamos al consultorio de California, un médico peace love y samaritano,
que solía atender emergencias. California, rasgaba en su guitarra Caballo
sin nombre (América), y al vernos entrar con Mata ratas, calló. Demon
siseó:
--¡Lo
acaban de picar!
California nos ordenó
poner a Mata ratas sobre el camastro. Luego cerró la puerta del consultorio, y
acercándose al herido, examinó su pulso.
--¡Está muy mal! ¡Hay
que operarlo!
Durante la cirugía,
Demon y yo caímos en un estado de tensión insoportable. Como si el universo
fuera sólo un hueco apretando nuestros cuerpos. Cuando California jaló el
verduguillo, un borbotón de sangre salió tras de él, asustados nos pegamos a la
pared, como si fuera papel matamoscas, con los ojos desorbitados y un rictus de
pánico en ellos. California, diestro, con una pinza, apagó el fluido de sangre
de Mata ratas. Nosotros permanecimos mudos, sudando copiosamente, atrapados en
un vértigo alucinante.
California zurció la
herida, luego, exhausto, se dejó caer sobre su silla. Sujetó su guitarra y con
voz aguardentosa, entonó Simpatía por el Diablo de los Rollin Stone.
Nosotros seguíamos atrapados en el abismo de sopor.
El color de la
madrugada resbalaba en la ventana, cuando los quejidos de Mata nos despertaron.
--¡Ya la libró este
cuate!
Festejó California.
Nosotros lo secundamos.
A la semana, Mata ratas
dejó el consultorio. Todos en la colonia sabían que Chinaco lo había hendido,
pero nadie lo denunció cuando la judicial investigó el caso. Era un asunto del
barrio y de nadie más. Cuando le preguntaron a California de qué había operado
a Ratas, este les contestó que de apendicitis. Mata ratas volvió a las andadas
a los tres meses y nosotros como buenos camaradas, lo acompañamos en la
aventura.
Fue un Día de
Independencia, el humo compacto y penetrante de las llantas encendidas se
expandía en el aire. Cada uno con una botella de tequila a nuestros pies,
mosqueteros del hambre.
--Saben que carnales.
Espetó Mata ratas. Cuando la muerte me meció entre sus brazos, dos perros se
acercaron a ella ladrando que no me llevara. La calaca se negó, pero cuando
estos le riscaron los dientes, dispuestos a pelear con ella, cambió de parecer.
Entonces la muerte me dejó en el suelo marchándose hacia la nada. Los perros me
cargaron con sus hocicos trayéndome de nuevo a la vida. Y aquí estoy con
ustedes, trío de perros ojerosos, vagos empedernidos, prófugos del destino.
Terminando de hablar
Mata, alcé la vista, la luz ya había inundado la colonia. El paisaje en la
calle se asemejaba a una ciudad después de una guerra. Sin detenerse, alguien
que pasó junto a nosotros, dijo:
--¡Acaban de apañar a
Chinaco!
Al momento en que el
fulano desaparecía oímos un balazo. Al otro día el periódico amarillista
difundió la noticia de que el padre de Chinaco se había suicidado: Tenía vínculos
con defraudadores y fraccionadores clandestinos.
La neta valedores
–habla Mata ratas-, si le tengo miedo a la muerte, es muy oscura. Cuando me
dieron el piquete, sentí calientito. Nada de dolor, sólo fuego que se regaba
por mi carne y por mi sangre. La luz desapareció de mis ojos y caí en un hoyo
profundo, con miles de manos en sus paredes que intentaban descarnarme. Al
final del pozo, una luz, que al atravesarla te lleva hacia quien sabe dónde, un
lugar hecho como de niebla, en el que se oye una gritería insoportable.
Una mano tomó la mía.
Yo nunca pude verle el rostro, sólo sentí su presencia. Tenía mucho miedo, pero
luego me fui tranquilizando. No sé cuánto tiempo pasó, no sé cuánto caminé,
sólo sentí que la mano me empujó y caí de nuevo por el túnel. Al despertar, vi
a mis amigos sentados cerca de mí.
La neta, batos, la
muerte es muy canija. Cuídense de ella, no la busquen, ni crean que está no los
va a apañar. Quien la busca y la encuentra sabe lo que digo. A mí me hizo
recapacitar, aunque después me haya atrapado para siempre. Ya ven, por ponerle
tanto al chemo, me aloqué y corrí y corrí, perseguida por ella, hasta que me
arrojó a las llantas de un camión, que como a Kiko, me cercenó la cabeza.
No la busquen, yo sé lo
que les digo. Mejor llévensela tranquila, aunque chupen o le pongan, piano
pianito. Por que la neta, la muerte es traicionera, y a veces nomás te trae
cinchado: con artos dolores en el cuerpo, con los riñones y el hígado
desmadrados. Con la hinchazón a punto de reventarte. Tu estómago lleno de agua
por no orinar. Luego para sacarla te meten unas tripas que duelen ¡puta madre!
No carnales, llévensela liviana, aunque pisten, tranquilitos, por que luego van
a llorar, pidiendo a Dios que no sea gacho, que los dejé otro ratito. Yo sé lo
que les parlo. Luego no digan que no se los dije. Yo vi a muchos caer como
perros atropellados en el asfalto, aullando meco. Asústense ahora de la parca,
no cuando ya la tengan dentro.
PESADILLA MENOR
Simio me corretea pistola en
mano. Un chimeco es apedreado por una multitud de colonos irritados por el
aumento al pasaje. Desde el zaguán de su caserón, el presidente municipal los
mira enojado.
--¿A
dónde vas tan aprisa? Me pregunta don Manuel, desde el interior de su
refresquería.
--¡Ando
huyendo de Simio, que me quiere balacear!
--¡Pues
escóndete aquí, no vez que ya viene el aguacero, y a ti te da mucho miedo!
Entro
a la refresquería del ex maestro rural, ocultándome tras uno de los
refrigeradores, desde ahí veo pasar a Simio, que cae en la loza del frontón
convulsionado. Su madre corre: metiendo su mano a su boca, le sujeta la lengua:
--¡Ayúdenme
por favor, no ven que mi hijo tiene epilepsia!
El
único que la socorre es Cabeza Chica, quien desenvolviendo la servilleta, toma
una tortilla y la da a tragar al epiléptico.
--¡La
tortilla es buena para calmar el hambre, y su hijo está enfermo de hambre,
señora, como muchos de nosotros! ¡Que quién sabe si veremos el futuro!
La
madre de Simio agradece el gesto:
--¡Come
hijito, a ver si así te curas, y yo ya puedo descansar en paz! Dicho esto,
Simio se incorpora. Abrazados, madre e hijo, se alejan del frontón.
Una
vez que Simio se esfuma, dejo mi escondite y antes de retirarme, como siempre
don Manuel me aconseja:
--¡Se
gallo, hijo, se gallo, y nunca te dejes vencer por la vida! Ni te preocupes por
tu padre, él no va a volver. Tú, échale ganas, y cuando tengas algún temor, ven
aquí conmigo, que yo siempre te daré ánimo.
Dicho
esto, la casa de don Manuel desaparece del llano. En la esquina, Jesús, La
Española, llora mientras aprieta mi cuello con su brazo, amagándome con una
navaja:
--¡Si
no me acompañas, te juro que te ensarto! Decidido a dejar el tren suicida en
que está embarcada la broza, le contesto:
--¡Pues
si quieres mátame!, pero ya no voy a hacer lo que tú me digas. Aquí se terminó
nuestra amistad; vete a donde quieras, que yo ya no te sigo.
La
Española, se debate entre empujar el filo o no, pero cuando le recuerdo las
veces en que le he hecho el paro para que los de la otra broza no lo enfríen,
retira el pico y llorando vira hacia la muerte.
Retomo
mi camino. Antes de llegar a casa, me encuentro a Malena, la esposa de la
Española, que con su hijo en brazos, me suplica llorando hablarle para hacerlo entender que el pisto y la mota lo
van a acabar.
--Mira
Malena, Jesús ya no entiende, está bien clavado en el vicio. Te aconsejo que
veas por ti y por tu hijo, que ya no esperes nada de él. Míralo como anda.
Le
digo señalando hacia donde está la Española, bebiendo cochinilla. Malena, se
desvanece para siempre de mi mirada. Cuando volteo la Española trastabilla la
calle, a la vez que grita:
--Tienes
razón amigo, ya estoy bien quemado, y la neta, ni sé como salir de este
infierno. Sabes, me picaron en Guadalajara, la cirrosis ya me hace arrojar
cuajarones de sangre. Dicho esto, su cuerpo se deforma, y de uno de sus
costados brota la cabeza gimiente de su compadre Perico:
--¡Ay,
ay, ay, apáguenme la lumbre que siento dentro de mi estómago!
De
su otro costado, la cabeza de Berna:
--¡El
abismo que nos dio Dios, no lo merecíamos!
Su
cuerpo todo se convierte en un manojo de cabezas, las de todos aquellos que
murieron víctimas de la droga y el alcohol.
De
pronto, en la tolvanera aparece la virgen de Guadalupe. Chucho se arrodilla
ante ella. Los colonos que apedreaban el chimeco. Berna, Perico, hasta el mismo
presidente municipal. La virgen les recrimina y estos lloran:
--¡Ya
no nos regañes madrecita, pues que podemos hacer para ya no vivir en este
infierno!
La
tolvanera se densa, y por más esfuerzo que hago para penetrarla con mis ojos,
no lo logro. La polvareda trasmuta en remolino y girando hacia el oriente,
desaparece la pesadilla.
¡Ya no aguanto ésta pinche
vida! Gime madre, sujetando el cebollero que está sobre la mesa. ¡Me voy a
matar para quitarme este dolor que tengo por culpa de su padre! Cuando madre se
ajuma siempre quiere inmolarse, acabando arrepentida de querer hacerlo y
pidiéndonos perdón por habernos procreado. ¡Perdónenme mi’jitos, esta pena que
me dejó su padre, a veces no la soporto! Pero esta vez es distinto, al parecer
a madre la derrotó el sufrimiento. Alza el cuchillo. Todos le gimoteamos que no
lo haga. Ella echa una mirada torva y persignándose ante San Martín de Porres,
que la mira azorado, levanta de nuevo el cuchillo. ¡Pérate mamá, no te hagas
nada! Volvemos a sisearle. Hasta “la Paloma” está consternada por la pretensión
de su ama de quitarse la existencia. Solloza bajo la cama, asomando sus ojitos
de vez en cuando. Madre no se decide. Nos mira, baja y sube el cuchillo. Nadie
se atreve a quitárselo. En una de esas el filo se atora en una de sus manos y
la hiere. Al ver manar su sangre, la tensión sube de tono, y una crisis de
pánico se apodera de nosotros: ¡Ya deja de hacerte daño, mamá, que no nos
quieres! Madre sorbe la sangre de su mano recriminando: ¡Mira lo que me hiciste
Pedro, mira lo que me hiciste! Se deja caer sobre la cama, sin soltar el
cuchillo. La sangre no le deja de salir. ¡Tráiganme algo para amarrarme la
herida, que no ven que me estoy muriendo! Corro y le doy un trapo. Madre lo
amarra a la cortada, sin dejar de maldecir: ¡Mira lo que me hiciste, Carlos,
mira lo que me hiciste! Tira el cuchillo, el que me apresuró a esconder. Madre
nos pide una cerveza. Se la negamos. Al poco rato duerme con la cabeza
recargada en sus piernas. Me acercó y le doy un beso.
En la tele, el concursante
resbala por el tobogán de la fortuna, Luis Manuel Pelayo lo reta a trepar el
palo encebado, para alcanzar todos los premios que cuelgan en su punta. El
participante intenta una y otra vez sin conseguir escalar un solo metro.
Cansado desiste, Pelayo en recompensa, le obsequia una plancha.
Ya
es hora de la Señorita Cometa, justo al cambiar de canal, golpean a la puerta.
Al abrir, me encuentro a la Española, quien me ruega que lo acompañe a ver a la
Francesa. Como no tengo nada en que ocuparme, acepto.
La
Francesa nos recibe animoso. Jesús le pide una cuba. El homosexual se introduce
a la cocina y cuando regresa con la bebida, la Española se la arrebata. La bebe
de un sorbo, luego se encierra en una alcoba con la Francesa.
Mientras
salen, escucho un disco de Acapulco Tropical. “Viki” me recuerda a Labios de
bofe, que por amor a la Española, es capaz de desnudarse a media calle, si él
se lo pide. Pobre, se embrutece hasta el gorro de estopa para llorar, y
lamentarse de que Chucho le faja sólo para padrotearla.
Al
terminar el disco, la Española y la Francesa salen de la alcoba, pidiéndome que
los siga. Manamos al patio. Yo me arrellano a tomar el sol. En eso estoy,
cuando tocan a la puerta. La Francesa acude a abrir, regresando acompañado de
varios sujetos, quienes sombríos nos saludan. La Francesa les ofrece juana. Estos ni tardos ni
perezosos ponchan. Al rato, el patio es un mar de incoherencias. La Española,
aunque pacheco, se percibe inquieto, dado que trae bronca con uno de ellos. Se
me acerca:
--Sabes
que morro, hay que pirarnos.
Entiendo
la indirecta. Nos despedimos. El que anda de pleito con Chucho, salta al ruedo,
pero la Francesa le da un estate quieto. Ya fuera, viramos hacia la cuadra
donde vemos un bolón de gente a la entrada de la vecindad del Puma. Pegando la
carrera, nos apeamos a ella; tirado en la acera, recargado sobre uno de los
muros, está Cambujo
sangrando de una pierna. Corro a llamar a la ambulancia. Al pasar por mi
chante, descubro a alguien que otea desde una rendija de la puerta. Abriéndola,
encuentro detrás a Chapulín, empuñando su machete. Este me pide viada, que le
ayude a ocultarse de los hermanos de Cambujo. Le digo que se largue. Chapulín,
escondiendo el machete entre sus ropas, antes de fugarse, confiesa:
--¡Tú
bien sabes que si pique a Cambujo fue por que no aguanté que se pasara
conmigo. Se lo advertí que dejara de molestarme por que sino...!
Chapulín
huye de la colonia. Una vez que la ambulancia lleva a Cambujo
al hospital, la Española se despide de mí, diciendo que regresará a la casa de la
Francesa a seguir forjando.
La
Española me invita a ir a escuchar al Thri Soul. Yo le digo que no me gusta.
Este insiste y termino por acompañarlo. En el toquín nos topamos con el Gato,
rodeado de su banda. Le llama a la Española. Este va. El Gato algo le dice al
oído. La Española regresa y me ordena esperarlo. Del Tri a los Beatles, yo
prefiero a los Stones; o ya de perdis a Javier Batis. El baile del apache está
en su apogeo. Descubro a Juanis bailando en el centro de la pista. Ella no me
ha dado tinta. Más allá, mis ojos se topan con Cecilia, dándole duro a la
huaracheada. Al dar la vuelta, su mirada se cruza con la mía y me sonríe. Yo le
hago una seña para que se acerque.
--¡Que onda morro, no que no te
gustaba el Tri!
Me pitorrea. Le reitero que no, que
sólo había acompañado a la Española. Después de mentar madres a la banda, Lora
empieza otra rola. Cecilia me saca al ruedo, yo sin saber que hacer, reculo a
donde estaba. Un bato aprovechando la deserción, toma mi sitio. En un abrir y
cerrar de ojos la pista se llena de gruesos, tragándose a Cecilia.
La tardanza de la Española me
desespera. Estoy a punto de retirarme cuando veo al Gato regresar a donde su
banda. Me digo: ¡Ay viene la Española!
Termina la rola y la Española no aparece. Cecilia regresa sudorosa:
--¡Qué onda! ¿Ya se piró tu amigo?
Me pregunta. Le contesto que tal vez. Cecilia, un tanto agotada, me confiesa
que ya se quiere ir.
--¡Pues si quieres pintémonos de
aquí!
--¡Espérame, ahora vuelvo, voy a
despedirme de la Juanis!
Cecilia tarda un buen de tiempo en
retornar, y la Española sigue sin dar lustre. A lo mejor está afuera pisteando.
Me digo. Antes de que regrese Cecilia bebo una chela. En la pista descubro al
Changarro echando volados de a chicles. El Changarro a de tener el don de la
ubicuidad, porque donde quiera me lo topo, con su cajita de metal, repleta de
Adams.
--Bueno, ahora sí, vámonos.
Me dice Cecilia al momento que lanza
una dona de humo por la boca. Ya afuera del hoyo, hurgo la noche para ver si
está en ella la Española. Cecilia se sujeta de mi brazo y nos vamos a la
avenida a esperar el chimeco. Metida en las sombras, una perrera nos avienta
las luces. Nosotros no nos detenemos. A punto de arribar a la avenida, oímos
unos pasos que se aproximan a todo galope hacia nosotros. Volteo. Es la
Española como Dios lo trajo al mundo. La perrera lo persigue. Cecilia y yo nos
damos a la fuga. Cruzamos la avenida. Nos metemos a una calle, doblamos sobre
otra tratando de perder a la perrera. Exhaustos nos rodamos bajo de un trailer
estacionado. Un bulto cae sobre nosotros. Es la Española. La perrera pasa de
largo. Luego nos paramos y escapamos en dirección contraria. Ya lejos del
peligro, Cecilia se quita la chamarra y la da a la Española que tiembla de
miedo y de frío. Yo hago lo mismo con mi chamarra. De nuevo en la avenida,
trepamos a un chimeco. El chofer pregunta que le pasó a la Española. Le decimos
que lo asaltaron. Los pocos pasajeros que lleva el armatoste, al oír, se
conduelen. Nos sentamos en la parte trasera. La Española me pide un cigarro.
--¿Pus qué te pasó bato?
Jesús, antes de contarme, chupa el
cigarro. Cecilia, se mira consternada. La Española empieza su relato:
--Cuando salí con el Gato a platicar
me dio por echarme una chela. Como no traía plata, el Gato me prestó para
comprarla y se metió de nuevo al hoyo. Ya en la tienda, la tira se apareció,
como traía la bolsa de guama en la mano, me apañaron y me treparon a la
perrera. Arriba, uno de los tiras me empezó a trastear, y a decirme que le
gustaba para forjármelo. Yo lo reté a hacerlo. Los otros tiras, se rieron:
--¡Mira nada más, la mujercita se
enojo!
El que me trasteaba, sacó su pistola
y la puso en mi cabeza:
--¡Déjate de pendejadas y desnúdate!
Yo me resistí a hacerlo. Pero los
tres me sometieron, y me quitaron la ropa. El de la pistola fue el primero,
luego otro, hasta que pasaron los tres. Cuando abrieron la puerta para que él
que manejaba también tuviera su parte, me escapé.
Llegamos a la colonia, la Española
se fue a buscar asilo con la Francesa, y yo acompañé a Cecilia a su casa.
A las morras de la banda nos
gustaba bailar -dice Cecilia-, que nuestros galanes nos llevaran a los tibiris
y a los hoyos. Y para eso él se pintaba solo. Cuando yo lo dejé, no lo hice por
mí, si no por que mi jefa me presionó. Como era interesada, me obligó hacerle
caso a Bigotes, un amigo que trabajaba de herrero, y traía siempre lana. Como
en ese tiempo a papá le estaba yendo mal, Bigotes le prestaba dinero a mamá
para aguantar la semana. El pretexto para cortarlo, fue su repegón con Sara, ¡y
no voy a decir quien me corrió el chisme!
El Bigotes y yo duramos poco de novios, algo así como
tres meses. Cuando yo lo veía, me daban ganas de decirle que me llevara a
bailar, pero apenada por lo que había pasado, me aguantaba. La verdad, me daban
celos de que en vez de mí se llevara a Juanis a rolar los pies.
Luego me case con Luis, al que le decían el Tripas. Tuvimos
varios hijos. Era bueno conmigo. A los cinco años de casados, Luis murió en un
accidente. El choque fue en los Reyes la Paz. Con el golpe, la puerta trasera
donde este iba se abrió y él salió disparado. Su muerte fue instantánea. Sus
padres lo enterraron en Chiconcuac. Yo ya me volví a casar, y aquellos años de
mi adolescencia, aún me traen buenos y malos recuerdos.
Aunque ya han pasado varios
años, de vez en cuando me acuerdo de Cecilia, pero del que más me acuerdo es de
Tripas, de cuando era chavito y le pusimos ese apodo. Era muy tímido y permitía
que todos le pegaran, hasta yo me manchaba con él. El día que lo conocí, como
si lo estuviera viviendo otra vez, el subía y yo bajaba las escaleras de la
escuela. Le tape el paso. El puso rostro de asustado. Su suéter y su camisa se
veían muy limpias. Sus zapatos estaban bien boleados. No como los míos, todos
cochambrosos y rotos. De tan rizado, su pelo parecía el pelambre de un borrego.
Le pusimos Tripas por su parecido largo y flaco al profesor Jirafales. No
recuerdo cuando comenzó a ser mi amigo. Porque como lo dije, yo era bastante
pesadito con él.
Nos volvimos buenos cuates. Nos invitaba a mí y a mi
primo Marcos a su casa, cuando no estaban sus jefes. El era hijo de don
Nazario, el artesano de las pulgas, con el que mantenía una relación muy
violenta. Tripas le tenía un coraje severo a su jefe, que lo obligaba casi a
llegar a los putazos cuando discutían. Don Nazario era un hombre muy duro, que buscaba
siempre ganar la partida a todos. Escribía canciones parecidas a las que
entonaba Pedro Infante. No sabía nada de música, ni tocar un instrumento. La
grabadora donde grababa sus canciones era muy buena. Me acuerdo de ella porque
me gustaba mucho, yo me habría alegrado de tener una. Era alargada, compacta,
de teclas de piano negras. Don Nazario la cuidaba como si fuera él mismo. Si
Tripas la tomaba, este se molestaba a tal grado que le soltaba unos reatazos.
Tal vez por eso Tripas le guardaba rencor. El viejo era un avaro. Pero lo que
más recuerdo del viste pulgas era su chevrolet verde, de esos antiguos al
estilo Eliot Ness. Cuando se lo soltaba a Tripas, después de que este le
pataleaba y le escupía sus verdades, nos montábamos en él y nos íbamos a
cotorrear con las morras. Las llevábamos a pasear por todas partes, a la
Calaca, una cafetería dance donde bailábamos bajo luces estrob –de esas luces
que hacen verte en cámara lenta-, Macho Man y Fiebre de Sábado por la Noche,
tratando de imitar a John Travolta .
En casa de Tripas nos poníamos unas pedas bien sabrosas.
Nos tomábamos las botellas de Don Pedro que compraba don Nazario para
inspirarse. La que era más alivianada era su jefa, que vendía ropa en
Chiconcuac. Ella si nos encontraba briagos, no decía nada ni regañaba a Luis.
Nos daba de comer y luego muy amable nos invitaba a retirarnos a dormir a
nuestras casas.
Tripas, Marcos y yo siempre andábamos juntos. El que
conseguía novia en alguna cuadra tenía la obligación de enganchar a las
hermanas, primas o amigas de la novia, para que nos consiguiera alguna cita con
ellas y poder empollar también nosotros. Con el paso del tiempo se nos unió
Julio, un cuate muy a toda madre que aún frecuento. Julio era él más carita del
grupo. Enganchaba nenas a lo cabrón. Con él la parrandeamos de pipa y guante.
Julio es hermano de la Garrocha, Temo, con él que nos íbamos en rebaño a tomar
pulque a San Lorenzo. Tambor es broder de Licha, que le latía un chigo el
reventón y se casó con el Piscachas, un bato iguanas ranas de reventado que
ella. Luego se nos arrejuntó Castañas y nos volvimos los cinco mosqueteros de
la colonia. Ya cuando nos empezamos a casar o a juntar, terminó todo. Cada
quien tomó su rumbo y pues... así es la vida, nos llenamos de nostalgia.
El día que murió Tripas, juro por esta que me lo encontré esperando el chimeco. Traía un
costal de manta en las manos y, me enseñó una venda que traía enredada en el
abdomen. Como siempre, llevaba un tabiro entre los dientes. Me saludo. No
recuerdo que su mano la haya sentido yo helada. Me dijo que se iba a chambear a
la Merced, que la estaba haciendo de machetero. Platicamos escasos minutos. Le
hizo la parada al camión y se trepó. Al retachar a mi casa, Julio me topó en la
entrada para darme la noticia de que Tripas se había chiras pelas. Por poco y
me desmayo. Y que le digo:
---¡No me estés chanceando, yo lo acabo de ver hace
ratito!
---¡Estás bien
loco! Tripas murió en un accidente ayer. Lo van a enterrar mañana. Cecilia vino
a avisarme y me pidió que les dijera a todos.
Tripas era tan cuate que no se olvidó de despedirse
de mí antes de mudarse al otro barrio, Toda la broza partimos a Chiconcuac a
darle el último adiós a nuestro camarada. Ahí estaba su hermano Alejandro,
abatido, sentado frente al féretro. A su lado, su jefa, peor que él. Don
Nazario se veía entero y apenas nos vio entrar nos ofreció de papear. A Cecilia
la encontramos en la cocina. Apenas y me saludó.
Cuando el
cortejo llegó al panteón, Cecilia y la mamá de Tripas comenzaron a lamentarse a
gritos. Julio, Marcos, Porki, mi hermano Carmelo y yo llevábamos el ataúd. El
panteón de Chiconcuac no es grande y huele mucho a eucalipto. Yo recuerdo que
vi una capillita blanca con franjas rojas. La tarde estaba soleada y soplaba
una ventisca que hacía aullar las copas de los árboles. En algunas tumbas se
miraban flores recién depositadas, cruces recientemente pintadas. Algunas
tumbas tenían una capa de agua sobre ellas. A nuestro paso para llegar a la
tumba donde descasaría para la eternidad el cuerpo de Luis, me dio por leer
nombres y fechas de las cruces. La mayoría de sus moradores no rebasaban los
cuarenta ni los treinta años. Había más nombres de varones que de mujeres. De
pronto me sentí apretado en una de esas tumbas, pensando en mi propia muerte.
Qué carajos haría yo dentro de ella. El aburrimiento que me daría todos los
días, sin poder cambiar de posición, ni salir a tomar el aire. Lamenté mucho lo
que le había ocurrido a mi amigo. Y qué tal si nomás le había dado un coma y
por no ponerle un espejo cerca de las narices para verificar que aún respiraba,
lo enterrábamos vivo. Me angustié muchísimo y pensé en detener el cortejo para
verificar si de veras Tripas había felpado. Pero volví a la cordura y continúe
caminado.
Una vez
depositado el sarcófago en la fosa, tomé un puño de tierra y la arrojé a mi
amigo. Todos hicieron lo mismo. Una bandada
de pájaros comenzó a saltar entre las ramas de los árboles y a silbar alegremente.
Padre
bajó de su limbo y está parado frente a mí. Madre nos observa desde el
lavadero. Bajo el sombrero, sus ojos no muestran una pizca de ternura, más bien
tienen el color sombrío del rencor. Padre nunca suele visitar la casa, y quién
sabe qué le pico hacerlo esta mañana. Una de sus manos sujeta El Esto.
Yo no sabía que a él le gustaba hacer deporte, se ve tan poco elástico, diría
yo, tan duro. ¿Por qué padre en vez de darnos un gesto de ternura siempre nos
escupe su indiferencia y su malestar por nuestra forma de vivir? Ahora sé que
era pura fantasía la mía, el haberme creído que padre tocaba el violín. Su
rostro es insensible tanto como sus manos, que sólo saben acariciar la paca de
billetes que carga en su bolsillo.
¿A qué ha venido padre? ¿Qué lo
indujo a atreverse a trasponer nuestro abismo? Trato de encontrar la respuesta
en los ojos de madre, pero están tan insípidos como su asombro. El calorcito
está sabroso y, como nunca me han gustado las sombras aunque viva en ellas, me
regodeo en él. Carmelo siempre se ha entendido con padre, no le cuesta trabajo
hacerlo como a mí. Dice madre que cuando este estaba escuincle, padre le
regalaba hartos chocolates. Yo no recuerdo que conmigo padre haya tenido algún
gesto amable. Trató de encontrar uno en mi memoria, pero son tantas las
tinieblas que opto por dejarlas en paz.
Padre ya ha revisado toda la casa,
como es su costumbre cuando de repente nos visita. No tarda en soltar sus
cantaletas. Alzo la vista y en el cielo, entre un rebaño pequeño de nubes,
descubro un zopilote dando piruetas. Ahora que me acuerdo ya hacía tiempo que
no veía uno. Cuando padre desdobla el periódico y empieza a hojearlo, es que ya
va a comenzar con sus reclamos. Quién sabe dónde se ha metido el zopilote
porque ya no lo veo. Desde hace rato que el sol se guardó detrás de una nube.
Un vocerío en el aire me hace levantar los ojos. Una granizada de pájaros se
deja venir sobre la casa de Don Choconoztle. Son cientos de emigrantes volando
a gran velocidad hacia el poniente. Padre sigue leyendo su periódico. Ya no
tarda en reventar. A lo mejor cuando la gritería de aves dejé de tronar en el
aire lo hará. La última bandada cruza el espacio y, los largos eucaliptos la
despiden con un zumbido.
--¡Yo no sé porqué siempre que vengo
la casa está muy sucia, llena de telarañas!
Padre comienza sus reprimendas.
--¡Y ustedes no hacen algo por
buscar trabajo! ¿Quién los mantiene? ¿Quién les da para sus necesidades? ¡Miren
a su madre siempre fregándose en el lavadero... son uno parásitos!
Mientras dice esto, padre no ha
quitado ni un momento la vista del periódico. Yo nunca he podido aceptar que
sólo venga a regañarnos, a hacernos sentir que somos unas mierdas. Terminando
su soliloquio, lo interpelo:
--¡Usted
no sabe otra cosa que recriminarnos! ¡En lugar de que venga a vernos
tranquilamente, nomás viene a chingarnos!
Padre se encabrita y, quitando la
vista del periódico me enfrenta:
--¿Y quien eres tú para impedirme
hacerlo?
--¿Y quién es usted para que lo
soportemos?
Madre interviene y me conmina a no
retobar a padre. Yo no le hago caso y sigo vomitando mis resentimientos:
--¡Debiera usted mejor, en vez de venirnos
a agriar el día, a hacernos sentir que nos quiere! ¿A ver cuando nos ha dado
una caricia? ¡Y si en verdad le preocupara madre, ya desde cuando la habría
quitado de trabajar... Y de dejar de hincarle hijos y más hijos!
Esto lo altera e intenta pegarme,
pero madre no se lo permite, y le pide que se marche. Padre, sin antes
maldecirme por haberle levantado la voz, sale de la casa.
A
lejos veo a don Calixto dando la bendición a Cambujo y a Porki. Cuando pasan
frente a mí, les pregunto a dónde van. Me responden que a Garibaldi. Cambujo me
invita a ir con ellos.
--No tengo lana. Confieso.
--No hay bronca. Contesta.
--¿Y a que hora regresamos?
--¡Tú vente y no preguntes! Dice Porki.
Trepamos al microbús y luego al Metro.
Porki, es el guía, y cuando menos lo espero, estamos parados frente al teatro
Lírico. Porki saca billete y compra boletos. Entramos. El teatro está lleno.
Pregunto qué drama vamos a ver.
--¡La paloma de San Juan!
--¿Qué nombrecito? ¿Y de qué trata?
--¡Ahora lo veras! Responde Porki.
Sigue entrando gente al teatro, sobre todo
hombres. El telón se abre y detrás de él aparece la orquesta de Pérez Prado, y
un grupo de bailarines, vestidos con ropas extravagantes y de colores
chillantes. Las mujeres muestran sin recato sus carnes. Bailan. Aparece el
maestro de ceremonias, elegantemente ataviado. Da la bienvenida al público.
Retirándose del escenario aflora la primera vedette, las gradas rugen. Sus
prendas caen una por una bajo el ritmo de música sensual. Quedo impávido. La
vedette está portentosa, con la luz su piel parece de cera. Salvo Matilde,
Guille o las Chocolatas, nunca había visto a una hembra de ese calibre,
y menos desnuda, enseñando los pelos de la vulva. Sus senos impresionan, son suaves
y enormes, barnizados. Cuando la vedette termina su show, las gradas braman.
Porki y Cambujo miran con ojos desorbitados. En eso salta al escenario, con
violín y todo, Olga Brinski, su cuerpo asemeja un violonchelo. Menea las nalgas
y pulsa las cuerdas sin desnudarse. Pero ni falta, ya que con la pura
sugerencia, exalta al respetable. Detrás de Olga, Fany Cano, quien es una
lindura de mujer. Al término de su actuación, quedamos acelerados.
--¡Con ustedes, Lee Mey!
Las gradas no aguantan más: Lee nos pone
al borde del paroxismo, de desatar una bacanal. Caen sus ropas, sus nalgas
parecen un corazón grande sostenido por sus piernas. Gritamos acalorados. Lee
en el proscenio, un atrevido le besa la pepa. Otro trepa al templete, y se restriega en ella. La
Mey, goza. Chupa uno de sus dedos y lo
pasa por su entrepierna. Se acaricia los senos, luego se acuesta en el piso, y
abriendo las piernas, regala una sonrisa que hace revolcar de erotismo todo el
teatro.
Después de Lee Mey, ya nada estremece al
público: Pasan veinte, treinta, quién sabe cuantas vedettes, provocando alguna
que otra hilaridad. Al término del show, quedamos hastiados de ver tanto cuerpo
en desnudez. Salimos del Lírico. Porki, nos invita a Garibaldi. Cuando llegamos,
Cambujo compra una botella de tequila. Bebemos, escuchando a los mariachis. El
ambiente es un jolgorio. Cambujo va por otra botella, mientras Porki baila con
una gringa. Al rato, la gringa y su marido, un baquetón cualquiera, brindan con
nosotros. Me viene a la cabeza la escena donde Tin Tan, vestido de indígena,
que más bien parece beduino pachuco, se gana la vida en el Tenampa,
acompañándose con unas claves:
--¡Cuaco, cuaco, hay que re-chulo cuaco!
--¡Vamos al Tenampa! Grita la gringa.
--¡Sí, vamos al Tenampa! Estalla Porki:
--¡Pero es que no traemos tanto dinero!
Agrega Cambujo.
--¡No te preocupes, nosotros traemos
dólares! Resalta el gringo. Marchamos al camaranchón. Ya ahí, la gringa y Porki
se enfrascan bailando. El norteamericano nos platica de Vietnam, de los miles
de muertos yanquis que dejó esa guerra. Del tipo que arrojó la bomba atómica
sobre Hiroshima, que arrepentido se volvió activista de la paz y denunció las
atrocidades de su país. En represalia, el gobierno lo declaró loco y lo recluyó
en un manicomio.
Porki me hace un guiño y sale del Tenampa
con la gringa. Una, dos botellas de tequila se vacían, sin que Cambujo ni el
baquetón se percaten de su ausencia. Al término de la quinta botella, estos
regresan:
--¡Let’s go! Ordena la gringa a su marido.
Pagan la cuenta y se marchan del antro.
--¿Qué tal con la gringa? Le pregunto
a Porki.
--¡Un agasajo! Alardea. ¡Mira, me dejó
unos dólares para que la siguiéramos! Porki platica que la gringa lo llevó a un
hotel, que no bajaba de idiota a su consorte, pues no servía para hacer el
sexo.
--¿Y tú que le hiciste? Pregunto interesado.
Porki contesta que de todo: la gringa la traía atrasada.
La madrugada nos alcanza en Garibaldi,
dormidos sobre unas bancas. Nos despiertan los gritos de Porki que es subido a
una perrera. Corremos a chillarle a la policía para que no se lo lleve.
Porki ordena retirada. Pero decidimos acompañarlo en su suerte. Ya tras las
rejas, me quedo dormido. Al rato el
golpe de un cuerpo rodando en el piso me sacude. Porki y Cambujo traen a
trancazo limpio a un recluso. Me incorporo y también acicalo al tipo. Pide
clemencia, y como ya está traqueteado, se la otorgamos. Después Porki me cuenta que la pelea fue por que el
cuate estaba trasteando mis genitales.
--¡Esos que traigan lana para la fianza,
acérquense a las rejas!
A Porki no le alcanza para pagar la multa de los tres,
entonces un bato, que se ha hecho nuestro
camarada, ajusta la cuenta, y todos salimos a curar la cruda. Llegando a
casa, madre desenfunda el cordón de la plancha y me da una santa felpa, de esas
que jamás se olvidan.
Tiene tiempo que
no tomo –reflexiona Cambujo-, ¡y sin jurar! Con puros güevos, como decimos los
hombres ¡no! Ya estaba cayendo en lo más bajo. Teniendo tan buen oficio y andar
pidiendo limosna a las personas y a los cuates, dando pura lástima.
¡Gracias
a Dios ya voy a cumplir un año sin chupar! Un día me tiró gacho el vicio y fui
al seguro; los médicos me dijeron que a qué iba. Que yo lo que necesitaba era
ir con un psicólogo... él que me puso al tiro fue Jarocho, el galeno de la
esquina. Me dijo que no necesitaba medicamento, que lo que me hacían falta eran
güevos. Y la neta, sí. No he necesitado de juramento, aunque eso está bien, por
que es la religión, pero dejé de tomar con mucha fuerza de voluntad.
La
neta me da escalofrío acordarme: salí
corriendo de la casa. Se siente re-grueso. Empecé a sentir que me mordían. El dolor de las
mordidas era canijo. Clarito vi como me escurría la sangre por el pecho y las
piernas. La neta lo que me pasó no se lo deseo a nadie, ni a mi peor enemigo.
Me
dio, cómo le dicen, delirium tremens. Cuando salí corriendo aquí de mi casa,
fui con un psicólogo, que me dijo: lo que usted está viendo lo produce su
mente. No piense en ello, piense en otra cosa, o cante por dentro. Así lo hice,
y a los tres días me recuperé. Ves ese pedazo de papel, pues cuando me dio el
delirium, yo lo alucinaba como una rata, una araña, o como un perro rabioso que
me quería morder.
Empecé
teniendo pesadillas, pesadillas de una fracción de segundo. Primero un día,
luego tres. Así me la pasé durante un año. ¿Te acuerdas de don Santos? Cuando
él me platicaba de las pesadillas, de las visiones del delirium, yo no le creí.
A mí no me daban por que estaba fresco, chavo pues, pero ahora que las tuve, la
neta, son bien feas. Me dijo el psicólogo, que precisamente uno empieza con
pesadillas, luego con delirium, hasta llegar a tener convulsiones y por último
esquizofrenia.
Gracias
a Dios que yo no llegué a eso, pues me di cuenta a tiempo, si no a lo mejor ya
me hubiera muerto, pues las visiones no llegaron a lo meco. Fueron poquitas:
¡Imagínate! Todo lleno de arañas. El corazón se infarta nada más de sentir las
mordidas.
Ahora
ya no tomo ni una copa, y la neta no lo hago por que tengo miedo de recaer.
La
verdad, la fuerza de voluntad es muy importante, aunque ir al doble A está
bien, aunque hay algunos grupos en donde te tratan muy culero, te ponen tus
madrazos.
Al
principio sí te dan pegue, mientras estás en la sala de los enfermos, como le
dicen. Te dan tu beberecua hasta que te vean animoso, que ya puedes hablar. Te
preguntan, si ya te sientes chido, y si dices que sí, te mandan a bañar. Hay
quien te ayuda a bañar, y te da tu pegue si te pones mal. Te dan de comer en la
boca cuando andas bien quemado. Ahí te enseñan a ser humilde, a pedir con
decencia las cosas, por que si las pides de mala onda, o te pones furioso te
amarran.
Hay
cuates que se han matado por los nervios
después de un mes de estar chupando. Les dan los ataques y se matan. Un
cuate enterró su cabeza en una argolla de pared: se fue al baño y ahí lo hizo.
Hay
vales que despertando del delirium, ya están en la cárcel por haber matado a su
mujer, o a sus hijos. Un bato ahorcó a su jefa: dice que alucinó su cuello
delgadito, delgadito, como el cogote de una gallina, y se lo apretó hasta que
la dejó muerta. Otro cuate macheteó a su jefe, por que lo alucinó como un
coyote. Me cae que le doy gracias a Dios que ya no tomo, y jamás lo voy a
volver a hacer, eso que ni qué.
CARMELO
Carmelo golpea el costal que cuelga bajo el árbol.
Se cree Bruce Lee, con su dorso desnudo. Paso junto a él, y éste lanza una
patada que raspa mi rostro. ¡Ten cuidado, karateca estúpido! Le grito. Carmelo,
enojado, arremete contra mí. Y mi madre, que siempre tiene buen ojo para
vigilar lo que sucede en casa, lo amenaza: ¡Tú que le pegas, y yo que te
deshago el lomo a escobazos! Carmelo me suelta, y acercándose al costal, lo
tupe a golpes, tal vez pensando en que soy yo.
Carmelo siempre ha sido un rijoso. Pero ni me
preocupa, lo importante, es no caer en sus provocaciones. La verdad le tengo
miedo, y no es para menos, de tanto ejercicio está hecho un troglodita: dice
que se prepara para la guerra. Yo no sé de qué guerra habla, ¿la qué a diario sufrimos?
O ¿La qué el alucina que vendrá, de tanto ver a su héroes gringos?
Además de violento, Carmelo es mala suerte, un
tipo que falla un gol a diez centímetros de anotarlo; nada le sale bien. Pero
su maldita estrella, es suplida por su alma de gato, sí, Carmelo tiene más
vidas que uno de ellos. Por ejemplo: cuando borracho trepó a la marquesina de
la casa de Don Blas, un tropiezo lo hizo caer de cráneo. Tronó fuerte. Pensé
que se había matado, y que al acercarme encontraría sus sesos esparcidos por la
acera. ¡Pero no! Se incorporó muy propio, sacudió sus ropas y siguió la
francachela como si nada hubiera ocurrido, aunque un chichón del tamaño de una
nuez se miraba en su cabeza.
Otra anécdota: lo atropelló un microbús. Dicen que
lo arrastró varios metros, y que en la morgue lo dieron por muerto. Madre fue a
identificarlo. Al momento que le quitaron la sábana para que ella lo
reconociera, éste se incorporó exigiendo una cerveza para aliviar la cruda. Ya
en casa, Carmelo prendió una veladora a la santa muerte.
Dicen en el barrio, que Carmelo es adorador del
diablo, porque nunca va a misa y mienta madres a los sacerdotes. Yo
particularmente no lo creo. Pero hay quien no suelta prenda, y, para apuntalar
sus dichos de que Carmelo es un seguidor del pingo, aluden al collar que usa
con la figura de la catrina, o el diablo que se tatuó en la panza. “Además
–dicen-, acuérdate de aquella vez que se embriagó con tu tío Pedro”: ellos se
quedaron bebiendo toda la noche, en la madruga los gritos de tío nos
despertaron:
--¡Ave María Purísima! ¡Comadre, comadre, mire lo
que está haciendo su hijo! ¡Ave María Purísima! ¡Comadre, comadre...!
La voz de Carmelo se escuchaba macabra invocando
al demonche:
--¡Satanás, mi señor, aparécete! ¡Satanás,
Satanás! Me incorporé rápidamente, y al ver las llamas que afloraban en las
rendijas de la puerta, Salí en zumba: del bote de la basura, manaban largas
lenguas de lumbre, que amenazaban con alcanzar las láminas del techo de la
casa. Carmelo, con los ojos desorbitados, seguía invocando a luzbel, mientras
que tío, arrodillado rezaba el padre nuestro. La escena, me pareció chusca.
Sobre todo, ver a tío, que se las daba de muy macho, santiguándose de hinojos
en medio del patio. Corrí por agua y la arrojé al fuego. Carmelo disipó su trance,
y al ver lo que yo había hecho, intentó pegarme. Madre le asestó un escobazo en
la espalda, diciéndole:
--¡Mira lo que hiciste! ¡Por poco y nos quemas!
¡Ándale ya métete a dormir!
Carmelo se retiró a su cuarto. Tío, madre y yo
hicimos lo mismo.
--Pero una locura de borracho, no quiere decir que
Carmelo sea satánico. Refuto. Más bien yo creo que está pero si bien
confundido, y ya ni el diablo ni dios le dicen nada, sólo los usa mientras le
conviene, y para llevarnos la contraria. Y esto te lo digo, porque si de veras
lo adorara, no se despertaría en las noches gritando incoherencias, de que los
muertos lo persiguen. ¿O es esquizofrénico, o nada más le gusta sentirse el
malo?
Pero por más que hago para que no piensen así, la
gente está convencida de que Carmelo es un alma del señor de las tinieblas.
CARMELO SE DEFIENDE DE LAS ACUSACIONES DE QUE ES
SEGUIDOR DEL PINGO
¡Qué va que sea yo seguidor del diablo! Lo que
pasa es que la raza es muy dada a la superchería, y de santiguarse a cada rato.
Sí es cierto que estoy en contra de la religión cristiana, pero ¡Satánico!
Ahora, de que soy adorador de
la santa muerte, eso es cierto, ya que me ha hecho un montón de milagros. Como
la vez aquella que me asaltaron cuatro fulanos, rapados como sardo. Me dijeron que
les alivianara el chupe. Les dije que no, que si querían les regalaba unas
monedas para que lo compraran. Se aferraron e intentaron arrebatármelo, pero yo
me eché a correr. Estos me persiguieron. Ya cerca del barrio que chiflo, fue
entonces que se dio la batalla. Los milicos traían bayonetas y nos tiraban a
dar. Yo me revolvía como gato, saltando de un lado para otro, esquivando los
tasajazos. Estaban como drogados, por que les descargamos una de pedradas que
otros no hubieran resistido. En eso oí que un bayonetazo había alcanzado a
Pelón. En lo que lo sacaron del campo de batalla, llegó una combi y se me echó
encima. No sé como, pero de un salto evité el golpe.
La santa muerte me salvó, eso
ni duda cabe. Yo por eso le tengo fe, aunque me digan que soy un santero loco.
Tampoco soy malora, lo que pasa es que no sé cómo decir lo que siento, y me da
por echar fregadazos.
--¿Por eso le pegabas a tus
esposas? Exclamo-
Con ellas era otro cosa, pero
de que me gusta dar trancazos, eso es neta ¿a quién no? Digo. Los jefes quieren
que seamos buenos a puros porrazos; los maestros, el gobierno, la iglesia. ¡Los
mexicanos somos unos hijos de los putazos! A ti te pegaba por que me daba
coraje de que madre te diera favor. A los de las otras brozas para practicar mi
Tae Kuan Do. No en balde me metí de
milico y granadero. Si vieras como practiqué.
Ahora en cuanto que soy mala
suerte, eso no es cierto, como todos tengo mis ratos buenos y despreciables.
--¿Entonces por qué tienes tu
rosario de amuletos, y te da por hacerte limpias?—
Es una manía. ¿A poco no hay gente
que cree más en los brujos y yerberos, que en los médicos? Que madre no iba a
que le leyeran las cartas y la bacinilla para saber con quién andaba padre; no
nos ponía unos oclayos de venado en el pescuezo para que no nos echaran ojo; no
regaba sal para contrarrestar los envueltos de maldad que le arrojaban los
vecinos que no la tragaban.
Ahora que si mis amuletos de
calaveras y diablos le dan cuzcuz, es porque como dicen, se revuelven sus
pecadotes. Yo me siento normal, y si he intentado ser canuto, Krishna, budista
y cristiano, es por que siento que algo me hace falta, pero como no he
encontrado a quien irle, pues sigo vacío, y para llenar ese hueco, pos no hay
más que el chupe.
Bueno, ya me voy a chacharear, hay nos estamos
vimos viendo.
Cuando Carmelo está de buenas, le da por contarme
sus cuitas, de cuando era milico:
--Como
yo era el secretario del general, tenía que andar pegado a él todo el tiempo,
para llevar la bitácora de lo que acontecía y apuntar lo que me ordenara. Esa
vez llegamos a la sierra donde estaban los sembradíos. Los narcos nos
recibieron a tiro limpio. A mí me pasó rozando una bala cerca de la cara. El
disparo le pegó en la pierna a un raso que venía detrás. Me regresé a
auxiliarlo. Pero como la balacera estaba fuerte, lo arrimé a un árbol y le dije
que no se moviera, que en cuanto terminara la refriega, regresaría para
llevarlo a que lo atendiera un médico. Cercamos a los narcos. Los capturamos.
Cuando regresé a auxiliar al soldado herido, este ya había muerto. El tiro le
amoló la vena femoral y se desangró.
Ser milico es muy duro. Pocos
aguantan la chinga. De los doscientos que entramos, sólo unos pocos soportamos
el entrenamiento. La mayoría que entra ahí es gente pobre, malcomida, y como el
adiestramiento es duro, la desnutrición que cargan los obliga a sucumbir. Yo ya
también me estaba rajando, pero me fajé los pantalones y ya vez, terminé bien y
con grado de cabo.
El
primer día que llegué al ejército, me bautizaron. El cansancio me venció y me
quedé dormido. Al poco rato me despertaron las carcajadas de mis compañeros de
barraca. Cuando me di cuenta del por qué se estaban riendo, la lumbre ya mero
me alcanzaba los pies. Intenté levantarme, pero me habían atado al colchón. Me
aterroricé y empecé a gritar que me desataran. Pero mis compañeros no hacían
caso y seguían carcajeándose. Forcejeé tratando de romper las ataduras, pero
era inútil. Les supliqué que me soltaran. La lumbre ya mordía mis pantalones.
Empecé a gritar y a gritar. El fuego prendió el colchón. Fue cuando mis
compañeros intentaron apagarlo, pero sin conseguirlo. Entonces de la risa
pasaron a la desesperación. Las llamas no se sofocaban ni tratando de ahogarlas
con sus ropas. Yo pensé que me iba a chamuscar. Me quisieron soltar, pero
habían apretado tanto los nudos, que no pudieron. Cuando las flamas ya habían
alcanzado mis ropas, alguien aventó una cubeta de agua y estas se apagaron.
¿Ya te conté del día en que por
poco nos quedamos sin presidente? Ese día me tocó ir acompañando al instructor
para auxiliarlo en lo que se ofreciera, ya que él que se tiraría en paracaídas
ese día era, el mismísimo Presidente de la República. Le gustaba hacerlo. Era
su deporte favorito. El avión tomó vuelo, se colgó del aire, y cuando ya estaba
a la altura indicada, el presidente se alistó el paracaídas. Una vez que lo
hizo, el instructor lo ayudó a acercarse a la puerta del Arabat. El lanzamiento
debe ser bien sincronizado, cualquier error o retraso le puede causar la muerte
a quien sea. Cuando el presidente se iba a arrojar, el aeroplano se columpió en
una bolsa de aire. El presidente no se qué pensó y se detuvo. El avión se
estabilizó, pero si éste no se hubiera aventado en ese momento, los mexicanos
lo hubiéramos lamentado, o festejado. Lo bueno es que, cuando ya tenía un pie
en el aire, el instructor lo sujetó de un brazo. Al rato, ya con las
condiciones óptimas, el presidente planeó en el aire como un pájaro.
¿Te
platiqué cuando por poco me entierran vivo? ¿No? Me dormí y ya no pude despertar.
Por más esfuerzo que hacía no podía regresar del sueño. Como yo oía todo lo que
pasaba a mí alrededor, me di cuenta cuando me metieron en un féretro, y cuando
un par de custodios se apostaron ante él. Mis ojos estaban bien pegados a mis
párpados. No los podía abrir. Pesaban tanto. De pronto empecé a flotar como
humo. Cuando volteé, vi mi cuerpo dentro del féretro. Al llegar al techo empecé
a subir por un túnel, que luego se convirtió en un camino lleno de luz. Caminé
hasta llegar a un río, donde esperaba un hombre enorme, con una cabellera que
le cubría el rostro. Del otro lado del río se veía un entronque. Del lado
izquierdo miré un paisaje como de atardecer, en donde se escuchaban lamentos y
salían llamaradas. Del lado derecho, un paisaje claro y hermoso, con hartas
estrellas en el firmamento. El lanchero me agarró la mano, intentó treparme a
la barca. De repente, de en medio de los dos paisajes, salió una voz, que dijo:
¡Regrésate, a ti todavía no te toca! Me zafé del lanchero y retrocedí por el camino,
al poco rato abrí los ojos y me levanté del féretro. Los vigías gritaron: ¡Tú
estás muerto! Cuando llegó el médico a revisarme, me dijo que había estado
cuatro días dormido, que había sufrido una catalepsia.
Don Fidel y don Calixto
“Hace poco me enteré de la muerte de don Fidel,
producto del alcoholismo que ejerció con gran
placer.
Lo lamenté muchísimo, pues además de hombre bueno,
era un guitarrista de altura, que nos deleitaba
cada
vez que se lo pedíamos; él a cambio sólo nos pedía
un par de cubetas de pulque, algún sotol o
huachiringa,
o una cervezas. En reciprocidad, su mujer no daba
de
botana, chicharrón en salsa roja, frijoles fritos
y tortillas
hechas en comal. En paz descanse don Fidel, que de
seguro está de nuevo trovando con su hermano
Calixto.”
Están en su taller. Los saludo. “¡Toma asiento!”,
me dice don Fidel, a la vez que me ofrece un vaso de pulque. Veo la recua de
caballitos de yeso sobre el piso, se perciben tan reales que pienso que en
cualquier momento echarán el galope hacia la calle. Don Calixto de nuevo nos
recuerda cuando fue campeón de los guantes de oro:
--Ni que facha comparada a la
que tengo ahora, antes andaba perfumado y con unas cadenotas y pulseras de oro
que atraían mucho a las muchachas. Tenía dinero para invitarles lo que
quisieran. Yo usaba traje de pachuco y zapatos de charol. Harta chavala se me
pegaba, todas preciosas y de muy buen ver. Recuerdo que las llevaba a bailar al
Salón México. Pero todo por servir se acaba, y como no me cuidé y me volví
teporocho, la fama y el lujo se vinieron abajo. Los que se decían mis amigos me
dejaron en mi desgracia. Y las chavalas, pos, al verme sin plata se fueron con
el que se las podía dar. Mi apoderado me mandó al diablo y yo me vine para acá,
a terminar mis días fabricando puercos y caballos de yeso que mis hijos y mi
señora venden en las plazas y los tianguis.
Don Calixto apura su vaso, le
pido que me enseñe a boxear para defenderme de los broncos de la colonia, y de
Carmelo. El don acepta, “quien quita y hasta bofe profesional te vuelves”. Me
chancea.
Don Fidel deja de colorear
caballitos, y nos convida a pasar a su aposento. Yo cargo con la cubeta de
pulque y don Fidel y su hermano con los vasos. Ya adentro, su esposa nos ofrece
chicharrón en salsa verde con frijolitos de la olla, olorosos a epazote. La
trama obliga sudar y don Calixto nos sirve
otro pulque. Comidos, don Fidel va por su guitarra. Entre canción y
canción nos cuenta de su paso por innumerables tríos. Que una vez los Diamantes
le pidieron que tocara con ellos, pero por azares de la vida, no lo pudo hacer.
Don Calixto pide a su hermano Quinto
Patio: no hay bolero, tango, ranchera, huapango, chotis, polka o corrido que no
sepa; cumbia, rocanrol (rock and roll), blues, de todo raspa don Fidel en su
guitarra. Entrada la noche, con tres cubetas de pulque en el cuerpo, se me
ocurre preguntar por Porki. Don Calixto me mira torvo, y enjugándose la baba
del neutle que cae de sus labios, responde:
--¡Ese vago! Regresó apenas de
Veracruz. En la mañana fue al Centro a buscarle trabajo a un muchacho que trajo
de allá. Ya no han de tardar.
Dicho esto, entran Porki y el
veracruzano, al que don Fidel llama Canelo. Es un tipo chaparrón y hablantín de
pelo café y que fuma mucho. Dice que en su pueblo fumar es algo cotidiano,
sirve para ahuyentar los moscos que ahí se reproducen por montones. Que en su
terruño se comienza a fumar y a tomar desde los seis años. Beben para aguantar
la recia que es cortar la caña, o para no amedrentarse cuando se enfrascan a
machetazos con algún rival. Que las peleas y defunciones en Fortín de las
Flores, por machete, es cosa cotidiana.
Porki, cuenta que cuando recién llegó a Fortín, a
él le tocó ver una riña, donde hombre uno le cortó la oreja a otro de un
machetazo. Canelo, ya debe varias orejas y brazos. A su corta edad, dieciséis
años, la muerte es parte de su cotidianeidad. Alzando su camisa, además de su
machete muestra el mapa de la violencia recibida. Me quedo pasmado al ver las
severas cicatrices que le cruzan el estomago y la espalda. Don Fidel ofrece
pulque. Canelo, saca una botella de aguardiente y la da a don Calixto. La vela
dura hasta pasada la medianoche. Porki recoge del piso –así va a ser hasta que
el jarochito desaparece de la colonia- a Canelo y lo lleva a acostar. Yo me
retiro trastabillando, bajo el titilar de estrellas, que en esos tiempos aún se
podían mirar.
CANELO
Como todos los provincianos, fanfarroneaba que la
iba a hacer. Que él había venido a la capital a ganar dinero para sacar de la
pobreza a su familia. Sabedor del abismo en el que nos encontrábamos, lo
escuchaba sin herir sus intenciones. Primero fue a la Merced a descargar
camiones, luego Porki lo llevó de ayudante de soldador; se metió de albañil,
pero el dinero que ganaba, ni lo enviaba a su familia, ni servía para mejorar
su situación. Además era tan poco, que sólo le alcanzaba para discutir el pomo
y las chelas. El sino que traía de alcohólico, se le agilizó con el tiempo,
hasta convertirlo en un borracho empedernido. Después le empezó a entrar al
chemo y a la mota, y a gastarse su sueldo con las prostitutas de la Candelaria,
que en una de esas le pegaron la gonorrea.
Ya no trabajaba, se juntaba con
Perico y La Española, y con todos los abismados de la colonia. ¿Y sus sueños?
¿Y sus intenciones de sacar de la pobreza a los suyos? Todo se fue al agujero.
Don Calixto estaba preocupado por él, e hizo que Porki le dijera dónde
encontrar a su familia. Se fue con Porki
a Veracruz, apareciendo a los tres días con el padre y un hermano de Canelo. El
padre era un verdadero campesino, con sobrero y todo, de manos agrietadas y
mirar apesadumbrado. Su rostro era entre resignado y hosco. Fumaba más que
Canelo.
Chaparro con chaparro se
pusieron a platicar afuera de la casa de Porki, calladamente, sin hacer aspaviento.
Cuando terminaron, Canelo, salió cabizbajo y su padre, dirigiéndose a don
Calixto, le dijo:
--Este muchacho nunca va a
entender. Allá en el pueblo tiene tierras, animales, casa, pero prefiere estar
aquí sufriendo. Siempre ha sido un rebelde. Su mujer llora y su hijo lo llama.
Le dije que las cosas ya se calmaron, que el fulano que amoló me dijo que si él
regresa, nada le va a reclamar. Pero el muchacho está tonto. Qué más puedo
hacer. A’í se los encargo, y espero en Dios que algún día entienda y se regrese
a Fortín.
Después de la visita de su
padre, Canelo se calmó, por un tiempo no tomó y hasta trabajó sus jornadas
completas, pero luego lo volvió a vencer el vicio, hasta quedar tirado en la
calle. Se convirtió en un autómata más del escuadrón suicida.
Antes de que el yerro lo
llevara a donde lo llevó, se acercó a mí, y mostrándome la foto donde aparecían
su esposa y su hijo, me pidió que si moría, les llevara un recado que me
entregó escrito en un papel, el que di a su padre cuando regresó la segunda y
última vez a preguntar por él. Nunca leí el recado respetando su
confidencialidad, pero intuyó que decía, a través de la forma dolorosa con que
me pidió entregarlo: que lamentaba mucho no haber conseguido lo que se propuso
para ellos. Sentía hondamente ser un jodido entre los jodidos, un sueño
derrotado en este cernidor de la muerte, en este infierno urbano. Que maldecía
el destino que le había tocado y, que estaba heredando.
--Sabes, me confesó, tengo pena
de que me vean así. Mi padre tiene razón, me hubiera vuelto con él, aunque
pobres, morirse cerca de la familia es bueno. Eso de andar perdido de los suyos
no está bien, uno les hace falta y nos hacen falta. Morir lejos de tu tierra y
tus raíces es como no haber sido parido. Tú me entiendes, es como un dolor
grande, como si uno jamás hubiera vivido.
Al Canelo, lo volví a ver sólo
una vez más: Su cuerpo dentro de un charco, y su cabeza en su vomito con sangre
por la cirrosis que cargaba.
Igual que Canelo –reflexiona
Porki- había otro muchacho al que apodábamos Tapachula, por ser precisamente de
Tapachula, Chiapas. Este se quedaba en el templo evangélico de don José.
Tapachula también la vino a hacer y lo que encontró fue la vorágine del vicio y
el alcohol.
Se preguntarán, por qué se remarca la
violencia y el vicio, será por qué lejos de ser un gusto, es un infierno que no
deja de perseguirnos. Quienes lo vivimos, lo sabemos. Lo que causa y ha causado
a nuestras vidas esos monstruos. Ver correr a Tapachula por la calle, preso del
delirium tremens, no es algo que cause placer. O verlo arañar las paredes,
pretendiendo matar fantasmas espeluznantes, tampoco es motivo de enseñorear. La
neta, vivir esa situación en la calle o en el chante de uno, es traumático. Ver
como autómatas, como zombis, a tus hermanos, a tu padre, a tus primos, a tu
madre, a tus vecinos, yendo y viniendo de la vinatería o la pulquería;
transcurrir sus vidas en un tiempo aletargado, en un ambiente donde tienes la
impresión de que todo está ya muerto. Donde tú eres un ánima más entre esas
ánimas que se devoran las unas a las otras. Eso es lo que sufrí en mi
adolescencia, que fue la adolescencia de miles, de los cuales, seguramente,
algunos siguen tratando de huir, o tratando de encontrar alguna explicación del
por qué pasó eso. Yo no sé en que acabó Tapachula, a lo mejor, purgando en
alguna cárcel, o muerto en alguna riña o por un pazón o por las tantas
enfermedades dolorosas que causa la cochinilla y el taguarnis. Lo que si sé es
que lo vi llegar joven y animoso a la colonia, con muchas ganas de buscar una
nueva vida, diferente a la de miseria que tenía en su tierra. Pero lo que se
encontró fue un destino mala leche, un destino perro rabioso. Un destino
aplastante. Tapachula sucumbió ante él, como sucumbió Cacahuate, otro bato de
Durango, que también la vino a hacer, y que para conseguir su vicio, se tuvo
que prostituir: Un día, desesperados por el desempleo, se nos ocurrió una idea
para poder ganar dinero. Le dije a Cacahuate que nos fuéramos calle por calle
ofreciendo nuestra mano de obra. Así lo hicimos. Al pasar por una casa, salió
un individuo, que después supimos trabajaba en el gobierno, y nos llamó.
Nosotros corrimos a atenderlo. El tipo nos preguntó si sabíamos de albañilería.
Le dijimos que sí. Nos invitó a pasar. Nos metimos. Ya adentro, el viejo nos
mostró un muro para resanar. Lo vimos. Le dije cuanto le cobrábamos. El tipo
aceptó el costo. Al cuarto día que estuvimos trabajando ahí, se descaró.
Primero me ofreció buscarme una buena chamba en el gobierno, a cambio de un
trabajito personal, que consistía en lo que ustedes se imaginan. Como no
acepté, se enojo conmigo, aunque no me
corrió. El que sí, a pesar que traté de persuadirlo, fue Cacahuate,
impresionado por la serie de promesas financieras que le ofreció. A los pocos
días Cacahuate ya andaba bien vestido, acompañándolo a todas partes.
En eso acabaron los sueños de Cacahuate,
como los de Tapachula, o los del Canelo, o como los de tantos que me he topado
en la vida, o mejor dicho en este degolladero que es
lINTERMEDIO ANTE TANTA BRUTALIDAD
Ahí va la Toña, con su vestido de novia y su súper bolsa con chemo! Se detiene, hace arabescos en el aire con su mano. Abre ojos de toro loco. Aparta el polietileno de sus bembos; da asco verlos embadurnados de pegamento. La Toña, sujetando los holanes de su vestido, hace una caravana como si fuera un bufón ante su rey. Alguien le sonríe. Más allá, entre la basura, está Cachetes
comiendo desperdicios, junto a su perro lame mierda. La Toña lo descubre y va
hacia él. Al llegar, el infra sujeta su mano, y
como si fuesen recién casados, entran a la alcoba de cartón que hay
sobre la acera.
El matrimonio de la Toña y el Cachetes, se
disolvió cuando el Pelón enamoró al adicto, regalándole una muñeca sin ojos. La
Toña se puso recontento, y desde entonces la trató como una hija.
--¡No que yo no podía tener bebes!
Grita la Toña a la gente, enseñándoles a
su prole. Las personas se ríen de él, y le dicen que está loco, que se fije
bien que lo que trae entre las manos no es una niña, sino una muñeca ciega. La
Toña no les cree y ladra:
--¡Es mi nenita, y si no tiene ojos, es
por que Dios quiso que no tuviera para que no mirara la pinche caca que mosquea
al mundo!
Un día la Toña quiso que su hija fuera a
la escuela, y la llevó a inscribir: Ahí va la Toña muy oronda con su hija de la
mano. La emperifolló, le peinó su pelo color zanahoria y hasta le puso un moño.
Cuando llega a la escuela, no le permiten entrar. Regresa triste a donde el
Pelón tiene su sala a la intemperie, y se pone a llorar hasta que no le queda
ninguna lágrima. Pasa varios días deprimido y sin comer, acariciando la cabeza
de su pequeña. El Pelón lo cuida celosamente, hasta que la Toña regresa a la
vida, hasta que vuelve a inflar su súper bolsa de alucine.
Una tarde, los vecinos se percatan de que
no trae puesto su vestido de novia, y de que su hija no se encuentra junto a
ella. Le preguntan:
--¿Y tú hija, dónde la dejaste?
Les contesta:
--¡Le hice su fiesta de quince años. A los
días se me casó con uno de sus chambelanes. Yo le regalé mi vestido. Vieran que
bonita se veía! Dicho esto, vuelve a inhalar su bolsa.
Al mes siguiente, abrazados sobre el sofá,
encuentran muertos a la Toña y al Pelón. Dicen que el Cachetes los enfierro
mientras dormían, en venganza por la traición que le jugaron.
REGRESO A LA REALIDAD
QUE PARECE SURREALISMO
EL TAPACHULA
Hay un perro escuálido, echado frente al
templo evangélico. Se ve triste, acabado. Desde la avenida, miro el
Popocatépetl, y en sus faldas un rebaño de venados.
--¡Ay viene el invierno! Grita alguien.
Carmelo, al oírlo, se convierte en gallina y corre siseando pavorido:
--¡Ay viene el infierno, ay viene el
infierno!
Miro otra vez hacia las faldas del
Popocatepetl, e impresionado por los desvaríos de Carmelo, que ahora corre
convertido en vaca, veo un río de lumbre derramándose por una de las laderas
del volcán. Me asusto. El perro sigue sollozando. Carmelo continúa huyendo, pero
ahora convertido en cuyo. Columbro que del infierno emerge el rostro de mi
padre, tragándose a Carmelo.
--¡Para qué te lo comes, si tú lo quieres
mucho! Le recriminó.
Padre trata de tragarme, pero esquivó sus
fauces. Al ver lo que me quiere hacer, madre sale de la casa y le arroja agua.
El infierno se apaga, es cuando veo a Carmelo convertido en venado, retozando
sobre las faldas del volcán.
El perro escuálido me ladra. Cuando me
acerco, descubro que es el Tapachula, echado a mis pies y pidiéndome agua:
--¡Dame agua, para apagar la lumbre que
traigo dentro! Comienzo a llorar y Tapachula se bebe mis lágrimas. A lo lejos
oteó a la Toña danzando con Canelo. Se ven grotescos. La sed de Tapachula es
insaciable, y como el lloro que cae no le basta, intenta chupar directamente de
mis ojos. Lo retiro de un manotazo. Este cae de bruces. Canelo y Toña continúan
bailando.
CECILIA
Es domingo, Cecilia me pidió que la
acompañara a misa. La verdad tengo flojera, pero si me niego a ir, seguramente
me mandará a freír espárragos.
La veo venir al fondo de la avenida, el
frío que hace es para andar bien abrigado, pero por la mini que trae, me
imagino que a de pensar que es verano.
--Vamos.
Me dice, con ese modo tan sensual de
hablar que me atolondra. La abrazo, y al sentir su calor, el frío se derrite.
--Oye, ¿a la noche vas conmigo al toquín?
--Hojas Petra.
Cecilia es fanática del TRI, y danza el
grueso como pocas. En la entrada de la iglesia encontramos a Parménides, que
cada ocho días acompaña a su jefa a oír sermón. Lo saludo. Éste, antes de entrar a la iglesia, soplándome al
oído rápidamente, me reta a hacer una diablura, Cecilia pregunta qué me dijo.
Le respondo que nada en particular.
La verdad, mi madre me inculcó lo
cristiano a punta de escobazos y maldiciones. La primera comunión la hice por
que me amenazó con desconocerme como hijo: a mí me gustaba más quedarme a echar
volados de a estampitas, que ir a la doctrina, pero conociéndola, me aguantaba
las ganas y al pasar por la escuela, donde se juntaban los changos a
merenguear, apretaba mi moneda de la suerte y derechito al rezo. Doña Mati, que
era la doctrinadora, me metió tantos miedos de Dios, que todo lo consideraba un
pecado, y a cada rato me confesaba. Llegar a la primera comunión hecho un
angelito, fue mi ilusión y ansiedad. Pero no sabía porque estando arrodillado
frente a los santos, algo por dentro me hacía pensar que eso no tenía ningún
sentido. Mientras pedía perdón al cristo ensangrentado en su féretro de
cristal, interiormente me decía que lo que estaba haciendo no era sincero.
Cuando realicé la primera comunión me sentí bien, pero al paso de los años,
cansado y desilusionado por qué todo lo que le pedí a Dios nunca me lo
concedió, renuncié a seguir asistiendo a la iglesia, hasta hoy, que por quedar
bien con Cecilia, oigo misa.
Se reza el Padre nuestro, Parménides
voltea y me hace una seña para que no me olvide de la apuesta. Sin cavilarlo
más, meto la mano al bolsillo y horadando su fondo me lo empiezo a frotar. Par
voltea de nuevo. Con un gesto lo invito a mirar hacia mi bolsillo. El lo hace
sonriéndose de mi atrevimiento. Cecilia, en trance secular, ni se percató de lo
que estuve haciendo. Al terminar la misa, Parménides se acerca y discretamente
me da lo apostado. Cecilia se apea de mi
brazo y me pide que la lleve a desayunar. Terminando de comer, la
acompaño a su casa. Antes de entrar, ella me obliga a prometerle que la llevaré
al tíbiri. Se lo juro. Al alcanzar la avenida, me topo a Castañas. Lo saludo
tartamudeando. Castañas me pide que lo acompañe al mercado. En el camino
platicamos de Cacho, que se suicidó colgándose del techo de su casa. No soportó
la depresión que le causó la muerte de Guante. Lo quería tanto. Antes de
inmolarse, bebió alcohol varias semanas. Guante murió de una cruda. “La noche anterior
a su fallecimiento --comenta Castañas--se les vio tomando en una fiesta.
Estaban perdidos de borrachos. Guante intentó pelear con un alemán, pero Cacho
lo impidió”. Libaban juntos, dormían en la misma cama, hubo hasta quienes
murmuraron que eran amantes. Al otro día, Castañas miró a Cacho correr por la
calle, cargando entre sus brazos a Guante y pidiendo a gritos que alguien
llamara una ambulancia. Cuando llegó la asistencia, el muy perro ya había
fenecido. Al mes, Cacho se quitó la vida.
Volviendo del mercado, como ya hace
hambre, me despido de Castañas invitándolo al tibiri en la noche. Entrando a la
casa, madre me recibe con su acostumbrado sermón de que ya busque yo empleo por
lo menos para mi pipirín. Soporto vara mientras como. Mamá me da la noticia de
que Carmelo se alistó en el ejército. Ninguna sorpresa, ya que a Carmelo
siempre le han gustado los uniformes. Madre se mira preocupada, y me confiesa
el miedo que tiene que lo maten. La conforto diciéndole que ni se acongoje, ya
que Carmelo tiene el cuero más duro que el acero. Termino de zampar, y para
hacer buena digestión, me arrellano a ver la tele, mientras da la hora para ir
por Cecilia: Piporro es nombrado el Bracero del año por los gringos, después de
pizcar cajas y más cajas de jitomate. Como premio lo legalizan y lo mandan de
jolgorio a Hollywood. Un corte noticioso: Agustín Barrios Gómez, informa de un
grupo delincuente que mata policías. Al oírlo madre se asusta y lanza un ¡Dios
bendito! Por Carmelo. La conmino a calmarse, ya que Carmelo no es tira sino
sardo.
--¿Y si se arma la guerra? ¡Ni Dios lo
mande! Vuelve a exclamar.
Ya está oscureciendo. Me acicalo un poco y
antes de salir aviso a madre que iré a danzar con Cecilia. Esta me exige
cuidarme y regresar antes de la medianoche. Cruzo la colonia, en la choza de
Cecilia, Castañas ya espera. Nos saludamos. Chiflo. Sale Cecilia.
--¡Vamos! -Nos ordena-. Mamá me dio
permiso nada más un par de horas. Dice que hoy viene mi papá.
Enfilamos hacia la calle donde será la
tocada. Al llegar, el bailongo empieza. Después de rato la calle se llena de
broza. El baile es amenizado por el Pájaro Loco, un sonido de la colonia. La
cumbia suena. Como yo no bailo, Cecilia lo hace con un bato. Mientras Castañas
y yo cheleamos. Son las once y Cecilia no para de bailar. Castañas y yo ya
estamos burros, y no nos damos cuenta cuando se sueltan los catorrazos.
--¡Ay viene el Diablo y su banda! Se oye
gritar. Cecilia vocifera que nos larguemos. Envalentonado por la cerveza,
rehúyo a hacerlo. Ella jala mi brazo. Los botellazos inician. Castañas y
Cecilia corren. Un tipo no mal vestido se planta frente a mí, sosteniendo en su
mano una pistola.
--¿Y tú qué ñero, te sientes muy pantera?
--¡No mucho! Le contesto.
El fulano me apunta con el arma a la
frente. En un manoteo reflejo, se la tiro. El tipo se queda tieso. Un botellazo
revienta en el asfalto, cosa que aprovecha el sujeto para tratar de recobrar el
revólver. No le doy oportunidad y le atizo un puntapié en el rostro. La
trifulca en su apogeo: Las sirenas de las patrullas ululan. Siento un jalón que
me arrastra fuera de la batalla. Ya lejos de ella, Cecilia y Castañas me
preguntan si no me ocurrió nada. Les contesto que no.
--¡Pues de la que te salvaste!
--¿Por qué? Pregunto.
--¡Pues, el que pateaste era el Diablo!
Me paralizo todito, luego un temblor
incontrolable se apodera de mí. Castañas al verme, me ofrece un cigarro para calmarme. Cecilia,
que también está nerviosa, se abraza a mi cuerpo. De la que me salvé, o más
bien en la que me metí, si es que el Diablo se entera de que yo, además de
desarmarlo, le propine una patada en el
hocico. Al pasar frente a la vinatería, pido a Castañas comprar tequila para el susto. Cecilia, ya calmada,
además de vanagloriarse de mi hazaña, me conmina a no preocuparme, que a lo
mejor el Diablo, si lo vuelvo a ver, no me reconocerá. Sus palabras me
confortan.
--¡Las doce! Sisea Cecilia. Apresuramos el
paso. Llegamos a su casa, el camión de su papá no está estacionado frente a
ella, respiramos aliviados. Cecilia se mete un instante a avisar a su mamá de
su llegada. Castañas se despide de mí. Saliendo de nuevo yo hago lo mismo con
Cecilia, y cuando le doy el beso de despedida, el claxon de la mudanza del
Piticuas cimbra nuestros corazones. Ni modo de correr si ya lo tenemos a unos
pasos. Cecilia ancla su mano a la mía. Piticuas se acomoda pegado a la casa. En
lo que hace la maniobra, sus ojos nos fulminan. Una vez estacionado, baja del
furgón y sin decir nada, sujetando los cabellos de Cecilia, la arroja al suelo.
Me grita que me pire, y arrastrando a Cecilia de las manos se mete a su morada.
La juerga ha sido intensa. Los gritos de
Ceci me crispan el coraje, pero para más diablos tengo ya esta noche y,
tragándome las ganas de hacerle al héroe una vez más, me retiro a mi chante,
antes de que otra cosa me suceda.
Entro al cuarto, Carmelo ya está jetón. Mi
madre a hurtadillas me comenta que llegó malhumorado, y que mejor no haga ruido
para no despertarlo. Como no tengo ganas de lidiar con otro diablo, me voy
derechito a la cama, en silencio y sin cenar.
Otro día. Me topo a Cecilia. Acaricio su
rostro amoratado. Me comenta que su padre quiere hablar conmigo, que me espera
en la noche. Se me atraganta la manzana.
--¿Para qué quiere hablarme? Le pregunto
timorato. Ésta sólo levanta los hombros, y se despide de mí dándome un beso en
la mejilla.
Toda la tarde estuve pensando en mi
encuentro con Piticuas, “qué tal si me quiere para hacerme lo mismo que a su
hija. Pero conmigo se la va a pelar”, me dije una y otra vez, fraguando la
defensa.
Del susto de enfrentármele, hasta me dolió
el estómago y no me dio por comer nada. Para tranquilizarme me puse a ver la
tele. Demon y Parménides me vinieron a sonsacar, pero yo los mandé por un tubo.
También llegó la Española, pero igual que le doy la vuelta. Mi madre se
sorprendió de que no quisiera salir de la casa, y me preguntó que si estaba
enfermo. Yo le dije que un poco, pero no le comenté lo de Piticuas, ni de la
madriza que le dio a Cecilia. Mamá se retiró a sus quehaceres, pero preocupada
regresó y me ofreció de comer. Yo le dije que no tenía hambre. Mi respuesta la
inquietó aún más. “¿Si quieres te llevo al médico?”. Me soltó. Le contesté que
no era para tanto. Ya no comentó nada y volvió a retirarse rascándose la
cabeza. Al rato entró Carmelo, que andaba franco. Yo creo que madre le contó de
mi negativa a comer, y como me conoce lo tragón que soy, también se alarmó:
¿Quieres que te acompañe a ver a California? Me sacó de onda la disposición de
Carmelo, conociendo su resentimiento para conmigo. Como ni le contesté, este
salió del cuarto, sin antes ponerse a mi disposición para lo que quisiera, que
al fin somos hermanos.
¿Me veía tan mal con lo de Piticuas? Me
levanté para observar mi rostro en el espejo. Mi semblante estaba como siempre,
aunque mis ojos brillaban apesadumbrados: ¿Para qué me quiere Piticuas? Traté
de concentrarme en la televisión, pero mi cerebro seguía insistiendo: ¿Para qué
me quiere Piticuas?
Muchas veces Cecilia me ha comentado de lo
canijo que es, que lo que tiene de chaparro lo tiene de demonio. Que todos en
su calle le guardan respeto, hasta los más granujas. Que en una ocasión balaceó
a unos nomás porque le dieron un balonazo a su camión.
¿Para qué me quiere Piticuas? Mi cerebro
insistía. Al acercarse la hora de la cita, me pregunté si debía ir. Por un
momento me dije para qué, pero después pensando en la posibilidad de que
Piticuas viniera a mi casa a reventarme la vida por desairarlo, reculé en mi
pensamiento. Además, la verdad me gustaba mucho Cecilia.
Al dar las siete de la noche, me levanté y
me fui directo al fregadero para lavarme la cara y peinarme. Luego me puse la
mejor ropa que tenía para que Piticuas no me viera chilapastroso. Ya arreglado,
escuché la hora en la radio: veinte para las ocho. Mi madre seguía preocupada
por mi actitud. Me despedí de ella diciéndole que llegaría temprano. Ella me
echó la bendición y me dijo que me cuidara mucho. Salí de la casa. En el
trayecto me encontré a Tripas que también iba a ver a su novia. Nos fuimos
platicando. Tripas me preguntó que qué me pasaba, pues me veía cabizbajo. Yo le
conté lo de Piticuas, y este palmeándome la espalda me animó, y me dijo que si
necesitaba un paro, que nada más chiflara. Agradecí su solidaridad. Cuando
llegamos a la calle, Tripas se fue a la casa de su novia y yo me lancé a la de
Cecilia. El camión no estaba y por un momento pensé que me había salvado la
campana, que Piticuas había tenido que salir de urgencia a alguna mudanza. Me
alegré, pues por el momento no tenía que enfrentarme al ogro. Respiré aliviado,
y de un silbido llamé a Cecilia. Esta salió luego, luego. No se veía nada
contenta, al contrario se notaba acongojada. Me dio un beso, que sentí más como
Dios te agarre confesado, que por el gusto de verme. ¡Mi papá te está
esperando! Al escuchar la sentencia, se me salió el espíritu del cuerpo y se me
heló la sangre. Cecilia me tomó la mano obligándome a seguirla. El tramo que
caminé de la puerta de calle a la habitación donde me esperaba Piticuas, se me
hizo larguísimo, y un manojo de malos pensamientos me asaltaron: Piticuas al
verme se me abalanzaba a golpes y puntapiés. Piticuas sacaba su pistola y la
vaciaba sobre mí. Piticuas esgrimiendo un machete me cercenaba en pedacitos.
Piticuas, abrazando con sus manazas mi manzana, me asfixiaba. Piticuas me... al
entrar al departamento la madre de Cecilia me recibió contenta: ¡Qué bueno que
viniste hijo; pásale te estábamos esperando! Nada me sorprendió la amabilidad
de la doña, ya que así se comportaba siempre conmigo. La casa estaba arreglada,
como si estuvieran esperando a alguien importante. Los hermanitos de Cecilia
hasta se habían bañado. Teresa, su hermana noviera, al verme me abrazó muy
confianzuda: ¡Pásale cuñadito, pásale, estás en tu casa! En la estufa una hoya
de aluminio dejaba escapar su olor a chocolate. Dos paneras en la mesa estaban
repletas de conchas, cuernos y bisquets. También sobre la misma mesa, había
refrescos y una botella de ron; unas tazas de porcelana recién desempacadas. Al
parecer se esperaba un gran acontecimiento, que pensé no se trataba de mí.
Cecilia abrió la cortina que daba a la sala y asomando la testa, siseó: ¡Ya
llegó papá! La voz de Piticuas se oyó imponente: ¡Que pase! El cogote se me
atragantó y sentí que me orinaba. ¡Pásale! Me ordenó Cecilia. Tardé en
responder a la orden. Piticuas estaba en el sofá mirando el partido de fútbol.
Sin verme a la cara, me pidió que me sentara donde quisiera. Las piernas me
temblaban. ¿A qué equipo le vas? Preguntó. ¡Al América! Contesté de bote
pronto. Piticuas despegó los ojos de la televisión, y fulminándome con ellos,
se paró enojado: ¡Cecilia, Cecilia, ven para acá! Cecilia y su mamá entraron
agitadas. Piticuas, tronó contra Cecilia: ¡Cómo está eso de que tengas de novio
a un americanista! La doña tronó la carcajada: ¡Ahora si que te chingaste
viejo, ya no seremos dos los americanistas, sino tres! Y salió de la sala sin
dejar de reír. Cecilia también se rió y dirigiéndose a mí, dijo: ¡Es que mi
papá es chiva de hueso colorado! Piticuas, lamentándose, sin más preámbulos,
farfulló: Ni modo qué se le va a hacer.
Nadie es perfecto. A ver amigo, ¿por qué no me habías dicho que mi hija es tu
novia? Si yo lo hubiera sabido no habría pasado lo de ayer en la noche. Pero
ahora que lo sé, pues te doy permiso que andes con ella. ¿Por qué a eso venías
hoy, no? ¿A pedir mi consentimiento de andar con Cecilia? Pero nada más no me
la vayas a embarazar, pues ese ya es otro cuete. ¿Quieres una chela o una cuba?
¡Y déjame ver el partido, que esta vez, las sagradas chivas si se van a
enchufar al América!
Cuando acabó el partido nos sirvieron de
cenar el atole de chocolate que vi hirviendo en la estufa, ¡exacto! Con los
panes que estaban sobre la mesa. Luego, confianzudamente, Piticuas me invitó a
jugar dominó.
FREDDY, IRMA Y POLI
Ocultos en la noche, descubrí a Irma y
Freddy drenando su fogosidad. Poli, el novio de Irma, se acercaba con un gran
ramo de rosas. Di el pitazo, pero estaban tan entretenidos, que no escucharon
mis gritos. Poli aventó el racimo y se fue contra ellos. Irma alertó a Freddy.
Este la hizo a un lado y recibió a Poli a puñetazos. Se enfrascaron en un duelo
a muerte. Freddy sacó de sus ropas un filo. Poli al verlo se echó hacia atrás.
Irma se entrometió. Freddy guardó el fierro y al cruzar frente a mí, me reclamó
por no haberle avisado. Le contesté que no era mi asunto. Freddy ya no dijo
nada y me pidió que lo siguiera.
En su chante encontramos sola a su
hermana. Como no le caía mal me ofreció amable un vaso con agua. Freddy se
retiró al baño. Silvia se sentó frente a mí: la mini que vestía dejaba ver sus
piernas. Me les quedé viendo. Ella me preguntó si me gustaban. Le contesté que
sí: ¡Si regresas al rato, posiblemente me las puedas tocar! Freddy retornó del
baño y, al ver a Silvia, la levantó tirando de una de sus manos; pegándola a su
cuerpo la acarició y la besó. Yo me saqué de onda. La yucateca lo jaló para la
otra habitación. Freddy regresó al rato, y antes de retirarnos, Silvia me
recordó con un guiño su promesa.
La noche estaba impregnada con el frío de
los muertos. Se acercaba noviembre. Pronto las calles se untarían de olor a
cera y flores de cempazúchitl. Los niños harían sus calaveras con cajas de
zapatos para pedir dulces y dinero; sus lámparas con una botella quitapón, con
petróleo y mecha de estropajo. Carmelo, intentaría asustarnos con su traje raído de calaca. Doña Lupe nos contaría
historias de aparecidos y, de cuando un charro negro se le declaró y trató de
secuestrarla para desposarla. Madre nos daría dulce de calabaza, y tía Gela, me
invitaría a ir con ella a Temoaya, para visitar a los muertos, a comer pan con
chocolate y, a ver el colorido de flores en el panteón mientras comemos tacos
de hongo y nopalitos, chamueis con tortillas recién salidas del comal.
Escuchando a los norteños cantando en otomí.
Freddy me dejó en la tienda de Rufino y se
fue a buscar una novia que vivía cerca del mercado de la Romero: pensé en
regresar con Silvia, pero como estaba aún sacado de onda por la escena con su
hermano, decidí no hacerlo. Mejor me quedé a platicar un rato con el tendero y
su ayudante el Zopilote. Rufino, acordándose de sus maldades de aburrimiento,
me retó a comerme de un bocado un par de chiles curados a cambio de un pedazo
de queso, un jarrito y un paquete de galletas saladas. Yo le dije que si quería
divertirse que se los tragara él. Zopilote echó la carcajada y Rufino se
disculpó diciendo que sólo estaba bromeando. Dieron las nueve y el abarrotero
cerró la tienda.
Esperaba que el transitar de autos se
despejara para cruzar la avenida, cuando escuché la voz de Silvia pegada a mi
oído:
--Por qué no has ido a la casa, sigo sola.
Me quedé mudo, sin saber qué contestarle.
--Si estás sacado de onda por lo de mi
hermano, te digo que no ocurrió nada, y ahora que llegue mi papá le voy a decir
lo que trató de hacerme. ¿Vas o te quedas?
Me lo dijo tan convincente, y como me
agradaba, fui con ella.
Al día siguiente, por lengua del Zopilote,
supe que los gritos de Freddy a medianoche les había espantado el sueño. Don
Antonio, que era un tipo, además de tranza, muy estricto, por lo que le había
hecho a Silvia, lo golpeó hasta que Freddy, aullando de dolor, pidió perdón a
su hermana.
CANCIA
Del ligaso en el párpado se revolcó en el
suelo. Me ganó un lapsus de perversidad y se lo solté sin pensar en el daño que
le podría causar. Cuando dejó de revolcarse, se levantó y volvió a arrellanarse
en su banca, dirigiéndonos una mirada de odio, que aún me hace mella. Estaba
sólo en la aula, purgando la sentencia que le había impuesto la maestra. Cancia
era un caso perdido, nunca iba a entender que a la escuela se acudía a estudiar
y no a echar relajo. Un día antes su madre había sido llamada por la maestra
para enterarle de lo malora y burro que era su hijo. Del coraje que le dio a la
señora saberlo, ahí mismo, sin recato alguno, lo picoteó de coscorrones y
cachetadas hasta que se cansó bajo la mirada complaciente de la maestra.
Eso
paso cuando Cancia y yo íbamos a la primaria. Tuvieron que transcurrir varios
años para que este se vengara del ligaso que le había dado. Una tarde jugando
frontón, la disputa por un tanto nos enfrentó a golpes. Cancia me tiró al suelo
y trepándose sobre mí, me dio de puñetazos, al momento en que me pedía la
rendición. Pendejo que no soy, se la di. Cancia dejó de pegarme y de ahí en
adelante nos tratamos de tú a tú. Cancia se enroló en la banda del Chinaco
volviéndose un rijoso de primera, que agredía al que se le viniera en gana.
Pasaron los años y con lo que le pasó a Chinaco, su banda se deshizo. Cancia se
desapareció un rato del panorama. Después de mucho de no verlo, me lo topé en
una fiesta de cumpleaños a la que me invitaron. Ya era judicial. No me
impresioné cuando lo confesó a todos, pero pensé en que a lo mejor, Cancia
buscaría la ocasión para armarme pleito. Ni modo ya estaba yo en el ajo. La
fiesta transcurrió tranquila, nos bebimos dos botellas de Algusto. Ya en puntos
borrachos, Cancia empezó a vociferar y a decir que no había en la colonia uno
sólo que le saltara el oso con él. Y dirigiéndose a mí, dijo:
--Saben
porqué respeto a este cabrón, porque es el único que no se rajaría si le dijera
que se rompiera el hocico conmigo. ¿Verdad que no?
Mi
corazón comenzó a acelerarse, ya que pensé que la pregunta más bien era una
declaración de guerra. Pero, ocultando mi temor, respondí:
--La
verdad no.
--¡Ya
ven como este si tiene güevos!
La
fiesta concluyó en santa paz. Ya después supe que Cancia se había metido en
problemas muy duros. Que se había echado al plato a uno. Que estaba recluido en
una cárcel de Sinaloa. Me acordé de cuando éramos niños. De cómo nos pasábamos
de vivos con él. De cómo lo trataba su madre. De las veces en que los maestros
lo exhibieron en la escuela como un tonto. Del rencor tan profundo que se le
veían en los ojos. De su cobardía que después explotó y lo convirtió en
vengativo y asesino. Me sentí culpable de sus destino. Culpé a su madre, a los
maestros y a todo el barrio. Vi su rostro bondadoso de niño reflejado en el
agua de mi memoria, que se derramó en mis ojos. Su pequeñez soportando las
vejaciones, acumulando rencor tras rencor. Llenándolo de músculos de
resentimiento, los cuales vi asestar sin misericordia en el cuerpo de los
contrincantes que osaban enfrentarlo. Me lo imaginé tras las rejas, postrado en
su celda. Lo vi alzar su carita ingenua y recibir de nueva cuenta los ligasos
que yo le propinaba en mi perversidad infantil. Lo vi de judicial saludándome
con mucho respeto y alegría. A mí, que al fin de cuentas había sido uno de sus
verdugos. A mí, que al fin de cuentas debió de haberme machacado como un vil gusano.
Saludarme y brindarme su amistad, su solidaridad en caso de que la necesitara.
Muchas
veces me he preguntado porqué Cancia actuó así conmigo. Y en mi recuerdo se
viene a la memoria el día en que alguien trató de agredirlo, y yo, en un
arranque de bondad, no sé, lo salvé de la agresión, enfrentándome al mozalbete
que quería herirlo con una navaja. Yo pienso que fue por eso que trataba de
protegerme. Pero ahora Cancia ya no está para que me diga si tengo razón. Ya no
está: Lo mataron, después de que él mató a uno en el presidió.
EL ABUSIVO
Don Antonio era un hombre noble, que
después se volvió abusivo, desde que el padre de Paco, en una pelea de
borrachos le trozó la oreja de una mordida. A mi me trataba con mucho aprecio y
me regalaba dinero sin que yo se lo pidiera. Pero se corrompió a tal grado que
me robó mi cajón de bolear, con la argucia de que lo iba a rotular para
afiliarme a la CROC.
De tanta tranza, don Cevallos, que así se
apellidaba, tuvo que huir para que no lo metieran a la cárcel, dejando a su
suerte a Freddy y Silvia.
Después de que Freddy nos engañara que
había ganado un campeonato de box, parchando su rostro con curitas y
mostrándonos el supuesto trofeo que había ganado, se fue con Silvia a Yucatán.
Como Poli quería mucho a Irma, le perdonó todo. Irma era una lángara para el
sexo, y no se recataba cuando le gustaba alguno. Aunque la acompañara Poli, le
lanzaba el can. Le dio vuelo a la hilacha hasta que Poli se casó con ella y se
fueron a los Estados Unidos, de donde llegan las noticias de que Poli, no
soportando más las infidelidades de Irma, se divorció.
No
sé porqué, pero hace una semana Cecilia me mandó por un tubo. Ni modo así es la
vida. Para calmar la depre, me lanzo a ver a don Caín, a que me cuente que jais
con los comunistas. Al llegar al taller, el ruco me recibe cabizbajo y
temeroso.
--¿Pues, que le
pasa don?
Este ni tardo ni perezoso me
confiesa el por qué se encuentra así:
--Es que ayer el gobierno se cargo a
todos los compas del comité.
Les cayó la DFS después de que se marchó el cantante. Realizaban un festival
cultural a favor de Cuba, se llevaron a todos: A la maestra Linda y al profesor
Anselmo. También involucraron a varios sacerdotes. Y yo, pues ando asustado,
con eso de que igualmente soy comunista, a lo mejor también cargan conmigo.
Para alivianarlo un
poco, le digo que no se agüite, que si él nada tiene que ver con ellos, nada
debe de temer. En todo caso, a lo mejor a mi también me pasarían a torcer por
haberle aceptado el Manifiesto Comunista. Don Caín me ofrece curado. Yo se lo
acepto:
--¿Y quién era el cantante?.
--No sé. No me lo dijeron.
Don Caín se queda pensativo unos instantes, luego me
pregunta:
--¿Tú crees que se los chinguen.
--¿Quién sabe, a lo mejor sí?
--¡Mira, quien
iba a pensar que hasta unos curitas andan metidos en esto. Ahora que los
maestros son buena onda. Ojalá que nomás les den cana, y no los desaparezcan.
Aunque esos de la DFS, son muy jijos.
--Pues como toda la tira ¿no don
Caín?
--Sí, como toda
la tira.
Don Caín se queda pensativo un rato.
Luego se levanta de su asiento y va hacia una caja de cartón, de donde extrae
un bulto cubierto por una toalla y no sé cuantos trapos más. Lo desenvuelve,
dejando ver un libro. “Mira, te lo guardé”. Me dice, y me lo da. El libro habla
sobre la revolución cubana y sobre el Che Guevara, Fidel Castro y un tal Camilo
Cienfuegos. “Pero no se lo vayas a enseñar a nadie. -me dice-¡Ojalá que la cosa
no pase a mayores, y pronto suelten a los compañeros”. Al retirarme, don Caín
me aconseja:
--Mete el libro
bajo tus ropas, y si ves una camioneta sospechosa rondando la calle, échate a
correr y aviéntalo al drenaje.
Muchos
apodos tiene la policía
--hace memoria don Caín--, ganados al fragor de su atropello y corruptela. El
sobrenombre más común es la tira, tira porque te subían a la patrulla, o el
coche sin placas y luego de madrearte, te tiraban con el motor en marcha, donde
cayera, en el Bordo de Xochiaca, o en el canal de aguas negras de Santa Elena.
Tira, por que era la tiranía, los halcones, las madrinas, los porros, las
orejas, los represores, los escuadrones de la muerte. Tira, por que eran los
que te aplicaban la ley fuga, los que te balaceaban en caliente.
Cuántos testimonios de sus fechorías
existen en nuestra memoria, como el del adolescente aquel que al salir de la
tienda, vio una patrulla y del miedo que les teníamos, corrió y los tiras sin
averiguar siquiera, creyendo que era un delincuente, lo acribillaron por la
espalda.
Así cómo no les íbamos a temer. Ser
judicial o tira, tener charola, les daba el derecho sobre los demás, depredar;
esperar a los obreros el día de la raya, a las afueras de las fábricas para
robarles sus salario. De secuestrar al ciudadano y descaradamente exigir el
rescate a su familia a cambio de su liberación. De tenernos intimidados, en
estado de terror para que los gobernantes nos tranzaran a sus anchas. Para que
no hubiera brotes políticos; para que nadie protestara. Sin embargo, no hay mal
que dure cien años, ni pueblo que los aguante.
La tira,
los tirantes, los tecolotes, los gorilas, los judas, la perjudicial, los
cuicos, la razzia, los policarpios, la julia, el barapem; el pánico diario de
nuestra juventud, que aún se manifiesta en los que vivimos esta pesadilla. Ver
a un tira era mirar la muerte husmeándote, prestos a darte el premio gordo de
tu vida. No te muevas, no hagas panchos, camina como si nada. Que no te
tiemblen los músculos ni los güevos, aprieta el culo para que no te traicione
el excremento. No los mires y cuando se alejen, respira hondo, has librado la
parca por este día.
La tira, esos emigrantes amolados de
Guerrero, Oaxaca; los más violentos de Tepito y la Candelaria de los Patos:
Traigo placa. Soy un dios. La tira, el frío eterno. El diablo. El depredador
del siglo XX.
Don caín platica, que un día los tanques entraron a
la colonia a derribar jacales. Que a él lo agarraron como el Tigre de Santa
Julia, con el respiro dentro y mirando hacia el infinito. No les dieron tiempo
de sacar nada. Todo lo pisotearon. Dejaron la colonia hecha un batidillo y,
cuando encararon a los líderes para que obraran como Dios manda, estos se
hicieron majes, diciendo que era cosa de muy arriba.
--Cuando fuimos a ver a las
autoridades –cuenta don Caín-, estas se retractaron. Como no nos dejaron otra
regresamos a tomar la colonia, pero volvieron a llegar hartos tiras y nos
desalojaron. A mí me madrearon por revoltoso. Al compadre Zotoluco lo
plomearon. Desaparecieron a varios colonos. Después supimos que todo fue la
mala obra de algunas autoridades, y de un fraccionador, que después fue acusado
de fraude y dicen que se hizo el muerto para pelarse al extranjero.
Luego nos tocó lo de la
toma de chimecos. Otros colonos y yo andábamos re-bravos secuestre y secuestre
camiones. También hacíamos pintas a las horas de la madrugada para exigirle al
gobierno meter en cintura a los pulpos que a cada rato nos subían el pasaje. De
tanto fregarlo con las tomas, las marchas y las chapopotiadas en las paredes,
nos hicieron caso, pero nomás nos calmamos, volvieron a subir el pasaje.
También estuve apoyando
para la construcción de la escuelita, que acá en la colonia llamaban “Cuatro
Vientos”, porque carecía de muros. Los pobrecitos niños se sentaban en tabiques
para tomar sus clases. Los maestros eran unos revoltosos que le chiflaban a la
kena. Puras canciones subversivas enseñaban a los chamacos. Lo de las
banquetas, drenaje, el agua y la luz no fue gratis, bien que nos asoleamos para
gritarle al gobierno que los pusiera.
Creo que hasta muertitos hubo. No sé si fue por las banquetas, o por lo de los
camiones... creo que fue por lo de los camiones... Mataron al maestro Agustín
Pérez... Buena persona pues. Se lo llevó el gobierno y después de golpearlo lo
regresaron pero ya agonizando.
No, si aquí para tener lo
nuestro, tuvimos que fregarnos, a nadie se lo debemos, ni a los gobiernos...
EL CALACO
Rodeado por el escuadrón suicida, Carmelo
cuenta como murió Calaco:
--Mi compa salió al baño, cuando regresó
que se cae sobre Silencioso. Todos nos despertamos al oír el golpazo.
Silencioso, enojado, que lo avienta:
--¿Qué te traes, cabrón?
Mi compadre, se levantó, y arrodillándose
me pidió perdón:
--¡Discúlpame compa por haberte dado baje
con tu mercancía!
Después se paró y dando un traspié, volvió a caer. Silencioso, le
preguntó qué le
pasaba, pero el flaco chitón. Entonces que me le acerco y al ver que tenía los
labios morados, le empecé a dar masaje en el pecho. El Silencioso dejó su catre y fue a llamarle
a la ambulancia. Por más masajes que le
di, mi compadre se juyó a la otra vida.
Al rato llegaron los de la ambulancia para certificar que ya chiras
pelas. Mi jefa fue a avisar a su
familia. Quienes al principio pensaron que nosotros lo habíamos matado. Pero
los paramédicos de la Cruz Roja, les dijeron que había fallecido de un infarto.
Mi compadre me contó que cuando cayó en
cana, los tiras lo patearon en el pecho y que desde ahí se había sentido mal.
Yo la verdad creo que de tanto chemo y borrachera su corazón ya no aguanto y pos... Descansa en
paz compito.
Quién sabe como se corrió la voz de que el
Calaco había felpado, pero antes que su familia lo trajera a la casa, ya los
del escuadrón suicida lo esperaban con flores y veladoras. Al ver entrar el
féretro se les espantaron los ojos y, comenzaron a preguntar de que había
muerto. Al saber el parte, algunos se empezaron a tocar el pecho y a interrogar
lo que sintió el difunto antes de su desenlace: “No, yo aún no tengo eso”, “a
mi lo que me duelen son los riñones”; “a mí veces se me duerme un brazo, pero
me hecho un allipus y se me pasa”. Realmente estaban consternados por la muerte
de Calaco, algunos hasta tres o cuatro veces hicieron guardia ante el ataúd,
sólo para mirar el rictus de su camarada.
Cuando
se lo llevaron a enterrar, todo el escuadrón se trepó a la carroza. Todos en
sus cinco sentidos, con tremendos ramos de flores entre los brazos. Hubo uno
que compró un cirio de un metro de largo. Otros portaban veladoras por docena.
El
entierro fue rápido, con alguno que otro aspaviento. Al volver a la colonia, el
escuadrón de nuevo regresó a su cometido. A las pocas semanas, otro de sus
miembros dejó el jolgorio y el rito fúnebre se escenificó de nuevo.
La broza ya anda embarcada en el
desenfreno y la violencia. Mata ratas hace unos días se aventó a las llantas
del chimeco. Demon se largó de su chante, luego que aporreó a su viejo cansado
de verlo golpear a su madre. Me he enterado de que en la otra colonia hay una
escuelita, donde a los chavos les enseñan oficios, a rascarle a la guitarra y a
convivir sin tanto trauma.
Voy
a visitarla a ver que onda, decidido a bajarme del tren de la muerte. Cuando
llego a la escuelita me recibe Ordaz, un maestro de secundaria que funge como
director. Es bonachón y un tanto verbero. Me pasa a su oficina, un cuarto de
dos metros por uno y medio en el que apenas cabe su escritorio y un par de
sillas. Me invita a sentarme. En eso entra un viejo tozudo.
--Mira te presento al maestro Juan, él da
el taller de electricidad.
--¡Mucho gusto!
--El maestro Juan es sargento jubilado.
Así como lo ves, ya tiene setenta años y con hartas ganas de aportar.
El maestro Juan, al sentirse adulado,
suelta la lengua:
--El
ejercicio es el que me ha mantenido en buen estado, don Ordaz. Ahora que mi
energía, se la debo a la disciplina militar y a mis ganas de hacer algo por los
demás.
Dirigiéndose a mí:
--Aunque sepa usted joven, que también
hace poco me salve de la huesuda. Ya mero me carga, si no es por que me di
cuenta a tiempo de su presencia. Fue en una revisión médica de rutina. Yo me
sentía muy bien, nada de molestia. Cuando vieron las radiografías que me
hicieron. ¡No hombre, tenía todo perforado el intestino! ¡Me tuvieron que
operar de emergencia! ¡Gracias a Dios salvé la vida! Pero créame, la longevidad
se la debo al ejercicio y a que no vivo en los excesos y si en la disciplina.
El
maestro Juan deja la oficina, al escuchar el jolgorio de sus alumnos.
--¡Estos muchachos, no saben más que
jugar! Ordaz retoma la plática conmigo. Me pregunta a que me dedico. Yo le digo
que a nada en especial. Me dice que si me interesa un taller en especial. Le
digo que sí, que quiero aprender guitarra. Se alegra al oírme, ya que él además
de ser el maestro de taquimecanografía, también es el de guitarra.
--¡Cuando
quieras puedes empezar! Y no te preocupes por el instrumento, aquí te lo
proporcionamos.
Yo
me despido de él, prometiéndole llegar puntual a mis clases.
Cuando aterricé en la colonia, Cambujo me
esperaba en la entrada de mi casa. Apenas me vio llegar, se apeó a mí y soltó
la lengua:
--Te
estaba esperando para darte el pitazo de que la Española la trae contigo y dice
que donde te vea te va a quebrar. No sé que le hiciste, ni me importa, pero ten
cuidado. Yo ya le puse sus putazos y le advertí que si te hacía algo chiquita
no se la iba a acabar.
Una
vez que soltó la sopa, Cambujo se despidió de mí y se sumergió en la calle. Me
preocupó lo de la Española, más por él que por mí, ya que si Carmelo y mis
demás carnales se llegaban a enterar, no pararían hasta toparlo y hacer que se
tragara sus amenazas. Entonces decidí guardar silencio.
En
lo que se llegaba el día de mi primera clase de guitarra en la escuelita,
sucedieron cosas. Una de ellas la muerte de Berna y de Gil. El primero
victimado por unos judiciales en Sonora, cuando intentaba fugarse de ellos
perdido de borracho y, el segundo por un ataque al miocardio producido por las
cuatro cajetillas de Marlboro que se quemaba diariamente. El Gil era de piel
blanca, peluda, de estatura media, muy bien vestido y de un hablar nada impulsivo
y con cierta prosapia y urbanidad. Días antes de su fallecimiento, llegó a la
cuadra y nos enseñó la venda que apretaba su espalda y pecho.
--Ya
tengo días con este dolor y con nada se me quita. Pero ni así dejo de fumar.
Nos dijo antes de empinar en su boca la
caguama helada que duro solo un rol. A la siguiente semana nos llegó la noticia
de su fallecimiento.
Un
domingo llegó la Española a casa a buscarme, pero como mis hermanos ya estaban
al tanto de sus amenazas, no lo dejaron acercarse a mí ni un centímetro. La
Española luchaba por que lo dejaran darme la mano para hacer las paces conmigo,
pero Carmelo se la maniató y doblándosela por la espalda se lo llevó de ahí.
Mis demás hermanos –Cola de burro, el Silencioso y el Ponclas-, se la
sentenciaron y correteándolo lo expulsaron de la cuadra. A los dos meses, al
regresar de Guadalajara, murió de cirrosis. Como Luis, también se despidió de
mí: yo lo vi sentado en el patinaje, agitando su mano y lanzándome una sonrisa
de esa que se echaba cuando éramos niños. Después, como si hubiera sido hecho
de tiza, se desvaneció en el aire.
Raúl está sentado afuera de la casa de
Oscar, esperando a que éste salga. Raúl sueña con irse a Gran Bretaña y hacerla
en grande con la música. En cambio, Oscar quiere parecerse a John Lennon.
Cuando éramos niños, nos reuníamos en el patio de la casa de Oscar a sentirnos
los Beatles –yo me sentía Los Credence-, tocando escobas con ligas, tinas y
otros utensilios que la hacía de instrumentos musicales. Ya desde entonces nos
hacíamos pasar, o imaginábamos ser Los Beatles: Raúl, Paul Maccartney, Oscar,
como ya dije, John Lennon, yo por más feo, Ringo Starr, y no recuerdo quien
George Harrison. Ya adolescentes hicimos nuestro grupo de rock, y anduvimos tocando
en fiestas y demás jolgorios, hasta que la vida nos obligó a separarnos.
Después
de rato, Oscar salió con una guitarra en la mano y se la dio a Raúl. Este ni
tardo ni perezoso comenzó a pulsarla. Canciones de los Rollin Stone, de los
Dors, de los Credence, pero sobre todo de la Super Banda Chicago: Raúl imitaba
con su voz, excelentemente las trompetas, era todo un show. Nos hacía pasar una
velada fabulosa. Cuando se cansaba de tocar a Chicago, empezaba con las de
Serrat y Roberto Carlos.
--¡Vámonos por el vodka! Exclamó Oscar.
Fuimos a la tienda del Abuelo por él. Al regresar nos topamos a don Caín,
cayéndose de briago.
--¡Ustedes
que saben de Zapata! Nos restregó y se fue trastabillando. Efectivamente poco
sabíamos de Emiliano Zapata. Especialmente, Raúl y Oscar, que andaban más
enfrascados en imitar a sus ídolos y la vida norteamericana y británica. Nos
subimos a la azotea de la casa de Oscar, y ahí, escuchando al grupo Chac Mol,
nos embriagamos mirando el cardumen de estrellas en el cielo...
COLOFÓN
EL ADIÓS DEL COLA DE BURRO
--Se me quedó mirando fijamente a los ojos, luego me dijo decidido: ¡Yo ya
me voy a morir, y si no me muero a los 45 años, me mató. Lo dijo muy decidido,
convencido de ello.
Cuando
llegué a la casa, madre me comentó que se lo habían llevado al doble A.
Que se había sentido mal después de navidad. Que su hijo mayor lo había
acompañado a internarse.
--Ya se veía mal. Yo salí a despedirlo a la calle. Antes
de irse me dijo que él ya se iba a morir, que no me preocupara. Me dio la mano y se fue a internar. Si yo
hubiera sabido que ya no iba a regresar, no lo
dejo ir.
Una
semana antes de su partida, platiqué con él. Se veía animoso, aunque la piel ya
la tenía reseca, ceniza, amoratada; sus ojos los tenía inyectados,
desorbitados. Me comentó de su intención de hacerla, de construir un cuarto
para empezar a comprar sus cosas.
--¡Vas
a ver carnal, la voy a hacer chida!
Una semana atrás había discutido con él.
Desde entonces me percaté de que ya andaba enfermo. Hablaba incoherente, como
ido. Entonces sentí que ya no debía de enfrentarlo, que a lo mejor cambiando mi
estrategia, si en vez de regaños lo trataba con cariño, él recapacitaría para
dejar de beber.
--¡Está
bien carnal. Y mira cuenta conmigo en lo que yo te pueda ayudar. No pienses que
soy tu enemigo, nadie aquí en la casa es tu enemigo. Eso tenlo por seguro!
El
se ánimo aún más cuando le di mi apoyo. Hasta imaginó como sería su cuarto. Los
dos ubicamos el lugar de la casa en donde lo construiría. Yo me sentí
reconfortado de verlo alegre, planeando cosas para, a lo mejor, detener el
rápido tren de su vida y darle una variante que lo llevaría a reconciliarse con
él mismo y con el mundo.
--¿Sabes
una cosa carnal? Trata de dejar la borrachera un poco. Cuando sientas necesidad
de tomar, has cosas, vete al cine, convive con tus hijos...No sé... No te digo
que de un sopetón... Poco a poco... Digo... Chance y puedas darle la voltereta
a tu vida.
Me
dijo que haría lo que yo le aconsejaba, que en verdad la quería volver a hacer.
Después de esa platica, lo volví a ver, pero ya en su féretro.
--Llegó
a mi casa. Platicó con sus hijos. Cuando se despidió de ellos, abrazó a Chicho
y no lo quería soltar. Le decía que él ya se iba a morir. Lo abrazaba de tal
manera, que sentí escalofrío. Yo le pedí que no dijera eso delante de sus
hijos, que los asustaba. Luego se salió despidiéndose de mí, nunca pensé que
fuera para siempre.
La
esposa de Cola de Burro, se mira desecha, con los ojos desbordados de llanto.
Cabizbaja, mirando hacia la tierra, con las manos crispadas de dolor. Cargando
su cuerpo abatido, entrando y saliendo de la alcoba donde se encuentra le
féretro.
--Se
murió sentado, con las manos pegadas a la nuca. Atragantado de orgullo. En silencio,
sin darle lata a nadie. Pobrecito, ya tenía los intestinos amoratados, y dejaba
charcos de sangre cuando iba a orinar. El ya presentía que se iba a morir, y se
lo estuvo diciendo a todo el mundo, a sus amigos borrachines; a mi comadre
Socorro, a los chachareros con los que compartía mercado. Todavía una semana
antes de fallecer se arrepintió de no haberse ido a internar a la granja donde
lo quiso meter su hermano Ajolote para que se curara. Me dijo: Mamá, mejor si
me hubiera ido a la granja donde me quería llevar mi hermano. Pero ya era
demasiado tarde, la cirrosis ya le había avanzado mucho.
Su
rebaño de suicidas se lamenta a la entrada de la casa: Jaski, a pesar de su
juventud, se mira avejentado, como conteniendo en su carne, a punto de
reventar, una gran pesadumbre, pero a pesar de ello no deja de beber hondos
tragos de marranilla. A su lado, Quijadas, aúlla dolorido por la muerte de su
camarada. Otros quemados, amodorran la congoja como perros apaleados
acuclillados en la acera. De pronto se me viene a la cabeza que ya están
muertos, que sólo se han aparecido para acompañar a Cola de Burro en su viaje
al ultramundo. La escena es deprimente, demoledora. Cuando sale el féretro de
la casa, Quijadas se lleva las manos a la cara y gime. Jaski, hace una mueca de
abatimiento y alzando la botella de marranilla, da la despedida a su camarada.
Al momento que el féretro es introducido en la carroza, se me agolpan mil
recuerdos en la memoria: es madrugada y en el patio de la casa se escucha el
gorgoreo de las ánimas retornando a sus aposentos. Cola de Burro ronca a mi
lado. Siento una humedad cálida irradiando en mi pierna. Alzo la cobija y me
percato de que mi pantalón está mojado. Enojado, zarandeo a Cola. Este se
despierta.
--¡Otra
vez te volviste a orinar! Le digo. Cola tapa su rostro con la cobija. Mamá que
me ha oído, jala la cobija y reprimiéndolo lo obliga a levantarse. Mi hermano
se niega a hacerlo y mamá lo golpea. Le grita que es un meón, y sin dejar de
pegarle le obliga a quitarse los pantalones. Cola, humillado y llorando, hace
lo que mamá le pide. Doña Angelita, que era curandera, le dice a mamá que Cola
tiene frío en la vejiga, que por eso se orina en la cama, pero la verdad es que
éste padecía de miedo a la oscuridad, y como tenía que cruzar el patio para
hacer sus necesidades, pues prefería vaciarnos su perfume. Así fue como se ganó
el apodo del Perfumes, mote que le re-encanijaba que le dijéramos; más en la
adolescencia.
Su entierro fue rápido, de un día para
otro, para que madre no estuviera contemplándole y contemplándole, para que no
se exprimiera su alma de tanto sufrimiento. Cuarenta y un años tenía cuando
metieron su féretro a la fosa, cuando le cantaron los norteños, cuando lo
encerraron para siempre los ladrillos. Cuarenta y un años mientras Porki iba de
un lado a otro fumando nervioso entre las criptas; mientras el Pelón me decía
que estaba conmigo en el dolor; mientras el escuadrón suicida aullaba por su
partida.
El
último tabique fue apilado y sus cuarenta y un años quedaron varados dentro de
la oscuridad, esa que le daba tanto miedo, que lo mantenía recluido todo el
tiempo, que no le permitía alejarse más allá de sus dominios.
Tu
hijo ya se ha ido a la eternidad, dije a madre. Con el alma y el cuerpo cansado
me respondió: “Yo todavía tengo la esperanza de que un día vuelva”.
Comentarios
Publicar un comentario