EL DIABLO DE PARRANDA
EL DIABLO DE
PARRANDA
RAYMUNDO COLÍN CHÁVEZ "AXOLOTL"
IMAGEN: DANIEL MANRIQUE
DE
RUIDOS
--Estaba yo en una fiesta, y como ya era
tarde, determiné retirarme. Me despedí de los anfitriones para volver a casa...
¡Su casa!
--¡Gracias!
--En el Metro compré boletos, introduje
uno en el torniquete, descendí a los andenes; cuando arribó el tren, lo abordé
despreocupado. Para no hacer pesaroso el viaje, de esta maletita que ve extraje
un libro que madura de un fantasma que visita a una mentada Susana San Juan,
que está perdidamente enamorada de él. Al bajar, un zumbido como de tranvía se
alojó en mis oídos: ha de ser el fluir de la corriente en las vías.
Pensé. Durante mi segundo desplazamiento, el ronroneo se acentuó, mezclado con
tientos de tacones, motores, voces de distintas tesituras.
Al final del periplo, los chirridos que
traía se fundieron con otros. Con la esperanza de no ser el único al que lo acosaban,
siseé a un transeúnte:
--¡De veras que esta barahúnda acabará por
volvernos locos!
--¡Es la escandalera de siempre, señor! Contestó,
apurando el paso. En lo que bajó a los apeaderos, se
agudizaron los picotazos. Eran tantos y tan dolorosos, que convulsioné dentro
de una multitud que me cataba consternada. Me libré del gentío corriendo hacia
los paraderos, perseguido por cientos de estruendos que impidieron escuchara el
claxon del microbús que me arrolló.
Al
conocer el parte del forense, supe que mi fallecimiento no lo había causado el
vehículo, sino, inexplicablemente, encontraron perforado mi cerebro por
punzones tan filosos como el ruido.
UN
ESCARABAJO
Sin que le molestara el punzante
sol, Sansa dormía a pierna suelta sobre las baldosas. Sobre su nariz
puntiaguda, reposaba el armazón dorado de bifocales, que le daban aspecto
intelectual.
Alguien
gritó desde alguna parte:
--¡Cuidado
con el escarabajo, que ayer se tragó a uno!
Aunque
era domingo, las bifurcaciones en la alameda estaban vacías. De vez en cuando
los maullidos de gato, que en ocasiones asemejan voces humanas, me hacían
voltear.
--¿A quien se habrá tragado? Cavilé. Un chillido de
ratas me sacó de mi abstracción. Eran tres, gordas y retozonas, galopando
zigzagueantes entre los muros de pingüicas que cercan los jardines de pasto
erosionado y ennegrecido por el humo. Al pasar junto a mí, repusieron:
--¡Cuidado
con el escarabajo, que ayer se zampó a uno!
Los
roedores se transformaron en niños, y levantando el enrejado de un cloaca se
introdujeron.
Dos veces
habían advertido tener cuidado con un escarabajo, que por ninguna parte
percibía. Sansa hizo un inesperado movimiento. Va a despertar, me dije. Pero
sólo llevó una de sus manos a su nariz y se la rascó. Para entonces, el mutismo
en la alameda lo llenaba ya la algarabía de una multitud que deteniendo sus
acciones, corearon:
--¡Cuidado
con el escarabajo! ¡Cuidado con el escarabajo!
Al
escuchar esto, bajé la mirada, viendo las patas del insecto posesionándose de
mi cuerpo. Sansa ya no dormía en la baldosa. Traté denodadamente de zafarme,
pero el escarabajo ya me tenía atrapado por completo. En un último forcejeo por
sacudirme el escarabajo, los bifocales cayeron y de mí salió un gruñido que ya
antes había escuchado.
TETRIX
¿Por qué lo maté? Por la desesperación de sentirlo
cerca y sentirme sola. Le toleré todo: borracheras, su cara de idiota frente al
televisor, hasta sus deslices con las vecinas. Pero lo que no le perdoné fue el
que me haya ignorado por ese juego estúpido que lo embebía.
Verá, al principio de nuestra relación se desvivía
por mí: ¡que te invito al cine!, ¡que vamos a pasear donde tú quieras!, ¡que
flores rojas para mi amorcito!... Y todas esas adulaciones que suelen gastarnos
para saciar sus instintos animales, y, nos juran, es amor. ¡Pinche palabrita! La de panzas e infiernos que ha costado
a las mujeres. Bueno... todo iba de maravilla. Me trataba como a una reina y,
de tanto lisonjearme, cedí y ahí tienen a la muy taruga, vestida de blanco y
derramando lagrimones en la iglesia. ¡La fiesta estuvo a todo dar! Mi familia y
mis amigas me felicitaban porque, según, me había sacado la lotería con ese
esposo.
Nuestra luna de miel fue en Acapulco y, aquí entre
nos, por poco pierdo lo virgencita con un gringo que se parecía a Silvester
Stallone, ¡pues el desgraciado de mi marido me abandonó en una discoteca para
irse con unas tipas!
Del coraje me bebí una botella de tequila, y ya
perdida de borracha, el gringo se acomidió a llevarme donde me hospedaba; me
subió en brazos, cosa que el granuja de mi marido, que en la lumbre esté, no
hizo. El güero me acostó en la cama y yo, como no queriendo la cosa... Me
encendió todita y ya iba a “perder” cuando se me mareó el mundo. ¡Me pasé la
maldita noche vomitando!
Cuando
regresamos a la ciudad de México comenzó mi suplicio; él se volvió todo un
macho mexicano conmigo; pero no fue por eso que lo electrocuté: el muy
desdichado se la pasaba, desde que lo compró, el santo día con el Tetrix, que
tiene treinta o cuarenta formas de jugarlo y treinta o cuarenta formas de
ignorarnos.
ADIÓS, FLORECITA
Así
nos vamos, así de fácil. Nos marchamos a cada minuto de nuestra existencia,
dejando un hueco que nadie puede llenar. Permaneciendo el deseo de no querer
partir. Pero nos vamos, no hay regreso, ni escape alguno. En un cerrar de
párpados perdemos la mirada, el caer de la lluvia, el color de las flores, la
risa de los demás y el vuelo del colibrí.
Dicen que oímos pero no nos oyen, acariciamos pero no nos acarician; transcurrimos nuestros sitios con una desnudez de luna que sólo el alma puede equiparar.
Así nos vamos, como el hombre que en las mañanas miraba el transitar de gente y que un día desapareció como si hubiese sido de tiza. Una mañana partió el ser que me cuidaba de las ánimas malditas de esta tierra. La tierna Flor, la loca de los perros callejeros (hasta eso nunca desdeñó a nadie por el pedigrí), la que aprovechaba mis descuidos para escapar e irse a aparear frente al pudor y la crispación de los vecinos. ¿Por qué no llorar por ella, por qué no sentirse deshecho por su partida? Anoche, mientras agonizaba, extendía su cuello hacia Venus; lo miraba como si supiera que el paraíso de los perros se encuentra ahí. Estiraba el cuello y bebía lengüetazos desesperados de agua, como si tuviera un hueso atorado en él, como si se consumiera de lumbre por dentro. ¿Por qué la muerte siempre es una tragedia? ¿Por qué no puede asumirse con paciencia?
Dicen que oímos pero no nos oyen, acariciamos pero no nos acarician; transcurrimos nuestros sitios con una desnudez de luna que sólo el alma puede equiparar.
Así nos vamos, como el hombre que en las mañanas miraba el transitar de gente y que un día desapareció como si hubiese sido de tiza. Una mañana partió el ser que me cuidaba de las ánimas malditas de esta tierra. La tierna Flor, la loca de los perros callejeros (hasta eso nunca desdeñó a nadie por el pedigrí), la que aprovechaba mis descuidos para escapar e irse a aparear frente al pudor y la crispación de los vecinos. ¿Por qué no llorar por ella, por qué no sentirse deshecho por su partida? Anoche, mientras agonizaba, extendía su cuello hacia Venus; lo miraba como si supiera que el paraíso de los perros se encuentra ahí. Estiraba el cuello y bebía lengüetazos desesperados de agua, como si tuviera un hueso atorado en él, como si se consumiera de lumbre por dentro. ¿Por qué la muerte siempre es una tragedia? ¿Por qué no puede asumirse con paciencia?
--¿Qué te pasa, qué tienes? Pregunté. Flor me miró con
sus ojitos encharcados de tristeza y resignación, que entendí como un: “Ya me
voy querido amigo, no te aflijas. Es hora de decirle adiós al aire, de detener
el saltimbanqui de mi vida.”
--Nada
hay que decirle a los niños. Exclamó la abuela. (Los niños son más humanos).
--¿Y si preguntan? Cuestioné.
--Pues
hay que contarles que la loca anda mordiendo, o que se fugó con un galán al que
amaba mucho. Que la llevó a otro planeta donde hacerla feliz (a veces los
adultos somos más fantasiosos que los niños).
A
Flor la vi expirar a las seis de la mañana. Se despidió de mí y se fue a morir
bajo la escalera, su recámara de viejecita refunfuñona.
La enterré en el jardín que da a mi ventana, para que no se sienta muerta y
crea que aún nos protege.
Cuando
alguien querido se va, deja un hueco que nadie puede llenar. Su fantasma
deambula en el aire y duerme bajo las piedras, o nos mira agazapado entre los
árboles. Dicen que son las ánimas benditas del purgatorio, los ángeles de la
guarda que nos cuidan. No sé si sea cierto, lo que sí es que veces el viento
está cargado de miradas.
LA MUERTE DE TARZAN
Conducía mi coyota rines de magnesio,
cuando en la entrada del billar oteé a Tarzán conversando con el Saña y la
Marrana. Éste, al verme, me saludó.
Pedaleé con fuerza y al llegar al frontón,
me crucé con Armando, hermano de Tarzán, quien sin mediar saludo me informó de
su muerte.
--¡No
me estés chachareando, lo acabo de ver
con unos batos a la entrada del billar!
Armando
reafirmó lo dicho:
--¡Ayer
lo encontraron muerto. Se desangró de un piquete. Lo estamos velando en mi
casa. Ya estás avisado!
Armando
cruzó la avenida hundiéndose por una de las calles aledañas. No podía dar
crédito a sus palabras, dado que estaba seguro que quien me había saludado
desde la entrada del bicho había sido Tarzán. De pronto escuché en mi
cerebro Mujer de Magia Blanca y la imagen de mi amigo se me presentó
sentado afuera de la casa de Beba, donde solíamos encontrarnos todas las tardes
para hacer llorar el blues. Beba se abrazaba a sus músculos mientras éste
paseaba sus dedos sobre el diapasón. Una sonrisa de placer se dibujó en mi
rostro. ¡Tarzán sí que tenía sensibilidad para hacer que se expresara la
guitarra! Y más cuando Mayito, el trompetista melancólico, incorporaba su
instrumento. El blues se tornaba amor en esas noches donde la muerte solía
trabajar horas extras.
--¡Carajo, mi Tarzán, me cae que usted
trae negros en el alma! ¡Este blues que acaba de tocar me estremeció el
adentro!
--Me lo enseñó un bato de Tacuba. Un loco
que se cree nagual y siempre anda pacheco, fumándose la vida a bocanadas. Se
llama Mario Santiago, poeta infra, muy bueno pal mescal.
--Pos a ver cuando lo traes al barrio para
que nos deleite con su swin.
--Uno de estos días. Usted no se preocupe.
¿Qué onda Beba, nos vamos a danzar?
Beba era... ¿cómo decirlo? Una especie de
rosa urbana, a la que el ritmo de la cumbia le posesionaba el cuerpo. Qué rico
meneaba las caderas, provocando tentación. Quién no hubiera querido navegar en
ellas, pellizcárselas aunque sea. Pero Beba sólo amaba a Tarzán. Ella una
potranca de ancas atractivas, y él, pura sangre que enervaba sus relinchos.
Mis recuerdos fueron interrumpidos por los
gritos de un judicial, que me llamó desde un automóvil. El sujeto era
acompañado por un par de individuos y de un soplón al que apodábamos el Chivo.
Pensé en fugarme, pero me contuve cavilando en que si lo hacía pensaría que
algo me guardaba. Y haciendo de tripas corazón me arrimé al auto. El judas me
preguntó si conocía al Topo, un burrero que solía surtir marihuana a sus
clientes montado en un triciclo. Asentí moviendo la testa.
--¿Y
sabes dónde lo podemos encontrar?
Lo negué meneando de nuevo la cabeza. El
tira, mirando por el retrovisor, preguntó:
--¿Lo
dejamos ir?
El
que al parecer era su superior, contestó que sí.
--¡Ya
puedes irte hijo! Y no te metas en desmanes. El auto se alejó y yo respirando
profundo también hice lo propio sin dejar de pensar en la trágica muerte de mi
amigo.
Al momento en que el féretro
bajaba a su fosa, recordé una escena:
Eran las dos de la mañana. Fuimos
despertados por los gritos en tropel de una riña que se suscitaba afuera de la
casa. Me incorporé e ignorando la orden de mi progenitora de que no saliera, de
tres zancadas llegué al pasillo que da a la calle y, parapetándome en la
puerta, a través de una rendija descubrí a Tarzán sosteniendo por los cabellos
la cabeza de un fulano, al que sin misericordia prodigaba golpes con el asiento
de un envase de cerveza. Cada cantazo que mi amigo asestaba en el rostro del
desgraciado, me erizaba la piel. Impotente para siquiera sisear y pedirle que
detuviera su barbarie, dejé de mirar y volviendo al cuartucho me metí tiritando
de espanto bajo las cobijas. Mi madre, aferrada a un crucifijo, me reclamó:
--¡Ya ves, te dije que no te asomaras!
Los
gritos de los rijosos seguían trasgrediendo la noche:
--¡Mi hermano, dónde está
mi hermano!
--¡Aquí
estoy carnal, aquí estoy!
--¡Vamos
a tirarlo en medio de la avenida para que se lo lleve la chingada! Se oyó decir
a Tarzán. Después un rechinido de llantas, el ulular de patrullas, el tropel de
zapatos en la acera, el ladrido de perros, los ronquidos de un avión
sobrevolando a toda velocidad para no ser alcanzado por los balazos de los
policías tirando a matar. Luego sólo el transitar constante de autos sobre la
avenida y el murmurar de ánimas comentando la violencia desatada en sus
dominios.
Toda
la amargura del mundo se había concentrado en el rostro de la madre de Tarzán.
Se derretía en llanto aferrándose a la mano de su marido para no echarse al
abismo eterno donde yacería su hijo. Oí comentar a alguien:
--Dicen
que, antes de morir, éste le contó que una mujer muy bonita, que se encontró en
la calle, le hizo una seña para que se acercara, y cuando él obedecía la mujer
desapareció en el aire... El Tarzán se lo platicó a su madre... Es la muerte,
le dijo... Me está buscando.
Al momento de que el féretro tocó fondo, los mismos
judiciales que me detuvieron en la calle, cargaron con el Saña y la
Marrana. Después, repentinamente, todo
se llenó de lluvia.
COCOTA
Habían pasado diez años desde aquel
vergonzoso acto en el aula de la escuela. Él estaba frente a mí bebiendo
cerveza. A la sexta ronda comenzó a llorar y acordarse de lo que Emilio le
había hecho. El maestro estaba en una junta. Yo por razones fisiológicas me
había ausentando del salón. Cuando retorné, mi sorpresa fue mayúscula al
encontrarme a mis compañeras bramando y mirando fijamente hacia la pizarra. Los
hombres manoteaban en los pupitres vociferando obscenidades. Emilio lo tenía
maniatado, amenazándolo con tundirlo a golpes y de herirlo con su guadaña de
bolsillo mientras lo violaba.
Encolerizado, me abalancé sobre Emilio y
lo derribé.
--¡Súbete
los pantalones! Le Grité. Emilio resorteó y me lanzó un cabezazo, que esquivé.
El seguía hipando, rodeado por un cuarteto de niñas. Emilio intentó ensartar su
guadaña en mi carne, pero le aferré la mano y torciéndola le tumbé el filo. En
ese momento entró el maestro y de una zancada se interpuso entre nosotros.
--¡Dejen de comportarse como animales!
Rugió. Al mirar la guadaña en el cemento, se agachó a recogerla. Luego, jalando
nuestras patillas nos llevó hasta su escritorio. Beatriz, que era su satélite
cuando se ausentaba del salón, lo puso al tanto. El mentor, tomando por las
orejas a Emilio, lo zarandeó. Luego lo arrojó al piso.
--¡Y
tú vete a tu asiento! Me exculpó. Metió la guadaña a su estante y, parándose
frente a su escritorio, tronó burlón:
--¡Y
tú Cocota, mientras aprendes a ser machito --extrajo unas monedas de la bolsa
de su pantalón--, ten y vete a comprar una lata de Nívea para que la untes en
tu trasero y se te pase el ardor!
La Cocota sorbió cerveza, enjugándose las
lágrimas con su puño. Ya andaba muy borracho y comenzó a sincerarse:
--Tú no sabes lo difícil que ha sido
superar lo que me hizo ese cabrón. Me cae que aún siento la sensación de su
cochinada en mi trasero; antes era un
ardor que no hallaba como calmarlo, un ardor que me hacía hasta cagar sangre.
El bigote de la Cocota se encrespó y en sus ojos pude percibir todo un infierno
vivido.
--Me ardía como no te lo imaginas. Me la
pasaba encerrado en el baño, echándome agua, o tratando de sacar una lombriz que no existía. Mi padre, lejos
de confortarme, me trataba brutalmente, y no perdía la ocasión para
evidenciarme frente a mis hermanos. Sufría al contarme.
--No
sé cuántos años pasaron para que medio pudiera vivir así. Para que se me
quitara ese ardor que no me dejaba ni en sueños. Ya me casé y tengo un hijo. Mi
esposa me ha ayudado mucho, y la verdad no quería que viniera. Pero yo tenía
que hacerlo para darte las gracias por lo que hiciste por mí. También vine
porque tenía que cobrársela a Emilio. Sacó una pistola de entre sus ropas y
volvió a guardarla. Luego, trastabillando se alejó para siempre por donde había
venido.
LA OLA QUE NOS PERSIGUE
¿La
oyes? Con la escandalera de los vecinos, no creo. Como yo nací con oído de
perro, sí la escucho: apenas como un gorgoreo de río. Cómo me gustaría que
pudieras oírla. Hasta eso, no es desagradable, se parece, como te dije, al
rumor del agua.
¡Estos vecinos
ya me tienen harta! ¡Bájenle a su ruido! Antes de irte bebe jugo, no sea que te
agarre con el estómago vacío: siempre es mejor que se lo lleve a uno la
marejada con las tripas llenas, y no andar penando por culpa de ello.
Ayer te dejé un
trozo de pizza en el refrigerador. ¿No lo viste? Así pasa, a veces nos
entretenemos tanto que las cosas se vuelven invisibles, aunque las tengamos
enfrente. ¿Leíste en el periódico lo de la familia que murió intoxicada por
tragar mariscos en una fonda? ¿No? ¡Oye, por favor no te distraigas al cruzar
la calle! Me contaron que hace unos días un microbús aventó a un anciano, al
que seguramente se le desapareció el mundo, sin percatarse de que un cafre
arrasaría con su vida.
¡Júrame que no
te vas a distraer! ¿Ya tomaste tu medicamento? No quiero que te dé el telele
nuevamente. Dicen tus compañeros que ya mero te tronchas la lengua: metieron un
palo entre tus dientes para evitarlo.
¿De veras
tomaste la medicina? ¿Qué ya me dijiste que sí? ¡Pero no te enojes! Lo que
ocurre es que esa maldita música me pone de malas. ¡Ya es tardísimo y quedé de
verme con un cliente a las nueve! ¡Espérame para irnos juntos, no tardo en
arreglarme! ¡Mientras bebe leche, es buena para los huesos! ¡Dice el médico que
eso es muy importante para ti!
Eva
se retira, y al poco rato el agua de la regadera golpeando contra el azulejo se
mezcla con su voz:
¡Qué crees, ayer ya mero me alcanza: a unos metros de mí,
un muchacho asesinó a un hombre! ¡No seas malo, pásame una toalla!
Después
de unos minutos, sale de la ducha: ¡Sabías que en la ciudad de México
diariamente hay 526 nacimientos, y que a la par mueren 152 personas! Lo leí en
el periódico. ¿Pero tú lo sabías? ¿No? ¡Ya voy, ya voy, no te desesperes!
¡Qué bueno que los vecinos terminaron
con su fastidio! Si tu padre me hubiera hecho caso, pero... siempre fue tan
testarudo, en fin así es la vida. Qué bueno que la ola ya no se escucha, pero
por muy lejos que esté, algún día nos alcanzará. Nadie escapa a su destino.
UN PUEBLO BAJO EL RIO
Ahí
uno encuentra a los parientes, amigos, amores y a todos aquellos que ya nos
dejaron. Viviendo en casitas blancas y confortables. Ya no trabajan, se la
pasan platicando de su pasado, de los errores que cometieron, de sus malas y buenas acciones. Cuando tienen hambre
toman su alimento de los árboles que crecen a su alrededor. Si tienen sed,
beben agua de los ríos que fluyen en el lugar. Viven felices; nunca pelean ni
se emborrachan, ya que no existe trago ni fumadera. Duermen en hamacas, sin
chinches o moscos que les molesten el sueño.
Cuando uno de acá llega a visitarlos y se encuentra con su hermano, con su mamá o papacito y les ruega que regresen a su casa con él, le responden:
--¡No, hermanito! ¡No, mijito! ¡Pa' qué volvemos a la sufridera, si aquí estamos bien contentos, sin preocupaciones de qué vamos comer o de cuidarnos de las malas personas! ¡Vete con los tuyos, que a ti aún no te toca! ¡Y no tengas pendiente de nosotros!
Estos, al ver sus rostros de felicidad, les entran ganas de quedarse y disfrutar con ellos, pero al escuchar gritos llamándoles desde afuera del río, con dolor en su corazón dejan el pueblo, el cual se puede ver sólo una vez en la vida...
Cuando uno de acá llega a visitarlos y se encuentra con su hermano, con su mamá o papacito y les ruega que regresen a su casa con él, le responden:
--¡No, hermanito! ¡No, mijito! ¡Pa' qué volvemos a la sufridera, si aquí estamos bien contentos, sin preocupaciones de qué vamos comer o de cuidarnos de las malas personas! ¡Vete con los tuyos, que a ti aún no te toca! ¡Y no tengas pendiente de nosotros!
Estos, al ver sus rostros de felicidad, les entran ganas de quedarse y disfrutar con ellos, pero al escuchar gritos llamándoles desde afuera del río, con dolor en su corazón dejan el pueblo, el cual se puede ver sólo una vez en la vida...
Por
la cara que pones, has de pensar que lo que platico es mentira. Así me ocurrió
cuando me lo contó un anciano que bebía mezcal en una tienda de Morelos. Para
que le creyera, me llevó al río del que te hablo. Hacía un friazo. Al llegar,
el viejo señaló hacia donde la luna resplandecía en el agua, exclamando:
--¡Por ahí, donde el conejo del universo echa su orín, se puede bajar al pueblo!
El anciano, a pesar de su edad, se desnudó, y sin decir palabra brincó al río, desapareciendo por donde la luna hacía nido. No sé cuántos semanas pasaron, o si era de día o de noche cuando el abuelo regresó. Ya no venía desnudo, y su ropa estaba seca y blanquísima, como la luz de la luna por donde bajó. Traía sobre su espalda un costal.
--¡Ya regresé! –dijo- ¡Y para que me creas que en verdad existe el pueblo... te traje esto! Del costal cayeron más de una gruesa de naranjas, con un color y una textura que jamás he visto.
--¡Por ahí, donde el conejo del universo echa su orín, se puede bajar al pueblo!
El anciano, a pesar de su edad, se desnudó, y sin decir palabra brincó al río, desapareciendo por donde la luna hacía nido. No sé cuántos semanas pasaron, o si era de día o de noche cuando el abuelo regresó. Ya no venía desnudo, y su ropa estaba seca y blanquísima, como la luz de la luna por donde bajó. Traía sobre su espalda un costal.
--¡Ya regresé! –dijo- ¡Y para que me creas que en verdad existe el pueblo... te traje esto! Del costal cayeron más de una gruesa de naranjas, con un color y una textura que jamás he visto.
JESÚS DEJÓ LA CRUZ
Recorría
la sala de los oficios, cuando un bisbiseo llamó mi atención. Volteé, sin
descubrir a nadie. Seguí explorando la pieza: la hermosa cestería veracruzana,
la textilería oaxaqueña, la orfebrería de Tlaxcala... De pronto otro bisbiseo
me volvió a sobresaltar. Esta vez vi la sombra de un niño escabullirse hacia la
salida. Sonreí al pensar en una broma párvula. Al llegar al rincón de la talabartería,
una voz clara e indulgente me nombró:
--¡Juan,
Juan, acá, Juan!
Sentí
escalofrío, y nervioso ojeé para todos lados intentando sorprender a quien me
estaba haciendo la mala pasada. No divisé a nadie, y para tranquilizarme traté
de persuadir al que creí un chancero:
--¡Ya
esta bien de juegos, amigo, sal y dime quién te dijo mi nombre!
--¡Lo
conozco desde que te bautizaron!
Volvió
a resonar. Me estremecí.
--¡Ándale,
acércate y ayúdame a bajar, que esta postura en que me dejaron es bastante
incómoda!
La
voz venía de la sala de Chiapas. Dudé en ingresar, pero mi curiosidad me obligó
apearme a ella. El recinto estaba a media luz; sobre los exhibidores una
muestra de la riqueza artesanal de ese mágico estado: joyería, vestidos
típicos, artesanía y diversas fotografías que mostraban su cotidianidad. Al
fondo, pegado en lo alto del muro, un cristo de tamaño natural hecho de barro
que miraba piadosamente. ¿Era un ataque momentáneo de esquizofrenia, o Cristo
me estaba parloteando? Me asaltó otro sobre encogimiento. Resuelto, di la vuelta
e intenté salir de la sala:
--¡No
te vayas, Juan! ¡Acércate y ayúdame a bajar, que el ardor de los clavos me está
matando!
Giré
la testa y, cuando puse la vista en el cristo, éste guiñó un ojo y frunció la
boca. Me quedé paralizado y mi corazón comenzó a palpitar tremendamente. Sentí
desmayarme. Todo a mi alrededor empezó a girar. No se si la ansiedad que se
apoderó de mí fue lo que me forzó a ver revolotear a los ángeles de madera
sobre la testa de Cristo, a los atuendos arrodillarse frente a él y a una
multitud de miniaturas depositar bajo sus pies diminutas flores de colores.
Todo es una alucinación me dije. ¡Una maldita alucinación!
Intenté
controlarme cerrando los ojos: ejercitando la respiración y desviando mi mente
hacia otros pensamientos, como aconsejan a los fóbicos los terapeutas cuando
los acomete una crisis. El silencio invadió la sala. Esto me motivó a pensar
que la ofuscación ya se había retirado. Abrí los ojos sin apresuramiento.
Cuando los tuve completamente abiertos, los atuendos, ángeles y miniaturas se
encontraban en sus respectivos sitios, y Cristo permanecía en su cruz. Me quedé
atónito vigilando que sus labios no se movieran. Así pasé varios minutos, y
cuando deduje que todo había sido una fantasía, Cristo me sacó la lengua y
metió uno de sus dedos a la nariz. Fue cuando estalló en mí una crisis
nerviosa. Cristo, al verme, de un salto se plantó frente a mí y, poniendo su
mano en mi testa, me dio una paz que hacía mucho no sentía.
Ya
repuesto, me invitó a caminar. Los tatuajes en su cuerpo eran lo único que
cubrían su desnudez. Salimos al patio. Nos sentamos a un lado de la fuente;
unos niños jugaban a salpicarse agua para mitigar el calor. Al parecer nadie se
percató de la desnudez de Cristo, ya que todos le sonreían y lo saludaban
amablemente. Hasta uno de los vigilantes se acercó para obsequiarle un cono de
nieve, el cual aceptó agradecido. Cristo me ofreció, y como si fuésemos dos
grandes cuates nos pusimos a lamer el helado.
Cuando
terminamos, atribulado, exclamó:
--Lo
que puedo maldecir de los romanos es el haberme dejado en esa posición tan
incómoda. ¡Imagínate resistir más de dos mil años sostenido en el madero por
unos clavos, con la costilla abierta y sangrando! ¡Ni al diablo se lo deseo! ¿Y
tú qué, de qué la giras? Me preguntó, como cualquier persona que se encuentra a
un conocido después de años de no verla. ¿El hijo de un dios que todo lo sabe,
preguntándome a qué me dedico?
Le
conté mis cuitas: de lo acongojado que es vivir en una ciudad llena de
sinsabores y violencia. De tener una esposa que nunca está satisfecha y me
culpa de sus fracasos.
--Yo
por eso no me casé, aunque Magdalena me lo pidió tantas veces. ¿Te imaginas
vivir con alguien que a cada rato quería lavarme los pies? Dijo socarronamente emitiendo una
carcajada. Después de arremeter con la
ciudad, me fui contra el mundo y los mercaderes que aún siguen infringiendo su
templo -–eso del reordenamiento del ambulantaje es un problema milenario,
interrumpió bromista--, y desatan guerras crueles con el simple ánimo de
apoderarse de las riquezas de otros países. Le hablé del hambre y de que en el
mundo el sida arrasa con pueblos enteros. Le conté del terrorismo y de las
nuevas armas bacteriológicas. Del ecocidio y del cambio de climas por el efecto
invernadero causado por las potencias industriales. Le pinté, vamos, un mundo
atroz contrario al de paz y armonía que el había imaginado, una civilización
con hombres capaces de arrasar con el universo si así lo ameritaban sus
intereses y ambiciones.
Cristo
me escuchó pacientemente, y luego con un dejo de pesadumbre tomó la palabra:
--Yo
le dije a mi padre que no hiciera de barro al hombre, porque ese material es
muy frío y podría provocar lo que me estás contando. Pero no me hizo caso y ya
ves... donde manda capitán no gobierna marinero. También le manifesté que en
lugar de expulsar a Adán y a Eva del paraíso, una vez que sabían del árbol de
la vida y de la ciencia, mejor los hubiera dejado en él, así por lo menos
habría control natal. Además no hubieran esparcido su veneno por el mundo, y
como venganza inventado la guerra. Pero no hizo caso. En cambio, me ofrendó a
los hombres, como un acto para rectificar su creación... pero de eso ya han
transcurrido dos milenios; el hombre sigue igual de sanguinario. En cuanto a
las epidemias, que yo sepa, la caja de Pandora sigue cerrada. Más bien creo que
eso es cosa de aquí mismo... Pero no nos pongamos pesimistas y mejor vamos a
comernos unas pepitorias, que dicen aquí en Coyoacán las hacen muy sabrosas.
Quiero relajarme, olvidarme un rato de la chamba, de escuchar pecados y
peticiones. De los sermones cursis de los descendientes de él que me traicionó.
Salimos
del museo, fuimos a la plaza Centenario. Cristo se veía gustoso, regodeándose
como un niño ante todo lo que llamaba su atención. En un puesto de dulces
tradicionales compramos pepitorias, las que saboreamos sentados en una
jardinera viendo actuar a los mimos.
--¡Deliciosas! Prorrumpió.
¡Vamos por más! ¡No, mejor vamos a tomar café al Jarocho!
Yo
me sentía como nunca, y más acompañando a un personaje tan famoso. Cuando
llegamos al Jarocho pidió, además de café, una dona de chocolate, la que se
comió hambriento.
--¡Dicen
que en La Guadalupana venden un vinillo que ni el obispo!
Fuimos a la cantina; tomó el
vino. Luego quiso que paseáramos por la Plaza Hidalgo. Nos trepamos al quiosco;
admiramos las artesanías, aplaudimos a los artistas populares; bailamos con la
tribu de pro africanos, nos leyeron las cartas, cheleamos en el Hijo del
Cuervo. Para relajar el periplo, antes de volver al museo nos sentamos en la
Fuente de los Coyotes. Ahí, Cristo estiró su cuerpo:
--Ni
cuando vivía en el paraíso me la había pasado tan bien. Ya me hacía falta. Con
este descansito, tengo para sostenerme otros dos mil años en el madero.
Al
llegar la tarde volvimos al museo. Aunque ya iban a cerrar, los vigilantes nos
recibieron cordialmente:
Los
artesanos recogían sus productos y, al vernos, de mil amores nos saludaron.
Cruzamos el patio. Cristo chapoteó su mano en la fuente. Arribamos a la sala de
Chiapas; al entrar los ángeles de madera comenzaron a mariposear y las
miniaturas a flanquear el paso. Antes de trepar a su cruz, me abrazó diciéndome
al oído:
--¡La
paz sea contigo, hermano!
PASA EL TIEMPO
El primer libro que leí en mi vida fue de física, que tomé del librero
de mi primo Antonio, quien estudiaba ingeniería en el Politécnico. Era un
mamotreto de 940 páginas que tardé un año y tres meses en leer. Claro está que
no entendí ni papa su contenido, dada mi corta edad: ocho años. Sólo recuerdo
que traté de descifrar una fórmula que se refería a la velocidad de los
aviones. Pero lo que más me impresionó fue la famosa formula de la relatividad
(E=mc2) de Albert Einstein: donde C es la velocidad de la luz en el vacío, E la
energía y M la masa. Ya después entendí, en términos coloquiales, que la
relatividad es algo así como viajar en un tren a alta velocidad mirando por su
ventana el reposo de la gente en la acera: mientras que el tiempo para mi
transcurre lento, el de ellos, rápido. O sea que una gente que se mueva a la
velocidad de la luz puede trasponer la barrera del tiempo y conocer el futuro a
pocos segundos de haber dejado el presente, que se convertirá en pasado, y
posteriormente en un extraño presente que hará que el sujeto vuelva a la
esencia de la filosofía y se pregunte: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Y hacia
dónde voy? La relatividad de la jirafa de la que habla Augusto Monterroso.
Fantasía de niño.
A mitad del libro encontré una fotografía
de una instalación nuclear; posteriormente, el esquema de un reactor: su
blindaje de hormigón, su masa de grafito y, enterradas en él, barras de cadmio
(control de velocidad), y como combustible, barras de uranio. Me enteré de los
millones de grados de temperatura que producen al reaccionarse los átomos,
partículas y fotones, y que suelen darse de manera natural en las estrellas. El
hombre las provoca para generar energía en beneficio de la humanidad, y también
para destruirla.
Para mi la muerte, en esos años de
puericia, era una cosa muy lejana que sólo daba a los viejitos, a los que
tomaban mucho o se peleaban en la calle. Pero cuando me enteré de la bomba
atómica que cayó sobre Nagazaki matando a miles de personas en un instante,
entonces la parca se volvió algo muy cercano a mí, a pesar de que Japón se
encuentra a varios miles de kilómetros de donde vivo. Me nació un pavor que no
se equipara ni con el tumor de lombrices que expulsé de mis intestinos, ni con
la mordedura del perro rabioso en mi tobillo, ni con la epidemia de sarna que
nos asoló a principios de los años setenta y que hizo que muchos de nosotros
anduviéramos con los testículos infectados de purulencias, resistiendo el ardor
del desinfectante que nos uncían nuestras madres.
--¡Cuando explota, de la tierra hasta las
nubes crece un hongo de fuego que lo devora todo! Me decía David, un amigo al
que desde niño le gustó la ciencia y la tecnología; el que tuvo el primer robot
mecánico de juguete que yo vi dando traspiés sobre el mosaico de su casa.
--Mi papá me trajo
unas revistas ahora que fue al otro lado. En una de ellas leí que una bomba
atómica puede acabar con la Ciudad de México en lo que me echo una pluma,
achicharrándonos a todos. Nadie se salvaría, pues nosotros no tenemos refugios
antinucleares como los gringos.
En la revista averigüé que Estados Unidos
y Rusia son los que tienen más mísiles que todos los demás países, y si en una
de esas les da por pelear, seguramente, la destrucción del planeta... no
quedaría piedra sobre piedra.
Los
comentarios de David me horrorizaron, y más cuando me enteré de que Estados
Unidos y la entonces Unión Soviética mantenían una disputa llamada Guerra Fría,
que había generado bloques de países en torno a ellos: unos socialistas que no
apreciaban a los capitalistas, y otros que odiaban a los comunistas. Me entró
un miedo tan espeluznante de que se desatara una guerra nuclear, que pensé
--influenciado por mis lecturas de ciencia ficción—en construir una nave
interplanetaria para fugarme de la tierra antes de que a los rojos y los azules
les diera por aniquilarse y, junto con ellos, a la humanidad.
Como
no contaba con los materiales idóneos para hacer una réplica del Apolo 11, me
decidí a hacerla con lo que había en el patio de mi casa: tarimas, varillas,
polines y el motor de una vieja lavadora. Ocupé la herramienta de don Lupe, un
viejo ferrocarrilero al que le rentaba mi madre: martillo, serrucho, pinzas,
desarmadores y un amarra alambres. Terminando de construir mi nave, me trepé a
ella decidido a fugarme del planeta. Antes de encender el motor, me soñé
planeando en el éter, llegando a la luna para edificar mi casa de cristal,
lejos de la muerte radiactiva. Moví la palanca de encendido, el viejo motor ni
siquiera se quejó. Mi hermano Roberto llegó en ese instante y comenzó a
burlarse:
-¡Y
por qué no te avientas un ventoso para que vuele!
Al
oírlo, me encabrité tanto que jalando bruscamente tronché la palanca de
encendido. Roberto se desternilló de risa. Yo me paré enfurecido y dándole un
zapopazo con la palanca lo descalabré. Comenzó a gimotear y mi madre al oírlo
me tundió con la misma palanca que no pudo encender el motor de mi aeronave
para irme a viajar por las estrellas, como el Señor Spot.
Pero
mi temor no terminó ahí; al contrario. Pensando en la posibilidad de la tercera
guerra mundial, y ante el fracaso de mi aeronave, decidí construir mi propio
refugio antiatómico; para ello elegí el patio de mi casa. Busqué una pala para
cavar la tierra. Cuando llevaba escarbado algunos centímetros, mi madre se
apareció preguntándome que hacía. Le confesé que construía un refugio
antiatómico para salvarnos de la guerra nuclear. Mi madre me dijo que estaba
loco, que me olvidara de esas bobadas, que mejor fuera a comprar las tortillas,
porque, si no, ningún refugio me salvaría de la paliza que me iba a propinar.
Con esa amenaza, desistí de mi empeño.
A
toda hora la amenaza de una conflagración de esa envergadura me mantenía
atemorizado, a grado tal que constantemente tenía pesadillas. El Popocatépetl
se desmoronaba al recibir el impacto de un misil. Yo corría perseguido por los
tentáculos flamígeros de su explosión.
El
pavor que sentía era indescriptible. Por eso, después que mi madre me prohibió
horadar el patio para hacer mi refugio, pensé en realizarlo en otra parte. Era
una obsesión. Como mi tía Amanda tenía una cisterna del tamaño de un cuarto en
la vecindad donde vivía, pretextando no tener dinero para ir al cine, me ofrecí
lavarla a cambio de unos cuantos pesos. Mi tía aceptó. Ya dentro de la
cisterna, planeé su acondicionamiento: La forraría de plomo, y para vivir todos
los años que requería mientras se disipaba la radiación, me propuse adecuarla
con enseres donde pasarla confortablemente. Con una alacena capaz de resguardar
todo el alimento requerido para mi sobrevivencia.
Cuando
mi tía me vio entrar en la cisterna sin que hubiera un pretexto para ello, me
cuestionó:
--¡Qué
estás haciendo allí, chamaco del demonio!
Al
escuchar su reclamo salí inmediatamente. Mi tía me regañó por no pensar en que
me podía dar una pulmonía. Me jaló del brazo a su departamento. Yo tiritaba. Me
obligó a quitarme la ropa, luego aventó una toalla para que me secara. Una vez
que lo hice, me ofreció ropa seca. Me la puse. Después me llamó a la cocina e
hizo que bebiera una infusión caliente. Al momento que ingería, me preguntó el
por qué me había metido a la cisterna. Le revelé mis planes. Mi tía se carcajeó
hasta dolerle el estómago.
--Mira
hijo, está bien que te preocupes por la guerra. Yo también estoy preocupada,
pero nada ni nadie nos va a salvar de ella. Es más, ni aunque yo te ayudara a
construir el refugio. Son tantas y tan poderosas las bombas que pasarían
cientos de años para que la tierra volviera a la normalidad. Envejeceríamos ahí
y al final moriríamos.
Yo
por eso sigo mi vida a pesar de saber del peligro en que estamos. Confiada en
que los rusos o los gringos tienen miedo de desatar algo que les costaría
también la vida.
LA MIERDA
Un
pintor tenía pendiente una exhibición de su obra en Europa, y no sabía qué
exponer. Caminaba por un despoblado de Oaxaca. De pronto tuvo ganas de defecar.
Terminando, miró sus heces, las que le parecieron ciertamente estéticas. Le
vino a la mente hacer con ellas una obra: levantó la mierda con sumo cuidado y,
la depositó en un recipiente que llevaba consigo. Ya en su estudio, después de
dejarla madurar, la barnizó, poniéndola dentro de un cubo de cristal. En Europa
su exposición fue todo un éxito, tanto que la caca estilizada la adquirió un
coleccionista por la no despreciable cantidad de cincuenta mil dólares. El
pintor alabo su ingenio, pero también se condolió de la humanidad.
EL DIABLO, DE PARRANDA
Estaba yo en la
cantina acompañado de mi primo José Santiago. De repente el viento comenzó a
lamentarse en las ramas de los árboles. Dice mi primo José, que él hasta
escuchó las voces de unas ánimas que al pasar por la cantina, dijeron:
-¡Váyanse
que ay viene el malo!
La
mera verdad yo no oí nada. Sólo el tucurucutu de la lechuza desbarrancándose en
la noche. Después escuché unas como pisadas de caballo golpeando en el
empedrado. Luego el aullido de los perros. En la cantina estábamos como unos
diez borrachos, entre ellos un cancionero que andaba de paso por Ixmiquilpan.
--¡Oiga
joven, garráspese una canción! Nadie lo vio entrar, era un hombrezote del
tamaño de dos fulanos, vestía traje de charro. En sus botas, tenía espuelas en
forma de navajas de gallo de pelea. Sus bigotes rebasaban su boca y, sus ojos
eran del color de la lumbre.
--¡Ande
amigo, cánteme una canción, mientras acá yo y los compitas nos echamos un
tequila! Dijo sentándose a nuestra mesa.
--¡Hay
inconveniente que me siente aquí con ustedes paisanos! Preguntó autoritario.
--¡No
señor! Le contestamos.
Llamó
al cantinero pidiéndole una botella para cada uno. El cantinero atendió la
orden.
--¡Sírvanse
señores! Garraspeó, al momento en que de un solo trago se bebía la botella de
tequila.
--¿Saben
quién soy? Nos preguntó.
--¡No!
Le respondimos.
--¡Soy
el diablo!
El
cancionero al oírlo enmudeció su canto y, los que se encontraban ahí, se
incorporaron de sus sillas asustados.
--¡Espérense
señores, no se exalten! Gritó. ¡Que no vengo a llevarme a nadie! ¡Ando de
parranda! ¿O qué el pingo no tiene derecho de hacerlo? Nadie se atrevió a
cascar las liendres. Entonces, dirigiéndose de nuevo al cantinero, le mandó nos
sirviera a todos lo que quisiéramos.
--¡Y
usted amigo siga cantando, sino me lo llevo con todo y guitarra! Dijo al
trovador, echándose una buena carcajada. De otro sorbo se bebió otra botella.
--¡Anden
señores, beban, que no siempre se festeja una noche con el amo de las
tinieblas!
Al
poco rato, ya todos estábamos borrachos. Fue cuando Satanas se confesó con
nosotros:
--La
verdad amigos, quería descansar un poco de tanta llamarada. De andar imponiendo
castigos a las alma lujuriosas y malignas. Que el mundo se olvidara un poco de
mí, y yo de él. No se crean señores, hacer diabluras cansa. ¡Vaya trabajito que
me tocó! ¡Bebamos, que el tiempo no nos importe y, que la humanidad disfrute de
la paz, mientras yo disfruto de su compañía, y de este tequila, que para ser
sincero, esta bien sabroso! ¡Beban a costa del diablo, que ya lo pagaran algún
día!
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