DIOS ESTÁ CONMIGO

Aquel hombre con camisa azul y corbata roja se paseaba al final del andén. De vez en cuando se paraba sobre la línea amarilla para observar si venía el tren. Se miraba un poco nervioso pero no lo suficiente para pensar que intentaría arrojarse al paso del metro. Metí mi mano en mi bolsillo y una moneda de diez pesos cayó de ella para rodar hasta los pies de aquel hombre. Me acerqué para recogerla justo en el momento en el que el metro se acercaba y éste intentó saltar a su paso. Un impulso reflejo hizo que lo sujetara con mi brazo de la cintura evitando su posible muerte si es que el convoy lo hubiera arrollado. Frustradas sus intenciones el hombre se sentó en el piso y comenzó a llorar desconsoladamente. Yo estaba atónito, pues no daba crédito de que unos minutos atrás había salvado la vida de aquel hombre.
Ya repuesto del susto, me acuclillé ante él y le pregunté su nombre. Ricardo, me dijo. Yo soy Peralta. ¿Quieres que llame a alguien de tu familia, Ricardo? No Peralta, no es necesario. Guardé silencio unos minutos, atento a los movimientos de Ricardo, pues pensé en que posiblemente podría intentar lanzarse de nuevo.
-¿En verdad no quieres que llamé a alguien de tu familia, algún amigo? Volví a preguntar. Ricardo me contestó:
-No. Y te agradezco lo que acabas de hacer por mí.
-No te preocupes, no suelo hacerlo seguido. Ricardo se incorporó del piso y extendiendo su mano volvió a agradecer mi gesto. Luego camino hacia la salida perdiéndose de mi vista. Respiré aliviado y cuando arribó el tren lo abordé inmediatamente.
Pasó el tiempo y un buen día que salía del trabajo, la figura de Ricardo se interpuso ante mí.
-¡Hola Peralta! Me dijo.
-¡Qué tal Ricardo, cómo te va?
-Sólo he venido para volver a agradecerte lo que hiciste por mí.
-Ya te dije que no lo hago siempre. La verdad me da gusto verte bien y más tranquilo.
-No como aquel día… Me encontraba muy presionado y desesperado… Dispuesto a acabar con mi existencia…
-¿Pero por qué, Ricardo, qué te había ocurrido?
En ese momento Ricardo me ofreció invitarme a comer en recompensa a mi acto:
-Es lo menos que puedo hacer…
Acepté su ofrecimiento.
-Tengo mi auto cerca…
Fuimos por su auto, un Mazda CX-3 rojo. Me sorprendió el lujo y pregunté:
-¿Acaso eres millonario?
-Tengo una pequeña empresa de la que no me quejo.
Al escuchar esto, no me aguanté las ganas y cuestioné:
-No entiendo por qué las personas que lo tienen todo de pronto les da por suicidarse. Como el actor y comediante Robin Williams, quien era un hombre exitoso y de la noche a la mañana decidió quitarse la vida. Eso es inentendible.
-Tienes razón Peralta. Pero hay momentos en que ya no aguantas la presión de la corbata y quieres ahorcarte con ella o extirparte de este mundo como yo lo intenté ese día.
-¿Pero qué fue lo que te ocurrió?
-Fue como si una voz interna me lo ordenara. Porque no tenía motivos para hacerlo. Todo estaba bien en mi empresa, en mi familia, en mis relaciones de negocio y sociales. No había razón para matarme. Pero de repente se apoderó de mí una angustia pesada de la cual la única manera que tenía de deshacerme de ella era haciendo lo que pretendí y no logré gracias a ti. Te voy a decir algo y a lo mejor no me vas a creer, pero cuando venía el tren algo me obligó voltear a donde te encontrabas. Detrás de ti estaba un hombre de aspecto afable y bondadoso, quien metiendo su mano a tu bolsillo dejó caer la moneda que rodó hasta mis pies. Tú corriste a recogerla y cuando sujetaste mi cintura, aquel hombre desapareció con una gran sonrisa de satisfacción en sus labios. Para mí era Dios.
Agnóstico como soy me sorprendí de lo que Ricardo me contaba. Pues para mí Dios era sólo un imaginario, ya que hasta ese instante nadie me había dado indicios contundentes de que existiera. Ricardo se me quedó mirando y acotó:
-Sí, yo sé que no me creerías, pero te juro por lo que más quiero, que era Dios el que te empujo a salvar mi vida. Y eso te hace bendito.
No pude aguantarme la risa, porque de bendito nada tenía. Ricardo se extrañó ante mi respuesta.
-Sé que te causaría risa, pero la realidad es ésa.
Llegamos al restaurante, comimos, charlamos un par de horas y cuando fue la hora de despedirme, Ricardo se ofreció llevarme a mi casa. Me negué a ello, dándole las gracias por sus atenciones, Este se despidió efusivamente de mí diciéndome que si algún día necesitaba ayuda, no dudara en llamarle.
-Qué amable, cuídate mucho Ricardo.
Antes de entrar al metro a lo lejos vi a un hombre con el aspecto que Ricardo me había descrito, quien con una mano me saludó. También lo saludé, no sé por qué.
No he vuelto a ver a Ricardo, pero sí a aquel hombre que me saludó a lo lejos, quien una noche que salía del cine y caminaba sobre Reforma se me emparejó:
-Buena noche.
Me dijo. Al ver de quien se trataba, lo saludé tímidamente y algo desconfiado, ya que en esos días las calles de la Ciudad de México se habían tornado inseguras y peligrosas. La delincuencia te podía asaltar a todas horas.
-No te asustes, no es mi intención hacerte algo malo.
Sus ojos exudaban tranquilidad y una paz que no cualquiera. Cuando me confesó sus intenciones, sentí un alivio interno que me calmó.
-¿Tú eres el hombre que me saludó la otra noche antes de entrar al metro?
-Y también del que te habló Ricardo.
-¡No!
-¡Sí!
-¿Es una broma, o qué? Se me hace que te pusiste de acuerdo con Ricardo para jugarme una broma…
-Nunca haría eso… Soy Dios…
-¡Vaya que sí es una broma! ¿Y de mal gusto?
-Soy Dios no cabe duda.
-¿Ahora resulta que Dios ha venido a charlar conmigo? ¡No ma…no, no!
-No seas vulgar, Peralta, respeta mi envestidura…
Dios hizo gesto de enojo, el cual cambió inmediatamente por una sonrisa. Posteriormente, con la misma dulzura y ánimo con los que me había abordado, dijo:
-Necesito de tu ayuda, Peralta…
-¿Dios requiere de mi ayuda?
-Deja de hacerte el socarrón y escucha: contrario a lo que crean y digan, mis poderes no funcionan sino tengo a alguien con quien operarlos, es decir, solo a través de otro es que puedo ejercerlos. Es por eso que pido tu ayuda.
-¿Y tus ángeles y arcángeles?
-Ya empezaste otra vez de sarcástico…
-Cómo es posible que Dios (si es que eres Dios), le pida ayuda a un mortal.
-Ya te dije por qué… ¿Aceptas o no?
-Ándale acepto, ¿a ver si es cierto que eres Dios?
Dios frotó sus manos en señal de satisfacción, diciendo:
-Este arroz ya se coció. Luego se despidió de mí diciendo que pronto me requeriría, que estuviera atento a su llamado.
-¡Ándale! Eso haré. Esta vez no desapareció en el aire, sino que cruzó la avenida dirigiéndose a la estación del Metrobús, donde lo vi abordarlo dirección Indios Verdes.





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